viernes, 5 de febrero de 2016

EL ESTADO ESPAÑOL, ¿DEMOCRÁTICO?


REY REINANDO CON EL MAZO
 DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978
3/7
Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016

Sumario

 Consideraciones Preliminares
  1. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  2. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  3. El poder real y la necesidad del refrendo
  4. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  5. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  6. El poder constituyente del soberano
  7. Conclusión

Apartado 3.– El poder real y la necesidad del refrendo

Los apologistas de la Constitución del 78 quieren hacernos creer que la misma anula, o casi, el poder real, concediendo todo el poder político a los representantes elegidos por el pueblo. No es así, según lo vamos a ver. Ante todo, hay que considerar aquí lo que se invoca, de manera general, a favor de la lectura aquí criticada, a saber: que el artículo 56.3 dice que los actos del monarca «estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 55, 2». Pues bien, leamos el artículo 64:

1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del congreso.
2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden.
Ante todo resulta obvio –y dan, por ello, ganas de abstenerse de señalarlo– que un requisito legal de refrendo únicamente se aplica a actos que puedan ser refrendados por su propia naturaleza. Por consiguiente, no se aplica a omisiones, sino sólo a acciones; y, más concretamente, a acciones consistentes en dictar un mandamiento de una u otra índole, de uno u otro rango. En cambio, caen enteramente fuera del requisito del refrendo los demás actos del monarca. En particular, y por su propia naturaleza, no han de ser refrendados actos como el de no decretar esto o aquello, no sancionar ni promulgar esta o aquella ley. Lo veremos más abajo. Pero ya en este punto está claro que no hay nada que pueda constituir un refrendo de una omisión. El refrendo es una firma estampada en una orden, en un mandamiento, firma en virtud de la cual el mandamiento tiene validez constitucional, a la vez que conlleva una responsabilidad del firmante (e.d., del otro firmante, porque la firma del Rey no acarrea responsabilidad alguna, ya que –artículo 56.3– «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad»).
El rey es, pues, irresponsable. Nadie le puede pedir cuenta alguna por sus actos ni por sus omisiones. Sólo que, para que posean validez constitucional, sus mandamientos han de llevar la firma refrendante prevista por el artículo 64. La ausencia de tal firma refrendante no anula los mandamientos regios, sino que meramente los priva de validez constitucional. Ahora bien, ya sabemos que una cosa es el orden intraconstitucional –de vigencia limitada en el tiempo, y, además, siempre supeditada a la más alta norma supraconstitucional que es la permanencia de España como Monarquía– y otra es el orden jurídico general del estado. La Constitución, para el período de su propia vigencia, deroga disposiciones anteriores (del régimen franquista) contrarias a lo en ella regulado; pero nunca dice la Constitución –ni han dicho nunca los redactores y aplicadores de la misma– que las disposiciones anteriores hayan sido nulas. Por el contrario, todavía hoy siguen en vigor muchísimas leyes franquistas. Ello marca un gran contraste con lo sucedido, p.ej., en Francia, en el momento de la liberación, en 1944, cuando el general De Gaulle declaró nulas todas las disposiciones del régimen pro-nazi del mariscal Pétain. Jurídicamente la no validez es muy distinta de la nulidad. Un mandamiento no-válido es un mandato que no cumple ciertos requisitos dentro de un determinado orden jurídico, pero que puede que sí se ajuste, en cambio, a requisitos de una norma jurídica de rango superior. La elección, pues, de esa expresión (la «no validez» de los actos regios no refrendados) en el artículo 56.3 es una prueba de que no se está quitando a tales actos (o sea, ni siquiera a los mandamiento reales sin refrendo) la fuerza de obligar, sino que meramente se nos dice que esa fuerza de obligar no la tendrían en aplicación de la Co nstitución, o sea que no se trataría de una práctica conforme con lo regulado en ésta. Mas, como la Constitución misma se supedita explícitamente a otra norma jurídica más alta (la existencia y conservación de la Monarquía), y como a ella sí se ajustarían tales actos, está claro que, en ese orden supraconstitucional, los mismos tendrían fuerza y habrían de ser obedecidos, por mucho que carecieran de «validez» [constitucional].
A quienes se figuren que todo esto no son más que minucias terminológicas y que el artículo 56.3 no tiene el sentido que aquí estoy desentrañando, invítolos: por un lado, a considerar el distingo jurídico entre la invalidez y la nulidad, que se aplica también en muchos otros terrenos –p.ej. en lo tocante al matrimonio–; y, por otro lado y sobre todo, a comparar el citado artículo de la Constitución del 78 con el artículo 84 de la Constitución de la II República del 9-12-1931, a saber: «Serán nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del Presidente que no estén refrendados por un Ministro». De que así fuera era responsable el Presidente de la República, cuya persona no era inviolable, sino que su destitución estaba expresamente prevista (artículo 82 de la Constitución de 1931; el artículo 85 dice explícitamente: «El Presidente de la República es criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales»; y articula tal responsabilidad; la destitución prevista por el artículo 82 va más lejos, pudiendo producirse aun sin que el Presidente hubiera incurrido en ninguna violación de sus deberes constitucionales).
Vemos, pues, cuán distinto es el poder del Presidente de una República democrática del de un monarca como el que coloca en la cúspide del estado la actual Constitución. Cuando el primero ha de ajustar sus actos y mandamientos a un refrendo, tales actos carecen de fuerza de obligar –e.d. son nulos– sin el mismo, al paso que un monarca como el que ratifica en su trono la actual Constitución puede mandar, sin merma de la fuerza de obligar de sus órdenes, lo que desee, sólo que, sin el refrendo, el mandamiento ya no se ajustaría al orden intraconstitucional, sino que conllevaría un devolver el ejercicio del poder político al orden supraconstitucional.
Los exégetas de la Constitución que nos la quieren pintar de color de rosa no se arredran por esas dificultades, sino que aducen que, si bien el artículo 56.3 dice que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, eso se aplica a la persona únicamente, no al cargo. Tan peregrino argumento parece mentira que se haya propuesto seriamente. Porque, si el monarca no está inviolablemente en su cargo de tal, si puede ser destituido o forzado a abdicar, entonces su persona no es tampoco inviolable, sino que está sujeta a responsabilidad, toda vez que, habiendo sido arrojado del trono, ya no sería rey, sino un vasallo del nuevo rey, un súbdito más, como otro cualquiera. Hemos visto cómo la Constitución de la II República preveía tanto la destitución del Presidente cuanto el castigo de eventuales infracciones de la Constitución que el mismo cometiera. Nada similar prevé, ni por asomo, la actual Constitución monárquica. Ni puede hacerlo. Porque, mientras que en una República el Presidente de la misma carece de legitimidad propia anterior o superior a la vigencia de la Constitución y sólo de ésta brota su autoridad, en cambio, a tenor de la Constitución del 78, el monarca posee una autoridad y una legitimidad propias que son anteriores y superiores a la Constitución. Ésta puede ser válida sólo en tanto en cuanto acate la suprema autoridad y prerrogativa regias.
Y no vale como argumento en contra de la tesis aquí sustentada el de que el artículo 59.2 prevé la inhabilitación del monarca. Leámoslo:
Si el rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes generales, entrará a ejercer inmediatamente la regencia el príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad. Si no lo fuere, se procederá de la manera prevista en el apartado anterior, hasta que el príncipe heredero alcance la mayoría de edad.
La inhabilitación no viene aquí definida, pero siempre ha sido identificada con una imposibilidad de ejercer funciones de poder a causa de enfermedad, y nada más. Cierto es que hay un precedente en otro sentido, que es el de Bélgica, donde se ha utilizado una cláusula así para suspender la autoridad real durante las 24 horas necesarias a la promulgación de una ley vetada por el monarca (sobre la cuestión del veto regio volveré más abajo). Ha sido una flagrante violación de la letra y el espíritu de la Constitución monárquica belga, y además un procedimiento ridículo que ha suscitado el descontento y hasta la mofa de muchos. Sea como fuere, no sólo nada prueba que en España pasarían las cosas así, sino que todo conduce a suponer lo contrario, por el principio mismo que anima e inspira a toda la Constitución española de 1978. El rey de los belgas no tenía ni tiene ningún título a ocupar la corona de ese estado que no proceda de la propia Constitución belga; no era heredero legítimo de ninguna dinastía; ni lo conceptúa como tal la Constitución belga; ni nadie lo pretende; ni la Constitución belga remite para nada a ningún orden supraconstitucional en el que prevalecería la autoridad del monarca; ni esa Constitución ha sido sancionada por el monarca, ni por ningún antepasado de éste. Ya sabemos que todo lo contrario sucede con nuestra presente Constitución. De ahí que no sirva de nada como argumento el invocar el precedente de lo recientemente sucedido en Bélgica.
Tampoco vale invocar (ni nadie lo ha hecho, por otra parte) el que las Cortes declarasen la locura momentánea de Fernando VII en 1823, ante el avance de la invasión francesa de los cien mil hijos de San Luis, que venían a restaurar la plenitud del poder monárquico. Fernando VII no estaba loco, pero las Cortes pueden siempre decir que sí, o que el día es noche. En una situación así se salva una apariencia de legalidad con una mentira. Cosas de ésas pueden pasar con cualquier régimen; pero nadie nos puede hacer creer que, porque pueden pasar, y gracias a ello, esta Constitución establece una cortapisa al poder real. Porque, en ese sentido, cualquier regulación permite cualquier cosa, con tal de que se mienta suficientemente. (Nadie pensará que, diciendo esto, estoy criticando la declaración de nuestros liberales de 1923, ¿verdad? Sólo que a triquiñuelas así se ven llevados quienes quieren conciliar la libertad del pueblo con el poder monárquico. Más precavidos –y menos entusiastas de la libertad–, los autores de nuestra actual Constitución ha previsto expresamente que, en caso de conflicto, prevalezca incondicionalmente la autoridad regia.)
Es más, el tenor del artículo 59.2, aunque muy vago, da a entender que la iniciativa de la inhabilitación le corresponde al propio monarca: sería él quien se inhabilitaría (y el reflexivo ahí no puede ser una pasiva pronominal, porque ésta en nuestro idioma no se usa –al menos no en lenguaje correcto– para sujetos de persona, sino sólo «de cosa»: «Se regalan plátanos», pero no «Se matan comunistas», sino «Se mata a los comunistas» –salvo en el sentido del «se» recíproco o reflexivo, p.ej. que los comunistas se suiciden). A las Cortes les toca meramente reconocer esa inhabilitación que el monarca tome la iniciativa de declarar con respecto a sí mismo.
Pero es que, aunque todo ello no fuera así –que sí lo es–, la inhabilitación no podría conseguir que prevaleciera la voluntad popular –ni siquiera entendiendo por tal la de la representación parlamentaria– por sobre la de los miembros de la casa real. Porque supongamos que el monarca da un mandamiento sin el refrendo previsto por el artículo 64.1. Y supongamos que las Cortes juzgan y declaran que, haciéndolo, se ha inhabilitado (aunque es seguro que nunca declararían cosa tal, pues no faltaría nunca una abrumadora mayoría de diputados y senadores que alegaran, con sobrada razón por lo demás, que esa declaración sería atentatoria contra la letra y el espíritu de la Constitución). Entonces el rey seguiría reinando, pero no ejercería autoridad; ejerceríala el regente: éste sería, si fuere mayor de edad, el príncipe heredero. Supongamos que éste ratifica el mandamiento del reinante. ¿Se inhabilita por ello? Nada dice la Constitución sobre la inhabilitación del regente. Y, mientras no esté nombrado un regente ni esté ejerciendo su plena autoridad el rey reinante, no puede promulgarse ley alguna, ni expedirse ningún decreto, ya que todo eso corresponde al rey (artículo 62, sobre el cual volveré más abajo); o, en ausencia del mismo, al regente, que, sin embargo, sólo puede ejercer su autoridad en nombre del rey (artículo 59.1). Pero, así y todo, supongamos que también se inhabilita el regente. Éste no puede ser destituido, ya que la destitución del rey o del regente sería contraria a la Constitución, que para nada prevé cosa semejante. Pero es que, aunque sí pudiera declararse la inhabilitación del regente, se pasaría, según lo dispuesto por el artículo 59.1, «al pariente mayor de edad má s próximo a suceder en la Corona, según el orden establecido en la Constitución». Conque, si todos ellos ratifican, uno tras otro, el mandamiento real, no hay escapatoria, salvo la de, tras haber agotado toda la parentela, proceder, según el artículo 59.3, al nombramiento por las Cortes de una Regencia colectiva. Pero es seguro que no se llegaría a eso, pues están de por medio las numerosas ramas de la familia borbónica; y pasarían años y años y años en las gestiones de nombramiento de uno de sus miembros como regente, proclamación del mismo, ratificación por él del contencioso mandamiento real, supuesta inhabilitación del regente y vuelta a empezar. Al cabo de varios siglos no se habría conseguido anular dicho mandamiento.
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jueves, 4 de febrero de 2016

EL ESTADO ESPAÑOL, ¿DEMOCRÁTICO?


 
REY REINANDO CON EL MAZO DANDO. UN ANÁLISIS DE LA MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978
 
2/7
Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016
Sumario

 Consideraciones Preliminares
  1. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  2. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  3. El poder real y la necesidad del refrendo
  4. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  5. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  6. El poder constituyente del soberano
  7. Conclusión
Apartado 2.– El carácter parlamentario de la Monarquía española
Podría resultar curioso que, cuando la Constitución delimita tan claramente el orden intraconstitucional, de vigencia circunscrita, temporalmente limitada –y, aun para ese período, siempre supeditada al principio jurídicamente más alto de una norma superior, que es la legitimidad histórica encarnada en la Monarquía y en la supremacía del poder real–, subordinándolo sin tapujos al orden supraconstitucional, que está por encima de los avatares y vaivenes de constituciones alterables y de regímenes políticos, juzgue empero necesario matizar la declaración según la cual España [intemporalmente] es una Monarquía con el adjetivo «parlamentaria». Se han propuesto diversas lecturas. Una de ellas es la de que esa declaración de la Constitución (su artículo 1.3) es la conyunción de dos enunciados, a saber: 1º «La forma política del estado español es la Monarquía»; 2º La Monarquía española es parlamentaria». Si admitiéramos una línea semejante de interpretación, podríamos pensar que, mientras el enunciado 1º es el que define a España como supratemporalmente monárquica, el 2º tendría una aplicación limitada al período de vigencia de la presente Constitución; entonces, más que rezar del modo indicado, ese enunciado 2º habría de ser de este tenor: «La Monarquía española viene, por la presente Constitución, configurada como parlamentaria». Lo inalterable y consustancial con España como entidad histórico-política sería el poder real, no su modalidad parlamentaria.
No creo que sea de descartar esa lectura. Evidentemente, llegado el caso se invocará la misma para justificar un eventual abandono de las formas parlamentarias, al menos en su presente versión constitucional. Sin embargo, no me parece que sea exactamente ésa la intención de nuestros constituyentes del 78. Antes bien, juzgo que la enfática declaración que encierra en artículo 1.3 expresa la visión que de España tienen tanto los redactores del texto cuanto el promulgador y sancionador del mismo –que no es otro que el monarca en persona. Esa visión es la de que España es, por encima de las vicisitudes y constituciones que van y vienen –y salvados los dos cortos períodos republicanos– una Monarquía parlamentaria. Es, ha sido y será. A tenor de ello, tan parlamentaria es la Monarquía española bajo Isabel la Católica, o bajo Enrique el de las Mercedes, o bajo Carlos III, como lo sea bajo el actual monarca. No es que esa parlamentariedad se ejerza de la misma manera, no. Ejércese de un modo u otro según los regulamientos constitucionales que, en cada circunstancia histórica, han sido o serán sancionados y promulgados por el monarca reinante, en aras del mayor bien de la Monarquía hispana. Pero siempre se trató y se tratará de una Monarquía parlamentaria.
Pero ¿cómo puede ser eso? ¿No está claro que, además de que las viejas Cortes generales de los reinos hispanos no eran parlamentos en el sentido de esta palabra corriente en nuestro siglo, durante largos períodos y hasta de luengos reinados enteros no se reunieron ni una sola vez? ¿No está claro que, cuando sí se reunían, tenían poderes limitadísimos, casi poco más que consultivos? ¿No está claro que no eran elegidas con libertad de candidaturas políticas, de campañas electorales?
A tales preguntas hay que contestar como sigue. Siendo el carácter de Monarquía parlamentaria, según la Constitución, algo permanente y por encima de los cambiantes regímenes, la cualidad de lo parlamentario a la que se refiere el artículo 1.3 ha de entenderse, no desde una pauta preconcebida al margen del texto, ni menos todavía desde el prejuicio de las prácticas parlamentarias del siglo XX, sino desde la literalidad misma del texto y desde las ideas de los inspiradores y redactores, como Fraga Iribarne. Conque la parlamentariedad en cuestión es perfectamente compatible con el que las Cortes sean elegidas de una u otra manera, precedidas o no por campañas electorales libres, con pluralidad de candidaturas o sin ella. Compatible es también con que tales Cortes tengan mayor o menor poder. E incluso con que no se reúnan durante decenios. Basta, para que sea –en el sentido del artículo 1.3– parlamentaria la Monarquía con que exista una institución que sean las Cortes generales del reino, revestida en principio de ciertas facultades –como la de asesorar al monarca y transmitirle súplicas de sus vasallos–; institución que de algún modo, por uno u otro procedimiento, resulte de elecciones de una u otra índole. Y en ese sentido es verdad que la Monarquía hispana ha sido siempre parlamentaria, pues hasta los reyes más absolutos y absolutistas, como Carlos III, se abstuvieron de abrogar las leyes que reconocían algún tipo y grado de existencia a la institución representativa que serían las Cortes, aunque en la práctica no las convocaran. Es más, tanto la Constitución de Cádiz del 19-3-1812 como el Estatuto Real promulgado por la Reina Mª Cristina el 10-4-1834 se presentaban: la primera como una nueva versión, o refundición, de «las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompa ñadas de las debidas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento»; el segundo como un «restablecer en su fuerza y vigor las leyes fundamentales de la Monarquía» y como mera aplicación de lo dispuesto por las Partidas. Así que la caracterización de la Monarquía hispana como parlamentaria, en ese sentido lato, refleja, no sólo la visión particular de nuestros constituyentes de 1978, sino, en cierta medida al menos, también la de sus precursores liberales de la primera mitad del XIX. Otro asunto es el de la sinceridad, y otro más el de cuán precursores hayan sido aquéllos de éstos. Cabe sospechar que los redactores de la Constitución de Cádiz pusieron en su Preámbulo esa frase para aplacar a los serviles, pero sin convicción. Y los inspiradores de la vigente Constitución seguramente son, en su mayoría, más descendientes políticos e intelectuales de los serviles que de los liberales, toda vez que la Constitución de Cádiz, salvo en su preámbulo, no define a España como Monarquía, sino que a lo largo de su Título I habla en términos independientes de cuál sea la forma de gobierno, y hasta el artículo 14 (en el cap. III del Título II) no hace referencia a la Monarquía; cuando lo hace es con esta fórmula, tan comedida: «El Gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria». Una estipulación carente de énfasis, colocada entre otras, como una disposición particular tan revisable como cualquier otra, y que se limita a prescribir, para el período de vigencia de la Constitución –es más, para aquel período en que ésta no haya venido enmendada– una mera forma de gobierno, lo cual es muy diferente de una forma política de l estado. Conque, a pesar del preámbulo, el monarquismo de los liberales de 1812 era infinitamente menor que el de los redactores e inspiradores de la Constitución de 1978. Así y todo, los últimos no han dejado de tomar a los primeros como modelo suyo, al menos en cuanto les convenía.
Los panegiristas de la vigente Constitución y de la Monarquía borbónica quieren persuadirnos de lo contrario. Desean ellos presentar una imagen muy otra del espíritu y de la letra de la Constitución. Porque, si lo por ésta garantizado como permanente e inalterable forma política del estado español es una Monarquía parlamentaria, así entendida, entonces esa garantía no conlleva ninguna exclusión del absolutismo despótico de los primeros Borbones, Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III, que suponía una concentración de todos los poderes en la persona del rey. Dándose cuenta de ello, y deseosos de que no se vean las cosas así, esos apologistas arguyen que lo de «parlamentaria» ha de entenderse, en el artículo 1.3, desde el transfondo del carácter democrático de la Constitución y del régimen político que ésta viene a implantar. Alegan que el Preámbulo de la Constitución de 1978 habla enfáticamente de convivencia democrática y del establecimiento de una sociedad democrática avanzada. Aducen también que cada declaración del texto constitucional ha de leerse desde el espíritu de los regímenes democrático-parlamentarios contemporáneos, en el marco de los cuales deseaban que pasara a estar España los autores de la Constitución. Es difícil ver en tales alegatos otra cosa que meras peticiones de principio, ya que suponen lo que se trata de demostrar. Respondo a esos argumentos punto por punto.
Las declaraciones del Preámbulo no tienen ningún carácter vinculante, sino que son meras exposiciones de motivos para redactar el texto constitucional, o sea: expresan las razones que han llevado a sus redactores a elaborarlo y proponerlo a la sanción y promulgación regias. Los autores de ese texto han querido así decirnos por qué ellos han redactado, para que tenga vigencia en esta fase, esa regulación o reglamentación particular de lo permanente del estado español (la Monarquía parlamentaria), ese conjunto de cláusulas, en vez de otras. Naturalmente, para hacerlo han tenido en cuenta las ideas hoy corrientes sobre cómo ha de funcionar y para qué debe servir el estado. Pero tales ideas no pretenden hacernos creer los constituyentes que sean válidas eternamente, ni que su aceptación sea consustancial con la existencia del estado español, mientras que sí lo es, en cambio, el que éste sea una Monarquía. En resumen, el Preámbulo es una exposición de motivos de la redacción de aquello solo que los autores se juzgan en capacidad de disponer; y entre ello no figura la existencia de España, ni lo consustancial con la misma, que sería la Monarquía parlamentaria; esto último la Constitución se limita a acatarlo, inclinándose ante ello, como ante una instancia jurídicamente superior; eso es lo que hace por el artículo 1.3.
Tampoco es correcto el otro argumento, a saber que ha de leerse cada enunciado de la Constitución desde el espíritu de los modernos regímenes parlamentarios y desde las prácticas en ellos comunes. Porque, al revés, la Constitución distingue y deslinda con meridiana claridad los dos órdenes, el intraconstitucional –que, efectivamente quiere atenerse, más o menos, a esas prácticas– y el supraconstitucional y permanente, que está por encima, cual corresponde a lo que [intemporalmente] es la forma política del estado español. Así pues, al reconocer a esta Forma un rango jurídico superior y más vinculante, el artículo 1.3 ha de leerse, no desde las prácticas corrientes de regímenes parlamentarios actuales, sino desde la concepción de España de los legisladores de 1978, como el ya citado Manuel Fraga Iribarne.
No sólo, pues, no hay por qué supeditar la interpretación del artículo 1.3 al espíritu democrático, sino que, más bien al revés, hay que entender éste, según lo concibe el texto constitucional de 1978, como enmarcado, ceñido y circunscrito por la visión del estado español que viene expresada en el artículo 1.3. La democracia que se prevé y se articula en la Constitución es una democracia que puede existir tan sólo en tanto en cuanto se dé dentro de la Monarquía parlamentaria; y, por supuesto, sólo hasta donde el Titular del estado juzgue oportuno mantener esa Constitución y no se haya producido ninguna crisis grave dentro de ella que lo lleve a preferir una mutación de ordenamiento constitucional en aras del bien y de la conservación del estado español, según lo concibe la Constitución, o sea del bien y de la conservación de la Monarquía.
Es más, como el artículo 1.3 enuncia que la forma del estado español es la Monarquía parlamentaria (en vez de decir que España se constituye en Monarquía parlamentaria, o que esa forma política será la Monarquía parlamentaria, o incluso que la forma de gobierno es la Monarquía parlamentaria –todo el mundo sabe que las formas de gobierno son variantes y ocasionales), y como, obviamente, está hablando de la Monarquía hoy existente en nuestra Patria, y de ella dice que es parlamentaria y que es la Forma política del estado español, resulta palmario que, si se usara ahí el término «parlamentario» en la acepción que quieren darle los adalides y ensalzadores del régimen borbónico, se estaría diciendo una falsedad tremenda, a saber: que esa Monarquía es y era, en tal sentido, parlamentaria ya en el momento en que se estaba redactando el texto constitucional, y hasta en el momento de la entronización del monarca. Y, sin embargo, todo el mundo sabe que cuando se produce tal entronización, en noviembre de 1976, España vive bajo el régimen fascista de partido único (el «Movimiento Nacional»), régimen que no cesa entonces, sino que se mantiene hasta que va siendo reformado primero y reemplazado después por el régimen parlamentario actual. Y ¿quién puede creerse que nuestros constituyentes del 78 hayan proferido una falsedad tan descomunal? ¿A quién iban a engañar? ¿No sabíamos todos cómo estaban las cosas? Por el contrario, la declaración expresada por el artículo 1.3 es verdadera si entendemos, en ella, el adjetivo «parlamentaria» en ese sentido lato, pues, en tal sentido, ni siquiera el ordenamiento fascista implantado y legado por Francisco Franco era imparlamentario, al menos desde la llamada Ley de creación de las Cortes españolas del 17-7-1942. El parlamentarismo que, en ese orden supraconstitucional, nos prometen y garantizan nuestros legisladores del 78 no excluye, pues, un sistema como ése del consejo del Reino y demás tinglado franquista.
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miércoles, 3 de febrero de 2016

EL ESTADO ESPAÑOL, ¿DEMOCRÁTICO?


 
REY REINANDO CON EL MAZO DANDO. UN ANÁLISIS DE LA MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978
 
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Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016

Sumario

Consideraciones Preliminares
  1. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  2. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  3. El poder real y la necesidad del refrendo
  4. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  5. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  6. El poder constituyente del soberano
  7. Conclusión

Consideraciones Preliminares
Los ditirambos al régimen borbónico que a diario tenemos que aguantar nos lo suelen presentar como republicano de hecho, sólo que teniendo en el vértice a Alguien que, jugando sin embargo un papel meramente decorativo, promueve todo lo bueno y sano de la Nación, ya que, en inigualable adagio de uno de esos hombres de Palacio, nada español le es ajeno [al Rey]. No sé cuán ajeno le será el republicanismo de quien esto escribe, español por los cuatro costados. En todo caso, mi propósito en las páginas que siguen no es el de argumentar a favor de mi republicanismo, sino tan sólo mostrar que, cualesquiera que sean sus otros vicios o sus presuntas virtudes, la monarquía configurada en la Constitución hoy en vigor –la de diciembre de 1978– dista de reducir la potestad del soberano a la de una figura decorativa. Decore o no, posee, a tenor de esa Constitución, un enorme poder, según lo vamos a ver en estas páginas.
Apartado 1.– La monarquía, Forma perdurable del Estado español
El núcleo de la vigente constitución es, evidentemente, el artículo 1, pero dentro de él lo es el apartado 3. Por otro lado, ese artículo 1 ha de ser leído en conexión con todo el Título II de la Constitución, que es el «De la Corona», toda vez que define a España como una monarquía parlamentaria (inútil precisar: sustantivo: monarquía; adjetivo: parlamentaria).
Conviene reflexionar sobre los verbos mediante los cuales se expresa ese artículo 1 de la Constitución. Mientras que el apartado 1 del mismo afirma que España «se constituye en un Estado social y democrático de derecho», el apartado 3 reza así: «La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria». Es obvio que nuestros constituyentes de 1978 son personas suficientemente instruidas como para saber usar las palabras con su sentido propio. Una cosa es que una cierta entidad se constituya en esto o lo otro, otra que ella sea esto o lo otro, o que su forma sea así o asá. Mientras que lo que se constituye en eso o lo otro no lo era antes de constituirse en ello, lo que es de cierta forma (o aquello cuya forma es así o asá) lo es independientemente de cualquier acto constituyente, de cualquier decisión de constituirse de un modo u otro. La intención es palmaria: España es, por encima de las vicisitudes, de los cambios de régimen político, una monarquía parlamentaria; tal es la forma del Estado español, o sea de la organización política de España, según la Constitución. Así pues, cualesquiera que sean las decisiones de una u otra generación de españoles, lo inalterable, lo permanente, lo consustancial con España como entidad política, a través de los siglos, es el ser una monarquía parlamentaria; al paso que el que esa monarquía parlamentaria que es España venga constituida en Estado social y democrático de derecho que propugne como valores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (todo ello a tenor del apartado 1 del artículo aquí considerado) es fruto de una decisión ocasional de esta generación de españoles, y por lo tanto es un accidente de vigencia transitoria, válido tan sólo como modulación interina de la forma permanente del Estado español, para el período, históricamente limitado, en que prevalezcan las decisiones y los valores de la presente generación. Tal es, clarísimamente, el sentir de nuestros constituyentes del 78. (Otra cosa es cuán de acuerdo estemos o dejemos de estar con esa idea.)
Así pues, desde su mismo arranque, la Constitución remite a un orden superior al que ella viene a regular; un orden de supralegalidad, un orden de entidad política que es la naturaleza misma de España como entidad histórico-política, revestida por su forma propia e inalterable que es la monarquía (luego veremos hasta dónde compromete o restringe el adjetivo calificativo de «parlamentaria»). Evidentemente la Constitución se ciñe así a regular un ordenamiento históricamente transitorio, provisional, de lo permanente y consustancial a España; al hacerlo, sienta las bases de un orden jurídico, pero a su vez ella descansa en un cimiento más profundo, firme y estable, que es España como entidad histórico-política revestida de su forma monárquica. El orden jurídico regulado desde la Constitución remite, pues, a un orden histórico-político más básico. Lo cual significa que, cualquiera que sea el valor jurídico fundacional de la Constitución, el orden jurídico global de España –según la propia Constitución– remite siempre en último término a una norma superior, supraconstitucional, a saber: a la existencia misma del Estado español, revestido de su forma, la monarquía [parlamentaria].
Que ello es así viene confirmado por el estudio del Título II, según lo indicaba más arriba. Y es que, cuando la Constitución, saliendo de su Título Preliminar –generalidades– y de su Título I («De los derechos y deberes fundamentales» de los españoles, o sea: un tratamiento, no del propio Estado, sino de sus miembros, aunque sea en relación con él), empieza a hablar del Estado mismo que es España, de su organización a tenor de la propia norma que aspira a ser el texto constitucional, lo primero que hace es, ante todo, remitir de nuevo a un orden supraconstitucional, a un orden de realidades permanentes al cual estaría supeditada la Constitución misma. En efecto, el artículo 57.1 comienza así: «La corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica». Por su parte, el artículo 56.1 (el primero del Título ahora estudiado) dice enfáticamente: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».
Esos asertos constituyen lo principal de la Constitución, el meollo de toda ella, y marcan la pauta interpretativa a la que me remitiré a lo largo de todo este artículo, así como sin duda ninguna aquella a la que se remitirán también las autoridades y el poder judicial cuando proceda desentrañar la genuina significación de lo dispuesto por la Constitución (quizá, precisamente, cuando toque pasar del orden intraconstitucional cuya raíz es esa norma a otro orden constituyente, retrotrayéndose en el ínterin toda fuente de poder a la única autoridad permanente, la única que está por encima de las vicisitudes y variaciones de los regímenes; o sea: cuando toque devolver toda la responsabilidad de la conducción del Estado al orden de legitimidad permanente y supraconstitucional al que expresamente se remite la propia Constitución como algo más alto y a lo cual ella misma explícitamente se supedita). Cabe, pues, examinar con cuidado tales asertos.
Lo primero que merece destacarse es el artículo 57. Igual que los otros principios básicos de la Constitución, lo que ahí se afirma viene presentado, no como estipulaciones, sino como enunciados de hecho. La redacción de la Constitución es, en este punto (y en muchos otros también, desde luego), de encomiable claridad. Con maestría (si digna o no de mejor causa, júzguelo el lector) saben nuestros constituyentes distinguir entre mandamientos constitucionales y reconocimiento de situaciones de hecho, cuya existencia y cuya vigencia la Constitución se limita a exponer, remitiéndose a ellas como instancias superiores. Lo que así la Constitución, en vez de regular con sus mandamientos, se circunscribe a reconocer será eso, una situación de hecho; pero también una situación de derecho, una instancia jurídica ante la cual se inclina la propia constitución, al reconocerla; reconocimiento que es, pues, un expreso acatamiento a ese orden supraconstitucional. Ese es el tenor, p.ej., del citado artículo 57.1. No se ordena en él que sea hereditaria la corona de España en los herederos del actual monarca, sino que se dice que lo es. Es el reconocimiento de una situación histórico-jurídica superior, de rango más alto que la propia Constitución, la cual, así, tiene facultad de constituir sólo dentro de los límites impuestos por la existencia permanente de la situación aludida. Que ello es así en el espíritu de nuestros constituyentes del 78 lo revela –si alguna duda cupiera– el final de la frase, que dice que el actual monarca es «legítimo heredero de la dinastía histórica». Quien afirmara que ese aserto es una disposición estaría diciendo algo peregrino. Si fuera una disposición, una orden, entonces su sentido sería és te: «Sea D. Juan Carlos heredero legítimo de la dinastía histórica». Como hubiera podido mandarse que lo fuera Juan Pérez Alvarez, vecino de Corral de Gallinas. Es decir, se estaría mandando que tal persona en particular posea tal cualidad, a saber esa que recibiría la denominación de «heredero legítimo de la dinastía histórica». La posesión de tal cualidad arrancaría entonces de la entrada en vigor de la norma. No podría ser retroactiva (pues, aparte de que la no retroactividad es un principio jurídico universal, expresamente la Constitución estipula, en su artículo 9.3, la no retroactividad «de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales»; y es obvio que el investir a un aspirante en desmedro de otros es desfavorable para los últimos; ahora bien, otros aspirantes los hay, incluso un número de parientes del monarca actual, quienes por su parte se consideran a sí mismos como herederos legítimos de la dinastía). Si no es retroactiva, la posesión de la cualidad en cuestión empezaría a darse sólo después de la entrada en vigor de la propia Constitución, o a lo sumo en el mismo instante (si es que esto último es posible, en lo cual no entro aquí). El monarca, pues, sólo empezaría a reinar tras la promulgación de la Constitución, o sólo empezaría a reinar legítimamente entonces. Pero eso va en contra tanto del texto explícito de la Constitución cuanto del proceso y el procedimiento de su promulgación. Como luego veremos, la Constitución entra en vigor por la sanción regia, o sea por la autoridad que le confiere, promulgándola, quien –según el texto de la propia Constitución– está revestido de un poder superior, que lo capacita p ara sancionar o dejar de sancionar esa Constitución u otras, a tenor de las vicisitudes, de los cambios coyunturales y de la conveniencia de España, según su saber y entender.
Descartada, pues, la obviamente inaplicable lectura del artículo 57.1 como un mandamiento o una disposición, queda la única alternativa, a saber: que es el reconocimiento de una situación previa y anterior a la Constitución. Ahora bien, no es el reconocimiento de una situación meramente de facto, en el sentido de algo independiente del orden jurídico, ajeno a él (como lo sería el de que el archipiélago balear comprende siete islas), sino el de una situación jurídicamente vinculante, poseedora de vigencia superior a la de la Constitución misma. De ahí que se califique al monarca de heredero legítimo de la dinastía histórica. En esas palabras hemos de meditar. El monarca es heredero, esa herencia es legítima, y es la herencia [legítima] de la dinastía histórica.
Que el monarca es heredero quiere decir que su condición de monarca emana, no de la Constitución, sino de un orden previo, anterior y que, al venir reconocido por la Constitución, es expresamente aceptado como un orden superior jurídicamente. No serán sólo los sucesores de este monarca quienes sean herederos del mismo, como, p.ej., al entregar en 1871 las Cortes españolas a Amadeo de Saboya la corona de España, proclamaron que sus sucesores, de él descendientes, serían herederos legítimos del trono español. ¡No! Ahora se trata de algo muy distinto: la Constitución, lejos de conferir ella misma rango alguno al monarca, se limita, con relación a él, a reconocerlo y acatarlo como autoridad, como detentador supremo del poder, en virtud de una norma superior, que no emana de la Constitución sino que está por encima de ésta y la precede, norma que rige la organización permanente del Estado español y la posesión del rango máximo dentro de ella. Que eso es así lo recalca el adjetivo «legítimo». Aun sin esta palabra, estaría claro el tenor de la Constitución: ésta se remitiría a una instancia superior a ella y cuyo depositario sería el heredero de la dinastía histórica, cabeza hereditario, pues, de la organización permanente de España como Estado. Pero a disipar cualquier posible duda al respecto viene ese adjetivo. La legitimidad indica a las clarísimas que la posesión por el monarca de ese rango lo capacita para el ejercicio supremo del poder y obliga a los autores de la Constitución a acatarlo y a redactar sus disposiciones ciñéndose a cualesquiera limitaciones que se deriven de la existencia de esa jefatura; que, si no, irían en contra del orden de la legitimidad. La legitimidad no la confiere la normativa constitucional, sino que al revés: ésta adquiere (lo veremos) su vigencia de la voluntad de quien está revestido de la legitimidad. A tenor de ese modo de ver las cosas –del cual está empapado el texto constitucional, y que aflora principalmente en el artículo 57.1–, sólo cabrá un orden constitucional vinculante en tanto en cuanto sea implantado por decisión del detentador hereditario legítimo de la jefatura del Estado y no mande cosa alguna que vaya en detrimento de la plenitud del ejercicio de esa jefatura.
Queda todavía por desentrañar el significado del complemento nominal: «de la dinastía histórica». El monarca ejerce la jefatura del Estado en virtud de su calidad de heredero legítimo; pero de heredero legítimo de la dinastía histórica, lo cual nos retrotrae a lo que veíamos más arriba sobre la entidad histórica permanente de España como monarquía: España es, según la Constitución, un Estado, surgido en la historia, y cuya entidad misma tiene una forma que es la monarquía, una monarquía hereditaria, en la cual es depositaria del poder una dinastía y, dentro de ésta, lo es el heredero legítimo. Así, la realidad de España es la existencia de una nación cuyas condiciones de identidad o individuación estriban en la organización monárquica y en que sea depositaria del poder una familia dada, llamada «dinastía» (que es histórica en eso y por eso: porque su vinculación a la jefatura o mando supremo es consustancial con la propia existencia histórica de España).
A tenor de esos principios básicos, del reconocimiento de esa situación, jurídicamente vinculante, de rango superior, la Constitución todo lo que puede hacer, todo lo que se puede autorizar a sí misma a hacer, es modular, articular, reglamentar el funcionamiento ordinario del Estado; de un Estado cuyas bases de legitimidad escapan a su control o a sus imperativos (mientras que, por el contrario, ella no escapa al control de esa legitimidad, sino que adquiere vigencia –y la conserva– sólo en tanto en cuanto tal sea la voluntad del depositario de la legitimidad histórica, quien nunca perdería esa legitimidad, a la cual está supeditada –según hemos visto– la legalidad constitucional, en el caso de que determinadas circunstancias lo llevaran a él, autoridad suprema, a reemplazar esta Constitución por otra más adecuada entonces a la permanencia de España y de su forma política inalterable, la monarquía).
Y vemos, de conformidad con eso, en qué términos se expresa el citado artículo 56.1 de la Constitución. Dícese ahí que el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento regular de sus instituciones; y que asume la más alta representación del Estado. Aquí hay que contrastar el «es» con el «asume». Lo que el monarca viene reconocido como siendo es algo que él es por encima de la Constitución. No estipula ésta que tal persona sea jefe de Estado. La posesión por ella de tal calidad no se genera con la Constitución, no emana de ésta. Al revés, ese rango es reconocido y acatado por el artículo 56.1 como la existencia vinculante de una realidad de nivel jurídicamente más alto que la propia norma constitucional; eso que el monarca es (jefe de Estado, símbolo de la unidad y permanencia de España) es una cosa; otra el ejercicio de la autoridad que le compete a fuer de tal. Esto último es lo único que sí le confiere la Constitución, lo que la Constitución se reconoce a sí misma la capacidad de conferirle. No el ejercicio de la jefatura del Estado, sino las funciones mediante la ejecución de las cuales lleva a cabo tal ejercicio. Es más, se entiende que, al conferirle determinadas funciones (o más bien –y la elección del verbo por los autores de la Constitución no es arbitraria– al atribuírselas), la norma constitucional hace dos cosas a la vez: de un lado, mandar que nadie estorbe el desempeño de tales funciones por el monarca; de otro lado, prescribir a éste qué otras funciones no está autorizado a realizar. Sin embargo, el primer mandato es de índole muy diferente de la segunda prescripción. Y es que, como el monarca posee una autorida d que no emana de la Constitución –sino que es anterior y superior a ella–, y como la Constitución remite a un orden de legitimidad de rango jurídico más alto (un orden consustancial con la existencia misma de España como Estado histórico, un orden por encima de las constituciones sucesivas resultantes de circunstancias coyunturales), tenemos que, mientras el mandamiento de que nadie estorbe el ejercicio de las funciones regias es algo que la propia Constitución reitera, pero que no se origina con ella, sino que procede de la existencia misma de la Jefatura hereditaria (ya que no puede existir jefatura alguna cuya mera realidad no conlleve un mandamiento de que se sujeten a ella aquellos sobre quienes tal jefatura esté llamada a darse), en cambio el prescribirle al monarca tales o cuales limitaciones al desempeño de funciones de jefe de Estado ha de entenderse como una disposición que tiene la poca o mucha fuerza de obligar que se piense o se desee que tenga sólo para el período, históricamente limitado, de aplicación o vigencia de esa Constitución; y aun eso sólo en tanto en cuanto no venga con tales limitaciones conculcado o socavado el principio mismo de legitimidad histórica al que expresamente se supedita la Constitución. En caso, pues, de conflicto de interpretaciones, habrá de prevalecer la autoridad real. Y, desde luego, la experiencia dice que tales conflictos no dejan de darse. No se trata, pues, de ningún supuesto meramente hipotético.
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martes, 2 de febrero de 2016

LA CORRUPCIÓN PERIODÍSTICA ES PREVIA E IMPRESCINDIBLE PARA LA "CORRUPPCIÓN" POLÍTICA Y ECONÓMICA


 

"Antena 3" y Venezuela
La necesidad de una democratización del poder de los medios de comunicación

 

Rebelión
01.02.2016

Una vez más se hace evidente como la mayoría de los medios de comunicación españoles, vinculados a los poderes fácticos, acaban dirigiendo hacia dónde debe "debatir o razonar" la sociedad en los bares, paradas de trenes o en las comidas de casa, además de dirigir parte las órdenes del día de las instituciones políticas; desde secretarios de partidos, parlamentarios a militantes de base. Un ejemplo fue la nota manipulada del pasado 20 de enero por parte del noticiero del canal de Antena 3, medio audiovisual de la millonaria corporación privada Atresmedia, que emitía los supuestos "vínculos" de Venezuela con PODEMOS, la CUP, y ETA. Nota que hacía reflejar la realización de un supuesto viaje "secreto" de líderes políticos, periodistas e intelectuales, asociados al independentismo catalán, vasco o con la fuerza estatal de Podemos, a la capital venezolana. Esta nota, que dio el toque de clandestinidad sin serlo [1], poco informó de la transparencia de los asistentes a su visita a Caracas por el X Encuentro de la "Red de Intelectuales, artistas y movimientos sociales en defensa de la Humanidad".
Lo importante aquí no es sólo si Antena 3 manipuló (que es más que evidente) o dijo la verdad, si el chavismo financia la CUP, Podemos y ETA (que es más que mentira), o un sin fin de posibles argumentaciones. Lo importante de este fenómeno social comunicativo es que los medios, manipulando o no, deciden sobre que debemos debatir en la sociedad. Ese 20 de Enero muchas cosas pudieron suceder en España (manifestaciones medioambientales contra grandes empresas, protestas contra desahucios, alguna que otra corrupción municipal, o batalla sindical,...) o en el mundo (alguna reunión diplomática de los países más poderosos, aprobación de algún decreto transcendental en la ONU, causas y consecuencias de la baja del petróleo, conflicto en Siria o Ucrania,...) pero no tuvieron ni una imagen en ese telediario como si lo tuvo esta nota tergiversada. Una decisión que produjo el mecanismo simple de crear una noticia con subjetividad política, generar en base a este mensaje debate social (saturación del tema en facebook, whats app, twitter, el vis vis, o muchos otros medios de comunicación,..), y finalmente tener que justificarse los actores viajantes protagonistas de esa noticia como hizo Anna Gabriel de la CUP [2] o María José Aguilar de Podemos Castilla la Mancha [3].
Ese objetivo de "justificarse" es un mecanismo muy utilizado por los medios del poder que ha llevado a la situación constante de que líderes de los partidos de la izquierda rupturista deban argumentar sus comportamientos organizativos, ya sean buenos o malos, mientras el establishment político del bipartidismo y la monarquía tienen vía libre para actuar sin justificarse al ser los actores dominantes del modelo hegemónico. Una situación que pone en evidencia el estrecho vínculo del poder político y económico con los medios de comunicación, dejando el mundo de la información con escasez democrática y plural.
Un primer ejemplo del vínculo poder político-económico y medios es cuando el primero decide cuando alguien es enemigo de la política nacional. Un ejemplo evidente fue el juego del ataque de los medios de comunicación a los partidos de izquierda con el caso de Irán. Podemos fue atacado constantemente por medios de comunicación sobre tener vinculaciones con el gobierno de Irán por ser financiado el programa de televisión de Pablo Iglesias, Fort Apache, por el canal internacional de Irán Hispan TV. Siendo en todo momento Podemos una cosa, proyecto político colectivo, y el programa otra muy diferente, proyecto profesional de Pablo Iglesias. Justamente cuando el bloqueo de la Unión Europea y los países del Consejo de Seguridad de la ONU hacia Irán se va extinguiendo tras los pactos del programa nuclear iraní (G5+1) el mismo gobierno español se acerca al gobierno persa para fortalecer comercio e inversiones bilateralmente. En los medios Irán ya no es un objetivo. El poder decide cuando un actor internacional es enemigo o amigo de la política española, y los medios reiteran la clasificación. Ahora ya no es noticia en los medios criticar a Podemos sobre Irán porque ya no es enemigo del poder español. Lo mismo sucede con el caso de Cuba y de China, dado que han aumentado las relaciones bilaterales y comerciales con España (visitas a estos países por delegaciones empresariales y autoridades del gobierno del PP) ya no son ejemplos mediáticos de ataque contra la izquierda en general. ¿Hubiera hecho Antena 3 lo mismo si el viaje en lugar de Caracas fuera a La Habana o Pekín? En definitiva, Podemos ha tenido que justificar constantemente su no relación política con Irán, algo que no tendrá que hacer ahora el establishment español una vez abiertos los canales bilaterales. El pragmatismo de la derecha se olvida de su historia y sus principios.
Y una segunda situación es, mientras los medios dan boom negativo de posibles vínculos internacionales de los partidos de izquierda se genera silencio, o incluso boom positivo, de los partidos del establishment. Los medios se inundan de la supuesto relación CUP-Podemos-ETA con Venezuela, a la vez que poco se habló de otros movimientos, muy denunciables, por parte del bipartisimo. Desde la participación del líder del PSOE, Pedro Sánchez, en el poderoso Club de Bilderberg que reúne herméticamente a los actores más opulentos de Occidente y causantes de la crisis internacional de 2008, o el vínculo del PP, y la misma monarquía española, con regímenes represivos autoritarios como Israel o Arabia Saudita. Poco acento mediático despectivo se le dio a la visita oficial del expresidente extremeño Alberto Monago con el expresidente de Israel Simon Peres en 2013, conociéndose en la comunidad internacional las violaciones constantes de Derechos Humanos contra el pueblo palestino.
A todo esto, la sociedad española no sólo necesita un cambio democrático en las estructuras económicas, políticas, y sociales, tras el desgaste del Régimen del 78, sino también la democratización, pluralidad, y la objetividad (con su correspondiente auditoria de la comunicación) en los medios de comunicación, tanto privados como públicos. Romper con la enfermedad social de que unas manos privadas o una élite nos digan que debemos debatir cada día (muchas veces con manipulaciones mediáticas como el ejemplo de Antena 3) según los objetivos políticos y económicos del Régimen. Y construir una alternativa democrática participativa que diferentes actores de la sociedad civil, como representantes de la pluralidad social, sean el consejo consultivo y auditor ciudadano de los medios que haga de "embudo democrático" en muchos de nuestros debates diarios en bares, redes, instituciones políticas, en casa o en el trabajo. Los medios de comunicación no están para decirnos como la Religión que es el Bien o el Mal (medio de control), los medios de comunicación deben ser espacios para que los actores plurales de una realidad Social construyan sus mismas realidades políticas (participación y debates).
Notas

 
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lunes, 1 de febrero de 2016

NOTA DE AGRADECIMIENTO DEL OJO ATIPICO A SUS LECTORES DE:

 

 
ALEMANIA
IRLANDA
FRANCIA
ESTADOS UNIDOS
VIETNAM
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 REPUBLICA DOMINICANA
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EMIRATOS ÁRABES
 
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