Este año hará cien
que nació Manuel Sacristán, probablemente el pensador de izquierda más
importante e influyente nacido en España. A lo largo del año aparecerán aquí,
con la ayuda de Salvador López Arnal, algunos textos suyos para celebrar tal
efeméride.
TOPOEXPRESS
España: el teatro bajo la tutela del régimen
El Viejo Topo
14 febrero,
2025
Artículo sobre la situación del teatro en la posguerra española publicado en la revista alemana Dokumente. Zeitschrift im Dienst übernationaler Zusammenarbeit, Agosto 1954, pp. 319-323, con el título: “Spanien:Bühne unter den Fittichen des Regimes [España: El teatro bajo la tutela del Régimen]”. Firmado como ‘Juan Manuel Mauri’, un pseudónimo que Sacristán había usado anteriormente en textos escritos al alimón con su amigo Juan Carlos García Borrón.
En carta de 14
de agosto de 1954, H. Ostertag, responsable de la editorial Herder de
Barcelona, agradecía su colaboración en los siguientes términos:
“Muy señor mío: Me es muy grato enviarle dos ejemplares del número 4 de
Dokumente (mes de agosto) que contiene su artículo sobre el teatro español. Al
hacer la traducción he introducido muy pocos cambios y puedo decirle que su
artículo ha encontrado gran interés en la Redacción de la revista y seguramente
lo encontrará también entre sus lectores. En cuanto a los honorarios, quedamos
tal como habíamos dicho; es decir, que he depositado en Alemania la cantidad de
50 (cincuenta) marcos -unas 500 pesetas- a disposición de Vd. para invertirla
en la compra de los libros que desee. En cuanto me indique los títulos, yo me
preocuparé de que lleguen a sus manos. Le reitero mi agradecimiento por su
colaboración y me ofrezco de Vd. afmo. amigo y s. s.”
La traducción
castellana de la edición alemana (no se ha podido localizar el texto original,
que no se encuentra entre la documentación depositada en BFEEUB) es de Marisol
Sacristán y Alejandro Pérez. Vera Sacristán Adinolfi fue quien encontró este
artículo largamente buscado.
Quien hoy desea
escribir abiertamente sobre el teatro español moderno tiene que contar con que
va a exponerse al fuego cruzado de una discusión encarnizada y va a ser víctima
de duros ataques. Ya poco después de la guerra civil empezaron las disputas
sobre el teatro en tono sorprendentemente mordaz. Expresiones como “la crisis
del teatro español” o “el triste final de nuestra tradición teatral” forman
parte del vocabulario cotidiano de todos aquellos que quieren defender la herencia
de Calderón o Lope. Unos consideran que desde 1939 no ha habido en España
ningún autor dramático de importancia, y que con ayuda estatal habría que
empezar a descubrir nuevos talentos. Otros atacan la sociedad española actual o
el régimen imperante, a los que acusan de obstruir el desarrollo de los
verdaderamente capaces. Todo aquel que en esta confusa situación quiere emitir
un juicio medianamente objetivo va a parar -lo quiera o no- a uno u otro de los
bandos enfrentados.
LOS VIEJOS AUTORES
El año 1939 transcurrió
sin que en España destacara un nuevo autor teatral de categoría. Los “viejos”
dominaban aún el teatro, por lo menos en tanto que la guerra civil los hubiera
sorprendido en la zona gobernada por Franco y siempre y cuando se les
considerara leales políticamente. Una excepción en el aspecto político fue la
constituida por Jacinto Benavente, Premio Nobel fallecido hace poco [1], el
cual durante la lucha vivió en la zona roja y escribió para quienes dominaban
en ella piezas filocomunistas. Ello no le impidió, sin embargo, ofrecer para su
representación tras la victoria de Franco la comedia Aves y pájaros,
una especie de drama reconciliador que permitió al escritor recuperar, también
dentro del nuevo régimen, su especial posición entre los dramaturgos vivos. El
hecho de que -mirándolo bien- la pieza fuera claramente mala se atribuyó
entonces a las condiciones bajo las cuales había nacido. Hoy sabe todo el mundo
que Aves y pájaros representa el primer síntoma claro del
declive irrefrenable de un gran talento dramático. También las siguientes obras
teatrales de Benavente -incluso la pieza Y amargaba, que tuvo gran
éxito- no son más que etapas de ese declive.
También
Federico García Lorca, prematuramente arrebatado a su pueblo en 1936 por su
trágica muerte, figura entre los “viejos”. Y eso no sólo por sus datos
biográficos, sino también por el estilo de sus obras, tanto por el “ruralismo”
de sus primeros años como, al final, por el puritanismo que aparece en la
severa forma de sus piezas tardías. Su último drama, La casa de
Bernarda Alba -nunca representada en España, y hasta 1952, en que se
publicó como libro [2], no dada a conocer al público- es un ejemplo
impresionante del más puro arte dramático, elaborado según normas formales que
hoy nos parecen exageradamente severas. La influencia de García Lorca sobre los
jóvenes dramaturgos españoles se ejerce en diversas maneras. Los autores de
provincias y -en la medida en que permanecen fieles a las normas tradicionales-
también los de la capital asumen el aliento cálido de su drama popular Yerma y
sobre todo de Bodas de sangre. Pero la generación joven, que se
propone ser moderna, sigue más bien la estilización severa de personas y
motivos que puede encontrarse en La casa de Bernarda Alba.
Alejandro
Casona, que emigró en 1939 a Sudamérica, no puede ser considerado bajo ningún
concepto como de la generación de los “viejos”. Aún se espera de él alguna
novedad creativa, a pesar de que su última pieza dada a conocer en
España, Los árboles mueren de pie [3], queda muy por debajo de
las obras escritas antes de la guerra civil. Es cierto que este drama muestra
de nuevo a Casona como un técnico extraordinariamente hábil, pero ni por la
forma ni por el contenido cabe esperar de él una influencia duradera sobre la
generación joven de autores.
Hace tres años
murió Eduardo Marquina, junto a Benavente el único dramaturgo entre los
“viejos” al que la guerra civil no obligó a emigrar (como a Casona) ni tampoco,
como a García Lorca o a Pedro Muñoz Seca, le llevó a la muerte. Marquina
permaneció fiel a su cuidado teatro histórico-poético modernista, y aún después
de 1939 estrenó dos piezas: La Santa Hermandad y El
estudiante endiablado. No tuvieron más que un escaso éxito de crítica.
Los restantes
“supervivientes” de esta generación de los “viejos” están hoy prácticamente
olvidados. Junto a las insípidas comedias recientes del antes furiosamente
aplaudido Carlos Arniches o del en su tiempo muy popular Antonio Paso -las
peores comedias que se han representado en España, triste degradación de la
rica tradición del país- están el necio teatro de un Torrado o el pseudoarte
monumental de un Pemán.
El presidente
de la Academia de la Lengua, José María Pemán, es hoy el principal protagonista
de la vida literaria oficial de España. Poeta sin demasiada sensibilidad
poética y hábil escritor sin talento creativo, ocupa esta importante posición
gracias sobre todo a su probada postura católico-conservadora en las
controversias político-culturales. En el terreno dramático, se ha presentado
últimamente con unas adaptaciones de las grandes tragedias griegas,
cuidadosamente trabajadas lingüísticamente, pero pobres desde el punto de vista
teatral. La crítica oficial ha acogido con entusiasmo este tipo de “sucedáneo
de teatro” para la alta burguesía, como muestra meritoria de “cristianización”
de las obras paganas de la Antigüedad.
Aún en este
contexto merece mención especial el novelista y dramaturgo humorístico-
satírico Enrique Jardiel Poncela, muerto en 1952. Sus piezas no siempre son un
modelo de perfección formal, pero por su filosofía de la vida están llenas de
ingeniosa ironía, son originales, están concebidas de forma muy personal y
señalan nuevas vías. Entre los “viejos” Jardiel Poncela podría ser uno de los
pocos que por lo menos desde el punto de vista literario pudiera decir algo a
la generación más joven de dramaturgos españoles.
LA DECEPCIONADA GENERACIÓN INTERMEDIA
Todavía en 1943
uno de los más conocidos críticos del país, Rodríguez de Castellanis, contaba a
autores como Calvo Sotelo, Ruiz de la Fuente o Buero Vallejo entre los modernos
autores de teatro. Hoy tal clasificación apenas se justifica, ya que por todas
partes empiezan a moverse fuerzas más jóvenes. En todo caso, podría designarse
a los citados dramaturgos -entre los cuales habría que contar también a López
Rubio, Juan Ignacio Luca de Tena y sobre todo Miguel Mihura- como de la
“generación intermedia”, como grupo de elementos mediadores entre “viejos” y
“jóvenes”. Todos tienen entre cuarenta y cincuenta años, han vivido la guerra
civil a menudo en las primeras filas, a su regreso se han sentido con
frecuencia injustamente ignorados y marginados, y hoy se aferran a la
resignación de los desilusionados. Sólo pocas obras de esos autores llegaron a
representarse, casi todas sin éxito notable y sin causar impresión en el
público. Podrían mencionarse Celos del aire, de López Rubio, hábil
y vivaz en la forma, pero sin fondo temático; El cóndor sin alas,
de Ignacio Luca de Tena, una pieza tendenciosa que minimiza los trágicos
sucesos de la guerra civil y que ha sido muy alabada por la crítica
oficial; Cuando llegue la noche, de Joaquín Calvo Sotelo, y El
gran minué, de Víctor Ruiz Iriarte, ambas de fina sensibilidad lingüística
y hechas con un buen olfato dramático.
Sólo dos
representantes de esta generación intermedia, Miguel Mihura y Antonio Buero
Vallejo, produjeron obras que servirían más tarde de estímulo y modelo a los
“jóvenes”. Miguel Mihura, el escritor humorista más importante de España
después de la guerra civil, demostró ser con su obra Tres sombreros de
copa un maestro de la comedia satírica. La pieza se encara
despiadadamente con el sentimentalismo romántico y la moral farisaica de la
pequeña burguesía de las ciudades españolas; conocida durante muchos años
únicamente por un pequeño círculo en torno al autor, no ha podido representarse
en público hasta hace poco y ha obtenido un gran éxito.
Con sus dos
obras, Historia de una escalera y En la ardiente
oscuridad, es Buero Vallejo el verdadero y único innovador del teatro
español de estos últimos años. La primera, una obra de teatro social con
fuertes efectos dramáticos, brillante escenificación y argumento acentuadamente
sencillo, se concentra en la construcción psicológica de los personajes, que
consigue ejemplarmente. Más profundidad de ideas ofrece la segunda obra de
Buero, aunque desde el punto de vista teatral se halle muy por debajo de Historia
de una escalera. En la ardiente oscuridad es la historia
de unos jóvenes ciegos que crecen en un asilo. Los directores de la institución
consideran que su principal deber es despertar en sus pupilos el optimismo y la
alegría de vivir.
Procuran
desembarazarse de todo lo que pudiera ser desagradable. Prohíben así a sus
jóvenes toda conversación sobre los aspectos desagradables de la vida, sobre el
crimen, la enfermedad y la muerte, y prohíben también bajo castigo pronunciar
determinadas palabras, como por ejemplo “ceguera”. Uno de los jóvenes que viven
en el asilo, Ignacio, es demasiado sutil y firme de carácter para tomar parte
en ese autoengaño decretado con la mejor intención. Llama a la resistencia
contra las órdenes de la dirección y lucha por el reconocimiento de la
desgracia en el mundo, desgracia que él considera que es la verdad de la vida.
Su lucha infructuosa desemboca en un final trágico. Más tarde se hablará de la
reacción en parte bastante significativa del público y de la prensa ante esta
obra, llena de analogías con la situación política de España.
LOS JÓVENES LO TIENEN DIFÍCIL
Los jurados de
los principales premios de teatro españoles –Premio Calderón de la Barca y
Premio Ciudad de Barcelona– tuvieron que examinar obras de más de noventa
autores jóvenes. Apenas la mitad de estos jóvenes dramaturgos es mayor de
treinta años; los menos llegarán a saber cómo se juzgó su pieza, y desde luego
no podrán contar con que se represente o se publique. Para conocer esas obras
habría que asistir a las lecturas que aquí y allá tienen lugar en los círculos
de amigos de los jóvenes escritores, o bien habría que lograr ser admitido como
asesor en uno de los citados jurados. Ambos caminos son fatigosos y además
difícilmente pueden conducir a la finalidad perseguida, que es la de formarse
una opinión objetiva.
Por lo demás,
muchos de esos autores figuran entre los “jóvenes” sólo por su edad, no por el
estilo de sus obras. En todo caso es notable que numerosos dramaturgos jóvenes
de provincias se presentaran a los premios convocados aún completamente a la
sombra de García Lorca o incluso de los hermanos Álvarez Quintero. Pero mucho
más numeroso es un grupo de autores de vanguardia que con sus obras quieren
renovar a fondo el teatro de su país. Se han desligado definitivamente de
García Lorca y su ruralismo y rechazan vigorosamente tanto la anticuada comedia
social al estilo de Benavente cuanto las piezas insípidas, rutineras y
tendenciosas de la mayoría de los representantes de la “generación inmediata”.
Buscan sus modelos entre los dramaturgos contemporáneos europeos y americanos.
En este último
grupo se encuentra hoy la gran esperanza del nuevo teatro español: Alfonso
Sastre, de menos de treinta años de edad, cuya obra más reciente, Escuadra
hacia la muerte, fue estrenada en 1950 por el Teatro Popular Universitario
de Madrid. Aún antes de que este brillante grupo pudiera comenzar su gira por
provincias ya programada, la censura estatal prohibió todas las demás
representaciones de la pieza. Como además se ha prohibido no sólo el estreno de
sus obras anteriores, sino también su publicación, el nombre del autor apenas
es conocido más allá de los reducidos círculos universitarios madrileños. Este
joven escritor de gran talento, que ha fundado en Madrid el club de teatro “La
vaca flaca”, sigue siendo uno de los autores más prometedores de su generación.
Escuadra hacia la muerte, una pieza de
aguda crítica contemporánea, alcanzó en sus pocas representaciones ante un
público en su mayor parte de estudiantes y críticos jóvenes un éxito resonante.
EL PÚBLICO
Una mirada a
las salas de los teatros españoles, a la composición sociológica del público
teatral, puede contribuir a redondear el panorama que aquí se esboza. Hay que
constatar en primer lugar un hecho importante: el obrero español ha dejado de
ir al teatro. Los toros, el fútbol o el cine han suplantado en su horizonte el
teatro, a pesar de que los precios de las entradas son comparativamente mucho
más altos. El movimiento de un teatro popular, creado por García Lorca a
finales de los años veinte para hacer llegar el teatro a la población de
provincias por medio de teatros ambulantes, fue poco duradero y hoy está
prácticamente olvidado. Así es que hoy en día en las ciudades queda como masa
que va el teatro -junto a unos pocos representantes snobs de “la sociedad”-
únicamente la pequeña burguesía, la cual, sin capacidad crítica propia, en
general hace suya por completo la opinión de los críticos de la prensa. Quizá
una excepción la constituyen aquí y allá quienes frecuentan los “Teatros de
cámara” [4], pequeños teatros privados que tienen que luchar con grandes
dificultades económicas y también a menudo se ven limitados en su libre
programación. Los más activos de estos teatros, el teatro del sindicato
universitario de Madrid y el teatro de cámara de Barcelona, han estrenado junto
a numerosas obras de autores extranjeros -O’Neill, Sartre, Thornton Wilder,
Tennessee Williams, Arthur Miller- también, aunque más raramente, piezas poco
representadas de autores clásicos y de escritores jóvenes españoles. Su
público, insignificante en número y proporción respecto del restante público de
teatro, tiene casi siempre un alto nivel intelectual, tiene capacidad de
entusiasmo sin ser con ello snob, y también ayuda económicamente en forma
discreta.
Los restantes
teatros españoles apenas se atreven a intentar presentar a sus espectadores el
teatro moderno de otros países. Los teatros estatales y municipales consideran
en general cumplida su misión educadora con representaciones de los clásicos,
sin duda loables, pero muy poco frecuentes.
BAJO NIVEL DE CRÍTICA
Con razón una y
otra vez se hace responsables a los críticos de teatro de los diarios españoles
de la pereza mental y la falta de capacidad crítica de los espectadores, que
cada vez está más extendida. Pero no es justo buscar la causa de ello sólo en
la tutela estatal de la prensa. El bajo nivel de la crítica periodística hay
que atribuirlo en su mayor parte a la persona misma de los críticos,
periodistas de segunda o tercera clase que, sobrecargados de trabajo, tienen
que despachar “de paso”, entre la información sobre cine, toros y fútbol,
también el teatro, y que a menudo por falta de cualificación especial o por
miedo de traicionar la línea política cometen errores grotescos de juicio. Así
pudo leerse hace poco en un periódico de provincias sobre O’Neill que era un
“masón degenerado” y sobre Thornton Wilder que era un “bolchevique cultural y
neurótico”. En otro diario un crítico calificaba la ingeniosa composición de
Sartre Sociedad privada de “porquería a carretadas”. Como
estos “observadores del arte” a menudo ni siquiera conocen la rica tradición
teatral española, son incapaces de juzgar correctamente el valor o la falta de
valor de todos los intentos de innovación dramática que de tiempo en tiempo
llegan a estrenarse con mucho ruido -y que en general no representan más que
una explotación estéril de temas y motivos clásicos acreditados. Nadie
discutirá que una crítica que trabaja de forma tan irresponsable es la
principal culpable de que hoy el espectador de teatro rechace de antemano
cualquier otra que no le prometa de entrada un entretenimiento ligero,
atontamiento o distracción, teniendo siempre preparada para sí la excusa fácil
de que “demasiado se ha sufrido” y de que se va al teatro a distraerse. La
burguesía española va viviendo hoy en, por decirlo así, una voluntaria
ignorancia de los principales problemas contemporáneos, incluso una y otra vez
se tropieza uno con defensores enérgicos de esta forma de vida quietista, por
ejemplo, cuando un autor de teatro se atreve a atacarla. Así ocurrió durante el
estreno barcelonés de la ya citada obra de Buero Vallejo En la ardiente
oscuridad, lo que llevó a un escándalo teatral muy notable. Durante la
representación los ciegos acogidos en un asilo municipal empezaron a protestar
estrepitosamente con gritos como “ateos”, “estafadores”, “bolcheviques”, e
impidieron que el personaje de Ignacio siguiera hablando.
En la prensa
española se lee mucho sobre la crisis económica e intelectual del teatro
español. Las opiniones sobre las causas de esta crisis son a menudo muy
dispares, sin atreverse los autores de tales artículos a hacer responsable de
gran parte de las dificultades a la censura estatal, con su silenciamiento sistemático
de los autores jóvenes. El autor del presente artículo no puede detenerse aquí
en las causas económicas o sociológicas de que el teatro sea hoy un mal
negocio. Pero cabe saber por qué existen sólo pocos autores españoles de
categoría y por qué apenas se estrenan nuevas obras. Tres factores
principalmente son responsables de ello: la censura, el gusto deteriorado del
público teatral a causa de la crítica de baja calidad y, por último, el
comportamiento de los empresarios teatrales, que sacan sus consecuencias de
todo ello y ya sólo estrenan lo que promete de antemano cajas llenas. Sólo un
genio capaz de combinar armoniosamente el impulso creador con el cálculo
sensato de todas las posibilidades económicas podría conseguir volver a elevar
a su grandeza de antaño el teatro, hundido en el polvo, de los Lope, Calderón o
García Lorca.
Notas de edición.
1) 14 de julio
de 1954, Premio Nobel de Literatura en 1922.
2) Editorial
Losada. La segunda representación de la obra en 1964 fue dirigida por Juan Antonio
Bardem. Julieta Serrano fue una de las actrices.
3) En “Un mes
de Barcelona”, Laye 12, marzo de 1951, pp. 58-59, comentaba
Sacristán: “Pero recorramos el sumario de esta nonnata causa por injurias o
calumnias: Con motivo de la lectura en la Universidad de la última obra de
Alejandro Casona –Los árboles mueren de pie– se produce, primero, una
reacción insultante contra este señor, autor (a juzgar por el tenor de los
ataques) de crímenes nefandos y sin cuento. En esto no entra el cronista. Sale.
Pero de inmediato casi, la ofensiva, se enriquece con hermosos epítetos
aplicados ya, sin distinción alguna, a los llamados Teatros de Cámara… El
Barcelonés Ingenuo quedó aterrorizado. “¿Qué clase de monstruos serán esos
hombres de los teatros de cámara?”. Y el Barcelonés Ingenuo pensó que no tenía
más remedio que cerciorarse por sí mismo de aquellas aberraciones, para que,
conociendo el mal, pudiera preservarse de la tentación. Y empezó por el
principio. Vamos a ver, se dijo, las herejías nefandas que contienen la asquerosa
podredumbre putrefacta en tres actos Los árboles mueren de pie, del
conocido salteador de caminos Alejandro Casona. Leyó la obra. Y anotó en un
cuadernillo que se compró exclusivamente para el asunto: “Los árboles mueren de
pie”: obra en la que se sostiene la tesis de que nadie en la vida puede eludir
el trago de las tristezas que desuellan la garganta. Es muestra de buen corazón
engañar a alguien piadosamente, ocultándole su desgracia. Pero ese engaño no
llega nunca a surtir efecto y los hombres, como los árboles, tienen que morir
de pie, cara a cara con la inestabilidad del bien en la vida. La obra es
teatralmente muy buena y muy fina literariamente”.
4) También en
“Un mes de Barcelona (marzo de 1951)”, Laye 12, p. 61,
comentaba críticamente Sacristán: “Querido Barcelonés Ingenuo: Usted no lo
entiende, ¿verdad?. Usted no entiende que se insulte a unos hombres, por
hacernos ver maravillas como La piel de nuestros dientes (Teatro
de Cámara), piezas tan exquisitas como Mi corazón está en las montañas (Teatro
Yorick), tan fundamentales para nosotros como La dama boba (T.E.U.),
tan sabia y finalmente teatrales como El fuego mal avivado (Teatro
Club). No entiende que se odie -no se puede insultar tan acremente sin odiar,
porque Cristo ha supuesto que el que llama raca a su prójimo le odia- a quienes
nos muestran lo que el teatro de verdad es hoy por el mundo, mientras cualquier
revista en que lo inmoral se suma a lo antiestético y a lo oligofrénico
permanece en cartel sin que nadie se meta con ella, realizando concienzudamente
su doble trabajo de demolición del sentido estético y del sentido moral. Usted
no entiende que se prohíba la representación de la Ardèle de
Anouilh y que se permita a los efebos de los cabarets engañar a los extranjeros
sobre lo que es el espíritu del pueblo español. ¿Verdad que no lo entiende
usted? Pues yo tampoco, querido… Aunque, ahora que pienso…. ¿Ha oído usted
hablar de los fariseos?”
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