jueves, 1 de octubre de 2020

Descifrando China

 

DESCIFRAR CHINA (II)

 ¿Capitalismo o socialismo?

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CLAUDIO KATZ

28 SEPTIEMBRE 2020 | CAPITALISMOCHINASOCIALISMO

Vientosur

Desequilibrios sin neoliberalismo ni financiarización 

China introdujo un modelo con regulaciones estatales muy alejadas del patrón neoliberal. Se integró a la globalización con una elevada presencia del sector público y con gran incidencia gubernamental en las normas de inversión. Impuso limitaciones al nivel de las ganancias, a la distribución de los dividendos y a la transferencia de los beneficios al exterior (Andreani; Herrera, 2013). La nueva potencia se asoció al capitalismo mundializado con reglas muy distintas a las imperantes en ese sistema.

La gravitación de las empresas estatales es ilustrativa de esa estrategia. Luego de un intenso proceso de privatizaciones, las compañías del sector público conforman un núcleo minoritario, pero con dimensiones 14 veces mayores al promedio de la economía. Están localizadas, además, en las ramas estratégicas del petróleo, el gas, el acero, los seguros, las telecomunicaciones y la banca (Treacy, 2020).

China tiene un stock de activos del sector público equivalente al 150% del PIB anual, lo que triplica el acervo del sector privado. Sólo Japón cuenta con un stock semejante, mientras que en las principales economías ese porcentual no supera el 50%. Las mismas diferencias se observan en la gravitación de la inversión pública y en el peso de las empresas estatales con activos gigantescos (Roberts, 2020, 2018, 2017).

Es importante registrar, además, el elevado grado de centralización de esas compañías, que operan bajo la supervisión directa del Partido Comunista. Esas empresas garantizan el suministro de insumos baratos a toda la estructura productiva.

El grado de privatización actual de la economía china es muy controvertido. Algunas estimaciones destacan la nítida preeminencia de ese sector(Hart-Landsberg,2011)y otras restringen su incidencia dominante al 30% de PBI (Merino, 2020). Pero todos los analistas coinciden en resaltar el continuado papel protagónico de las firmas estatales.

Otro rasgo distintivo del modelo ha sido la conservación de la tierra como propiedad pública. Esa condición está determinada por las exigencias de soberanía alimentaria, en un país que concentra el 22% de la población mundial con tan sólo el 6% de la tierra cultivable. La relación per cápita de utilización del suelo para la nutrición es 10 veces inferior al nivel imperante en Francia (Andreani, Herrera, 2013).

Las modalidades de la propiedad agraria común han sido muy diversas. La pequeña producción ha persistido, las formas comunales perdieron peso frente al ámbito privado y el despegue de los años 80 se basó en el crecimiento exponencial de todo el sector. Allí se generaron los primeros excedentes para la industrialización posterior. Como el volumen de la población urbana saltó del 20 al 50% del total, la expansión del agro fue indispensable para asegurar el abastecimiento alimentario de las ciudades. La propiedad pública garantizó ese equilibrio (Amin, 2013).

El derecho a utilizar pequeños terrenos cumple, además, una función protectora de los trabajadores migrantes, cuando el incremento del desempleo los expulsa de las ciudades. Cuentan con una especie de seguro social agrario frente a los vaivenes del mercado laboral (Au Loong, 2016). Las tensiones que generaría la implementación en el agro de las privatizaciones introducidas en el suelo urbano han disuadido esa extensión. El patrón del agrobusiness que el neoliberalismo impuso en el grueso del planeta no rige en China.

En ese país tampoco prevalece la financiarización vigente en el grueso de las economías occidentales. Las regulaciones acotan especialmente el ingreso y egreso de los capitales. Ese flujo está controlado por distintos mecanismos cambiarios, que protegen a la economía de los temblores financieros internacionales (Amin, 2018).

Ese control de las divisas no sólo otorga a China grandes ventajas en la gestión de cualquier crisis. Ha permitido la conversión de los ingresos de la exportación en créditos bancarios orientados a la industrialización. Con esos mismos dispositivos se limita también la fuga de capital y la expatriación de las ganancias. La nueva clase adinerada ha sido inducida a reciclar internamente sus beneficios y a tolerar la intermediación del Banco Central en la gestión de sus fondos.

El principal instrumento de esa regulación financiera son los bancos de propiedad estatal. Una veintena de entidades controlan el 98% de las operaciones y manejan los monumentales depósitos que orientan el crédito. Un corolario de esa supervisión es la ausencia de financiarización en los tres terrenos de ese dispositivo. El auto-financiamiento de empresas, la titularización de los bancos y el endeudamiento de los hogares son muy secundarios en comparación a cualquier economía occidental (Lapavitsas, 2016: 227).

Con su prescindencia del neoliberalismo y la financiarización, China se ahorró muchos desequilibrios que afectan a sus competidores. Pero no ha podido soslayar las contradicciones que introduce el capitalismo. Esas tensiones irrumpieron con la sustitución de modelo mercantil-planificado por el esquema de privatización de las grandes empresas.

China es el principal epicentro mundial de la superproducción y esos sobrantes empujan a redoblar la búsqueda de mercados externos. Esa compulsión deriva en picos de sobre-inversión interna, que su vez alimentan la especulación inmobiliaria, el endeudamiento creciente y las operaciones financieras en las sombras.

Neoliberales y heterodoxos

La impresionante irrupción de China suscita admiración, temor e incomprensión. La elite occidental no logra hilvanar una interpretación coherente de lo ocurrido. Oscila entre el reproche a la continuidad del comunismo y la alegría por el giro pro-capitalista. Algunos sospechan que la nueva potencia mantiene con disfraces su viejo régimen y otros celebran su conversión al ideario de mercado.

Estas incoherencias repiten las reacciones de la guerra fría frente al apogeo económico de la URSS. Esa expansión generaba en 1950-60 tanto odio como envidia, entre los intelectuales orgánicos del imperialismo occidental. Pero la tónica finalmente dominante frente a China es la confrontación, con todo tipo de fábulas sobre el peligro rojo o amarillo.

Lo neoliberales suelen explicar el crecimiento chino por su meritoria adopción del capitalismo. Omiten el antecedente socialista y presuponen una falsa identidad entre la vigencia del mercado y la preeminencia de las privatizaciones. La primera norma operó durante un largo tiempo en estrecha combinación con la planificación y la segunda ha quedado acotada por los límites al neoliberalismo y la financiarización.

El desarrollo chino refuta todos los mitos del capitalismo desregulado. Ese modelo no prevaleció en ninguna de las tres fases del desenvolvimiento económico del país. El impulso inicial se consumó bajo estrictas reglas de planificación centralizada, el período siguiente incorporó mecanismos de gestión mercantil y el curso actual contiene formas capitalistas acotadas por la regulación estatal. La simplificada creencia que las reglas del beneficio rescataron a esa economía de su “estancamiento socialista” es una fantasía de los derechistas, que no logran digerir la extraordinaria expansión de un modelo ajeno a sus recetas.

Ese desconcierto se traduce en esquizofrénicas loas y repudios al “orden”, la “jerarquía” o la “disciplina”, que observan en el funcionamiento del sistema económico chino. Esas características son elogiadas como sinónimo de “progreso capitalista” o denigradas como evidencias de la “dictadura comunista”. La coherencia brilla por su ausencia entre los neoliberales, a la hora de evaluar la irrupción de la nueva potencia asiática.

La heterodoxia convencional presenta a China como el principal ejemplo del capitalismo regulado. En general rehúye el debate conceptual sobre el significado de esa categoría. Simplemente refuta las ensoñaciones neoliberales de un crecimiento, guiado por la mágica presencia de la mano invisible del mercado. Esa crítica subraya la constante preeminencia de la regulación estatal en cada avance consumado por el país. Describe correctamente la decisiva ausencia del neoliberalismo y la financiarización, pero supone que la simple continuidad de esa estrategia garantiza el sendero del progreso.

Esa mirada reduce todos los secretos del desarrollo a la presencia dominante del estado. Omite que muchos países contaron con largos períodos de primacía estatal, sin superar el atraso ante la continuada primacía del capitalismo dependiente. Al desconocer que el logro de China se cimentó inicialmente, en mayúsculas transformaciones  de tono anticapitalista, se transmite un diagnóstico incompleto y sesgado.

Los teóricos del capitalismo regulado olvidan que sus principios estuvieron totalmente ausentes en el debut de proceso y no cumplieron ningún rol importante durante la combinación del plan con el mercado. Han aparecido finalmente con formas muy singulares en la actualidad. La historia de los últimos dos siglos contiene incontables ensayos de regulación capitalista fallida que China no imitó.

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