MARCELO COLUSSI. Habla un
psicoanalista marxista
Insurgente.org
/ 09.06.2025
El periodista K., famoso por sus incisivos reportajes, entrevistó al prestigioso psicoanalista marxista W.M., de Croacia. Las respuestas no tienen desperdicio. Al contrario: son una imprescindible lección que debemos leer con mucha atención. Presentamos aquí la versión española, traducida con inteligencia artificial del original croata.
Periodista
K.: Se dice que no se puede ser psicoanalista y marxista
al mismo tiempo. ¿Es así?
Entrevistado
W.M.: ¡En
absoluto! Me parece que es absurdo plantearlo de ese modo, aunque sé que,
efectivamente, muchas veces se hace. Sería como plantearlo al revés: ¿se puede
ser psicoanalista y de derecha? Bueno… ¿por qué no? Los y las psicoanalistas
tienen ideología, igual que los arquitectos, los choferes de bus, los
meteorólogos o los astronautas, las madamas de un prostíbulo o los doctores en
física cuántica. ¿Cómo podría prescindirse de eso, de la ideología que nos da
identidad? Esa tremenda estupidez que profirió Fukuyama ante la caída del Muro
de Berlín, que ahí llegábamos al fin de la historia y de las ideologías, no se
sostiene, es una barbaridad, una simpleza banal. ¡Por supuesto que un
psicoanalista puede ser marxista! De hecho, hasta donde yo conozco, en todo el
mundo no es lo más común, -en general, son más bien de derecha-, pero por
supuesto: claro que los hay marxistas. Usted está hablando con uno de ellos en
este momento.
Periodista
K.: ¿Y qué significa ser ambas cosas? ¿Se pueden articular
estos dos pensamientos?, por cierto, revolucionarios ambos.
Entrevistado
W.M.: Es
complejo eso. Articularlos, en el sentido de lograr un discurso unificado
tomando elementos de uno y otro, no se puede. Eso se intentó hace bastantes
años con eso que se dio en llamar “freudomarxismo”. Recordemos que esa búsqueda
no prosperó, quedó en el olvido. No lo hizo porque, simplemente, no se pueden
unir dos campos teóricos que hablan más o menos de lo mismo -la alienación del
sujeto-, pero tienen efectos prácticos diferentes. El uno, el psicoanálisis, es
una práctica clínica, por tanto, muy personal. El otro, el marxismo, es una
guía de acción para la acción política, para lo masivo, lo colectivo. Si bien
es cierto que existen intentos de utilizar conceptos psicoanalíticos para leer
fenómenos sociales -ahí están los cuatro discursos que propuso Lacan: discurso
del amo, universitario, de la histérica y del analista, por ejemplo, escritos
al calor del Mayo Francés de 1968- eso no tiene una aplicación práctica
efectiva en el ejercicio político. Es como utilizar conceptos del psicoanálisis
para leer, por ejemplo, fenómenos artísticos: es posible, pero eso tiene un
valor solo de ejercicio intelectual, interesante quizá, muy rico. Pero yo diría
que hasta ahí. El marxismo, eso que diseñaron Marx y Engels en el siglo XIX y
que inspiró las revoluciones socialistas que conocimos en el siglo XX, es otra
cosa, ni mejor ni peor, simplemente otra cosa: permite una acción
transformadora en lo social. Recordemos al respecto la Tesis XI sobre
Feuerbach. Por eso digo que intentar unirlos en un solo discurso no aporta, ni
para la clínica, ni para la revolución. Nadie padece síntomas neuróticos, o
delirios esquizofrénicos, anorgasmia o alcoholismo por las condiciones
socioeconómicas de pobreza -todo eso se da por igual en todas las clases
sociales-, ni se puede impulsar la revolución socialista con una lectura
psicoanalítica de la sociedad en términos, por ejemplo, de los matemas
lacanianos.
Periodista
K.: Entonces ¿cómo se puede ser psicoanalista y marxista
simultáneamente?
Entrevistado
W.M.: Ser
marxista es un posicionamiento ideológico. Todas y todos, como sujetos ubicados
en algún lugar, sujetos deseantes y sexuados que hacemos parte de un colectivo
que nos constituye -se terminó la ilusión del libre albedrío- portamos,
transmitimos y reproducimos una ideología. Trabajar en un consultorio privado
cobrando altos honorarios que solo un pequeño porcentaje de la población podrá
pagar, o trabajar en un dispensario popular, en un hospital público o en una
barriada pobre a un costo bajo, eso implica tomar partido por una ideología.
Hay quien plantea que no puede haber acto analítico si no hay un pago
económico; incluso, un pago alto -“el análisis tiene que
costar mucho”, escuché
alguna vez-. No lo veo así o, en todo caso, hay que situar ese dicho. Siempre
hay un pago; no hay nada gratis. No olvidemos que Freud, en algunos casos,
atendió sin cobrar honorarios, gratuitamente, y solía decir que “el
análisis no debe ser caridad, pero tampoco negocio”. Pensemos en un país socialista
donde la salud es pública -insisto: no es gratis, alguien la paga, y ese
alguien no es otro que la gente con su trabajo, produciendo la riqueza social-;
entonces allí, con un planteo de la salud no como mercancía sino como derecho
humano ¿no podría haber psicoanálisis entonces? ¡Todo eso es ideología! Un
psicoanalista marxista tendrá una posición tomada al respecto: en otros
términos, defenderá el sistema de salud pública, en vez de priorizar la
práctica privada. Y ese psicoanalista, si lo desea, también podrá trabajar -si
hablamos de un país capitalista- para transformar su sociedad con un planteo
socialista. Es decir: podrá militar en una fuerza de izquierda, quizá hacerse
guerrillero, o candidato presidencial por un partido que participa en las
elecciones democrático-burguesas con talante de izquierda. ¿Qué lo podría
impedir?
Periodista
K.: Usted dijo que la mayoría de psicoanalistas son de
derecha. ¿Es así? Si trabajan poniendo en práctica una teoría revolucionaria,
verdaderamente subversiva como es la obra freudiana, ¿por qué son de derecha?
Entrevistado
W.M.: Una obra
-la freudiana- no se superpone y articula automáticamente con la otra -la
marxista-. Tal como usted lo dice, ambas son revolucionarias por todo lo que
derriban y por lo nuevo que inauguran: el sujeto del inconsciente destronando
el altar de la razón, el psicoanálisis; la lucha de clases como motor de la
historia y la posibilidad de una sociedad sin clases a la que llamamos
comunismo, el marxismo. La experiencia demuestra, sin embargo, que no es
imperioso que quien piensa con uno de esos modelos piensa simultáneamente
también con el otro. Me atrevo a decir que los seres de carne y hueso concretos
portadores de estas ideas no siempre conocen ambas al mismo tiempo, y muchas
veces, desde una posición, miran con desconfianza la otra. Eso pasa más aun
entre los psicoanalistas. Y se entiende: ser de izquierda no es fácil. En
realidad, es meterse en problemas. Mucho más fácil es seguir la caravana, ser
conservador, no comprometerse con estas ideas de cambio social por las que a
uno lo pueden matar. Eso ha pasado tantas y tantas veces en la historia que ni
siquiera es necesario dar más ejemplos. Pero a nadie han perseguido, ni puesto
preso, ni mucho menos torturado o asesinado, por ser psicoanalista. O, si
sucede -como de hecho sucedió en Argentina con la dictadura del general Videla-
es por una confusión de cosas: porque para una visión conservadora de
ultraderecha, cualquier elemento que suene contestatario es peligrosa. Pero
siempre se persiguió a psicoanalistas que tenían simpatías con la izquierda;
nunca, según me he ido enterando, a quienes pertenecían a la filial argentina
de la Internacional Psicoanalítica, que es más bien conservadora. Recordemos
que los nazis quemaron los libros de Freud cuando anexionan Austria; lo
subversivo que tiene esta teoría asusta. A un psicoanalista la derecha
recalcitrante lo puede tratar de extravagante, de alternativo, pero eso no mata
inmediatamente. Recuerdo que un prestigioso psicoanalista francés dijo que “el
psicoanálisis es subversivo, pero no revolucionario”. ¿Tanto asusta la palabra
“revolución”? Ya vemos: el anticomunismo visceral nos domina, lo tenemos metido
hasta las mitocondrias. Alguna vez, sarcásticamente, el cineasta español Pedro
Almodóvar dijo que “nueve de cada diez estrellas son de derecha”. Pues bien: eso podría decirse de
todos los personajes que cité anteriormente: arquitectos, choferes, astronautas,
físicos y un voluminoso etcétera. Si la gente, en su mayoría, fuera de
izquierda, ya no habría más capitalismo. Estamos muy bien preparados para ser
de derecha, conservadores, asustarnos con los cambios. Vez pasada leí por ahí,
en el internet, algo que me pareció dar en el blanco, aunque pueda sonar muy
duro: “en términos generales nos parecemos más a Homero
Simpson que al Che Guevara”. Un psicoanalista, profesional universitario de clase media, que no pasó
por una formación política marxista -como no lo pasa la inmensa mayoría de
gente en el planeta- es más fácil que sea de derecha, un trabajador liberal
económicamente autónomo que no se sentirá trabajador sino profesional -ser
profesional pareciera ser otra categoría-, seguramente más abierto que alguien
del Opus Dei, pero de derecha, a que sea comunista. La gente que trabaja por el
socialismo con una firme convicción somos pocos, quizá cada vez menos en estos
tiempos de reversión del campo socialista europeo, ahora que presentan estas
ideas como sepultadas, superadas. Creo que no me equivoco al afirmar que la
gran mayoría de gente que trabaja desde el psicoanálisis -psicólogas y
psicólogos, psiquiatras y algún profesional liberal más por ahí- no es
marxista. ¿Qué conoce usted más: gente marxista o gente no marxista? Ya sé que
quien hace las preguntas aquí es usted, pero dejemos este interrogante como
recurso retórico, heurístico. Y yo mismo la respondo: abundan infinitamente más
los Homero Simpson -porque estamos preparados para ello- que los Che Guevara.
Yo, para que no le queden dudas, me reconozco más un Homero que un Che.
Periodista
K.: Quiero dejarlo claro entonces: ¿el psicoanálisis
puede aportar para la revolución socialista?
Entrevistado
W.M.: No, en
absoluto. El psicoanálisis tiene que ver, básicamente, con la clínica. La
revolución socialista es un proceso político donde participan las masas cuando
salen de su adormecimiento. El psicoanálisis no puede contribuir a eso. Quizá
pueda ayudarle a un sujeto en particular, y el mismo, quizá, pueda cambiar su
punto de vista ideológico y hacerse de izquierda, un revolucionario. Puede
suceder, pero eso no es una consecuencia directa, algo que se busca a través de
un abordaje clínico. De hecho, no es lo común. La gente que llega a un
tratamiento clínico busca calmar su malestar, sus dolencias anímicas. Punto. La
clase trabajadora, por distintas cuestiones culturales, en general no busca
análisis. Tampoco vamos a decir -como lo hicieron en su momento Lenin y
Gramsci- que eso sea una moda pequeño-burguesa. Pero no tiene que ver
directamente con la revolución obrera y campesina, con los movimientos
populares. Lo cual no quiere decir que en un planteamiento de salud púbica el
psicoanálisis no pueda -o no deba, mejor dicho- ser algo al alcance de todos.
Periodista
K.: Entonces, ¿se beneficia en algo un psicoanalista al
ser de izquierda?
Entrevistado
W.M.: Excelente
pregunta, que da pie para llegar a lo que quiero transmitir. Ser de izquierda,
en un mundo capitalista, no trae beneficios, si entendemos por tales algo así
como ganancias, lucro económico, una utilidad pecuniaria. El único beneficio,
para quien tiene firme convicción en una sociedad no capitalista, es ver que la
militancia puede llevar a ello. En esa militancia pondrá todo su deseo. Ese es
el beneficio. Eso, sin embargo, le puede traer enormes complicaciones, porque
ser de izquierda no es lo que el sistema espera. En los países del Sur eso
puede significar muerte; en el Norte, donde las cosas no son tan sangrientas
-pero no por ello son mejores- puede significar cierta marginación. Como sea,
no es lo más cómodo del mundo ser de izquierda, ser un marxista convencido que
lucha por la revolución. Por eso la gran mayoría de psicoanalistas, así como de
arquitectos, y choferes, y físicos, y albañiles y la gran mayoría del paisaje
humano, no anda enfrentándose al sistema. Ser de derecha es más cómodo, y
punto. O ser, como se dice -equivocadamente, por supuesto- “apolítico”.
Estupidez insostenible, igual que decir “asexuado”. Es decir: va más fácil no
pensar con criterio de transformación revolucionaria, votar en las elecciones
cada cierto tiempo y ahorrarse así problemas. En todo caso, podemos despotricar
contra el gobierno de turno, y eso sí se permite, eso sería “hacer política”.
Pero eso no cambia absolutamente nada. En ese sentido, los psicoanalistas
-repito, más cerca de aquel ícono de la sociedad estadounidense que del
guerrillero heroico, como le pasa a la prácticamente totalidad del mundo-
evitan meterse en problemas. Ser marxistas les puede traer aparejados problemas
prácticos en su vida como ciudadanos, y en el ámbito del trabajo profesional,
en la clínica propiamente dicha, no redunda en nada respecto a la calidad del
servicio que puedan prestar. Pero a los marxistas sí les puede traer mucha
cuenta conocer psicoanálisis, empaparse de la teoría freudiana, aunque no se
dediquen a la práctica clínica.
Periodista
K.: ¿En qué sentido se pueden beneficiar los y las
marxistas entonces?
Entrevistado
W.M.: Punto
medular éste, sin dudas. Para muchos, el psicoanálisis da al materialismo
histórico nuevas herramientas para entender la alienación, la identificación
con el opresor (recordemos el síndrome de Estocolmo), la manipulación de los
deseos, la creación de una falsa conciencia. No niego todo esto, pero me parece
que eso solo queda corto. El más importante aporte que viene del psicoanálisis
para quienes apostamos por la revolución socialista yo lo encuentro en la
concepción del sujeto que se abre ahí, en poder mostrar los límites con que nos
encontramos en lo humano, en que no podemos esperar grandes cosas gloriosas de
un Homero por separado, y pese a ello, la necesidad de trabajar por un cambio
que ayude a transformar tanto la sociedad como a ese sujeto mismo, pensando en
grandes mayorías, que son las que hacen los cambios. En otros términos: es un
aporte no solo en el plano de lo teórico -lo cual es muy importante, sin
dudas-, sino con importantísimas consecuencias prácticas, en lo político, en el
día a día. Me explico. El sujeto humano, producto de una historia social (de la
que da cuenta el marxismo) y de una historia subjetiva (interpretada y
procesada por el psicoanálisis), no es dueño de sí mismo, sino que responde a
todas esas determinaciones macro y micro. Desde hace algunos milenios, con la
noción de propiedad privada, los seres humanos, prácticamente igual en todas
las culturas salvando detalles circunstanciales, hemos desarrollado esto que
vemos estar más cerca de Homero Simpson que del legendario guerrillero
argentino-cubano. Quiero decir: giramos en torno a la idea de propiedad
privada, al patriarcado, al poder como simbolización de la victoria del tener
sobre el desposeer, a la fantasía de completud que todo ello nos depara. Eso,
con características peculiares en cada caso, lo encontramos en todos los
modelos civilizatorios. Y hoy, con un capitalismo que barre todo el planeta, lo
encontramos más o menos por igual en todos los países, incluidos los que se
llaman socialistas. Todo eso -la fascinación por el poder, la fascinación por
la jerarquía, el patriarcado, etc.-, por supuesto que no es algo genético,
biológico, sino que proviene de una construcción histórica. Si es histórica,
felizmente puede cambiar (la sociedad de clases y Homero Simpson, felizmente
-¡muy felizmente! habría que agregar- pueden cambiar). Hoy todos y todas
quienes pertenecemos a la especie humana tenemos tras de sí esa milenaria
historia. Seguimos pensando -no puede ser de otra manera, porque la historia
pesa- que “estamos bien” porque tenemos más cosas -evidente cultura del tener,
del poseer, que el capitalismo elevó a un grado superlativo: valgo más porque
tengo más-. En Cuba, por ejemplo, están “mal” porque no poseen tanto como en su
vecino imperial, o en otros países capitalistas. Alguien me dijo alguna vez
-alguien de izquierda, curiosamente-: “Un doctor en física
nuclear cubano gana diez veces menos de lo que gana un físico nuclear en
Estados Unidos o en Europa. Por eso se va, o vive frustrado en la isla”. Está claro que seguimos
repitiendo la noción de “éxito” en términos de disponer, de tener cosas. La
noción de “falo” en Freud, pero mucho más aún en Lacan, gira en torno a eso:
tener o no tener. ¿Me voy explicando?
Periodista
K.: Creo que sí, aunque esto es bastante complicado.
Pero para aclarar bien: ¿cómo pueden servir estos conceptos psicoanalíticos
para un marxista, tal como usted dijo: no tanto en lo teórico sino en la
praxis, en la acción política concreta? Dicho de otro modo: ¿qué aportan para
alguien que trabaja en función de establecer una sociedad socialista, se supone
que de justicia y equidad?
Entrevistado
W.M.: Pues bien,
creo que sirven mucho en torno a la consideración del poder, quizá más que esa
elucubración lacaniana de los cuatro discursos que antes citábamos, por
ejemplo, que puede tener alguna utilidad, pero no nos aporta directamente en la
construcción de ese nuevo mundo que se busca desde el marxismo. Los conceptos
psicoanalíticos, o mejor dicho: la antropología que inaugura la obra de Freud,
sirve para dimensionar bien qué significa “cambiar”, qué significa
“transformación revolucionaria”, sirve para entender y dimensionar más
correctamente la idea de “hombre nuevo” que viene de la mano de un planteo
socialista. El psicoanálisis, para algunas personas, tiene un talante
pesimista, porque ve solo el lado oscuro de lo humano; por ejemplo, la pulsión
de muerte, esa tendencia que nos impulsa a lo negativo. Pues bien: me parece
que la visión psicoanalítica no es pesimista sino descarnadamente realista, que
no es lo mismo. Toda esa ideología de la felicidad, esta cultura que nos legó
Hollywood con su parodia de la vida donde siempre hay final feliz y todo es
novelita rosa, eso es deleznable. Es lindo creérselo, por eso esa ideología
del happy end pega mucho, y consecuentemente existe una
psicología de la felicidad: “todo depende de usted, de su buena vibra, de su
actitud positiva”, se llega a decir. De hecho, la modernidad capitalista se
edifica sobre esa quimera de un yo que decide todo, que puede todo,
prescindiendo ya de un ente divino -“Dios ha muerto”, ¿no?, dijeron prestigiosos
filósofos-. El cogito cartesiano marca el camino: hay un sujeto que,
con su trabajo, con su praxis, logra todo. Yo soy el autor de mi destino, y si
trabajo duro, logro ser total, domino el mundo. La ideología capitalista ha
entronizado esa falacia del esfuerzo personal como garantía del éxito. El
psicoanálisis muestra la verdad del fenómeno humano. ¿Cuál esa verdad? Que los
límites nos aterran, y que el ejercicio del poder, de cualquier cuota de poder,
nos hace sentir -ilusoriamente, claro- que no tenemos límites, que podemos
todo, que podemos ir más allá de la castración. Si queremos decirlo de otro
modo: que somos dioses. En Argentina, ese actual empobrecido país de Sudamérica
que alguna vez se sintió potencia, escuché decir, en español, que si te va
bien, “sos Gardel”, es decir: la representación del “dios” todopoderoso
de esas tierras, el que lo puede todo, el ícono del triunfo. Interesante ¿no?
¿Por qué el poder fascina tanto, nos atrapa, nos subyuga? Porque nos hace
sentir completos, obtura la carencia existencial que nos constituye.
Periodista
K.: El poder, entonces ¿es algo connatural a lo humano?
¿Es una sobredeterminación más allá de la cual no podemos ir? Dicho de una
manera casi brutal: ¿es innato? Saber todo esto ¿qué aporta al marxismo?
Entrevistado
W.M.: Por
supuesto que el poder no es innato. En lo humano no hay nada innato, más que
unos pocos reflejos que ayudan a la sobrevivencia: reflejo de succión, reflejo
palpebral, etc., algunos de los cuales se pierden con el crecimiento. El poder,
al menos por lo que podemos deducir del estudio de la historia, de la
comparación con grupos pre-agrarios que por ahí persisten, es una construcción
simbólica, histórica, eminentemente social. El sujeto del que podemos dar
cuenta, el que venimos siendo hace ya varios milenios, se estructura en torno a
lo fálico. Es decir: a la lógica binaria tener-no tener. ¿Me explico? Ese
sujeto, el que somos nosotras y nosotros en cada caso, todo el mundo, en
Francia, Australia o Cuba socialista, usted, yo, Homero Simpson, la madama del
motel antes citado, el Che Guevara o el albañil que edificó esta casa, estamos
cortados por la misma tijera. En otros términos: tenemos incorporado esos
valores, esas estructuras que nos hacen ser machistas patriarcales, quizá
racistas también, nos hacen pensar que el doctor en física que gana diez veces
más que el colega cubano está mejor -lo cual es así desde la lógica del tener-.
Quiero decir: ese sujeto está conformado sobre la base del poder como
determinante de las relaciones humanas. Por eso cuesta tanto, pero tanto,
cambiar la sociedad. Me explico mejor: construir el socialismo cuesta
muchísimo, cuesta horrores, por dos motivos: primero, porque la reacción
capitalista lo intenta detener a toda costa. Veamos lo que pasó en las
experiencias socialistas: 25 millones de muertos en la Unión Soviética en la
Segunda Guerra Mundial, casi 400,000 toneladas de napalm arrojadas sobre Vietnam,
más de seis décadas de bloqueo a Cuba… Así se hace casi imposible vivir, por
tanto, dificilísimo construir el socialismo. Pero pese a eso, todos esos países
avanzaron. No olvidar nunca, quizá como frase-insigne, lo dicho alguna vez por
Fidel Castro: “En el mundo hay 200 millones de niños de la calle. Ni
uno solo vive en Cuba”. Ese es un
primer nivel de dificultad, enorme, inconmensurable. Pero hay otro más
profundo: luchar contra lo que somos. E insisto con eso: luchar contra el
Homero Simpson que hay en cada uno de nosotros y nosotras. En los países
socialistas, que viven siempre acosados por los capitalistas -acosados con
bombas, bloqueos y ataques varios- también pesa en su contra el hecho que la
revolución, el cambio, lo hace gente cargada con todas esas determinaciones
milenarias. Y ahí se repiten los juegos de poder. Es decir: siempre aparece una
Nomenklatura -o pónganle el nombre que quieran-, una nueva clase de burócratas,
unos nuevos propietarios que repiten esquemas ancestrales. Miremos la Nicaragua
actual, por ejemplo, donde se pasó de una experiencia que buscaba ser
socialista a un presidencialismo capitalista bonapartista que da mucho para
discutir. Los juegos de poder no desaparecen, y ahí está Stalin mandando a
matar a Trotsky, los choques entre Podemos y Sumar en España, los conflictos
mortales entre Evo Morales y Luis Arce en Bolivia, las diferencias entre los
cuatro grupos guerrilleros en Guatemala que por disputas internas y de
liderazgo impidieron tomar el poder ahí haciendo fracasar la revolución, o las
interminables peleas dentro de los partidos de izquierdas, con continuas
fragmentaciones y disputas para ver quién es “más revolucionario”, similares a
las que hay en los de derecha. ¿Por qué serían distintos los cuadros de la
izquierda? ¿Por qué adoptaron una nueva ética? La experiencia nos muestra que
un acto de voluntaria decisión política -ingresar a militar en una fuerza de
izquierda, lo cual es altamente loable- no alcanza para cambiar eso: los
comandantes guerrilleros latinoamericanos, por ejemplo, siendo de izquierda, no
dejaron de ser asquerosamente machistas, mientras un cuadro de la izquierda
europea se refiere a “sus” países como “civilizados” en contraposición a los
del Sur -¿andarán en taparrabos ahí todavía?-. Y un dirigente del Partido
Comunista Italiano -lo escuché con mis propios oídos- se espanta porque su hija
quiere casarse con alguien de Sicilia: “¡¿un africano, nena?!” Para redondear la idea: una
revolución que intenta cambiar la historia, la revolución socialista, se hace
con la materia que somos, es decir: gente machista, racista, adultocéntrica,
convencida siempre de tener la verdad, poco o nada autocrítica, repitiendo el
autoritarismo ancestral. No olvidemos, por ejemplo, que en África hay una
burguesía negra que explota a sus “hermanos” negros igual que lo hizo “el
hombre blanco” años atrás. ¿Somos “malos” instintivamente?, se podría decir,
repitiendo su pregunta. No, no es así, en absoluto: somos producto de una
historia. ¿Por qué ahora los altos cuadros de la Nomenklatura rusa pueden ser
los nuevos empresarios capitalistas, tan depredadores y explotadores como
cualquier empresario de cualquier parte del mundo, de Estados Unidos, Brasil o
del África subsahariana? El marxismo puede y debe aprender de lo que, con
crudeza, nos muestra el psicoanálisis: no somos precisamente blancas y mansas palomitas.
Pero tampoco estamos condenados a ser siempre eso. De ahí que una verdadera
revolución socialista que se mantenga y pueda avanzar hacia esa mítica sociedad
sin clases, el comunismo -“sociedad de productores libres asociados” dijera Marx- es difícil que se
pueda profundizar en un solo país. Ese cambio debe ser planetario. Y
evidentemente, tal como están las cosas, eso no se lo ve muy cercano.
Periodista
K.: Las revoluciones socialistas que ha habido en el
siglo XX no fueron muy amigables con el psicoanálisis. ¿Se excluyen entonces
estos dos pensamientos? ¿Cómo incorporar esto que nos dijo del sujeto humano,
conflictivo y egoísta, en un ideario que nos habla de solidaridad y
desprendimiento, de algo que va más allá del individualismo?
Entrevistado
W.M.: Vamos con
la primera respuesta: psicoanálisis y marxismo no se excluyen. La cuestión es
cómo articularlos. El freudomarxismo no funcionó porque era un intento sin
sustento: no se pueden mezclar dos teorías por el puro deseo de mezclarlas;
evidentemente eso no llevó a ningún lado, pues no era ni una cosa ni la otra.
Si bien es cierto que con el estalinismo la obra de Freud fue sacada de
circulación, en un primer momento, cuando se da esa monumental explosión de
cambios en la Rusia bolchevique en 1917, el psicoanálisis fue bien acogido.
Trotsky, por lo pronto, lo veía con buenos ojos y lo apoyó. Sucede que el hecho
de que se nos muestren los límites, que nos hagan saber, como decía Freud, que
“no somos dueños en nuestra propia casa”, eso espanta, aterroriza, y no
queremos enterarnos de nada al respecto. Ahora bien: la cuestión es aprender de
lo que la clínica cotidiana nos muestra en forma palmaria -que los problemas
anímicos son siempre problemas anímicos, más o menos los mismos, presentes
siempre en la historia (en todas las civilizaciones ha habido “locos”, y
angustia, y temores varios, también en las experiencias socialistas)-. Cierta
cuota de malestar psíquico es intrínseca a la condición humana; eso es
inexorable -lo contrario es esa grotesca payasada de Hollywood-. Pero no solo
eso, sino que las mezquindades, el miedo que nos lleva a ser conservadores, el
terror al cambio, la sensación de jerarquía y sentirse dios -¡sos Gardel y los
músicos!, no olvidar eso-, todo eso lo muestra el psicoanálisis como parte de
la condición humana. ¿Se podrá ir más lejos? Ahí está la dificultad. Sí y no.
Sí se puede tomar el poder y empezar a construir una alternativa no
capitalista. Eso se hizo ya varias veces en la historia, y dio resultados. La
Revolución Saur de Afganistán, de 1978 -aunque la prensa comercial no hable una
palabra de eso- lo muestra. Allí se empezaron a repartir las tierras con
criterio equitativo, socialista, y las mujeres salieron de su ancestral
aplastamiento, ya no usaban burka. Luego, por obra de la CIA, vinieron los
talibanes y la contrarrevolución borró todo eso. Pero en procesos socialistas
más prolongados, Unión Soviética, Cuba, la construcción del “hombre nuevo”
mostró que es algo más complejo que la buena voluntad de pedir nuevos valores.
Eso no se logra con un decreto gubernamental: son años, años, generaciones,
muchas generaciones para lograr un cambio auténtico en las cabezas. Fíjese que
pasaron milenios y todavía hay esclavos en el planeta. Milenios de tradición no
son fáciles de transformar. Si no, cuando los procesos socialistas tambalean,
no volverían a aparecer tan fácilmente propietarios que explotan mano de obra
asalariada de otros camaradas. Y eso, hay que decirlo con franqueza, sucede. No
porque el socialismo sea una quimera irrealizable, imposible, una fantástica
ensoñación sin los pies en la tierra. Sucede porque la materia con que se da
ese cambio es la misma de siempre: ahí está el problema. El “límite”, se podría
decir, si somos rigurosos con el psicoanálisis.
Periodista
K.: ¿Cómo solucionarlo entonces? ¿Qué hacer desde el
marxismo para incorporar esos conocimientos que lega el psicoanálisis?
Entrevistado
W.M.: Hacer un
trabajo ideológico-cultural fenomenal, mucho más grande de lo que se hizo
ahora. O mejor aún: hacer ese trabajo, pero no con los criterios quizá
impositivos que se hizo, sino buscando nuevos métodos, nuevos caminos. La gente
común es solidaria, a veces. “Los pueblos no son
espontáneamente revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse en una pintada
callejera durante la Guerra Civil Española. La cuestión es cómo ir logrando
moldear nuevos lazos sociales. Por supuesto, esto hay que pensarlo como siembra
de hoy para ver cosechas en un futuro a mediano o largo plazo. La familia que
hoy conocemos, esa institución -que funciona con problemas como toda
institución, pero funciona- puede darnos una pista. Conocemos la moral
tradicional de la familia monogámica, patriarcal, con un pater
familias a la
cabeza, heteronormativa, la familia que se viene dando desde hace milenios, más
allá de formas culturales circunstanciales. De allí sale el sujeto que somos,
con un nivel de narcisismo primario indispensable para vivir (las madres nos
crían como “lo más lindo del mundo”, pero no existe el “más lindo del mundo”),
y con las características de normalidad expandidas más o menos por igual en
todos lados: hay malestar tolerable -eso es la normalidad psicológica- malestar
que manejamos, con renuncias sociales indispensables -ahí está el incesto- pero
que no nos convierten en asociales; la inmensa mayoría entramos en las normas,
somos un Homero más y no deliramos: si nacemos pobres, aprendemos a
resignarnos; si nacemos ricos, se nos hace fácil mandar. Si nacemos mujer,
aprendemos a soportar -“parirás con dolor”, enseña el libro sagrado del
catolicismo-; si nacemos varones, sabemos que “tenemos” que silbarles a las
mujeres por la calle. Por eso un comandante guerrillero “debe” ser mujeriego,
porque así es el mandato social para los “machos”, no importando si son de derecha
o de izquierda. De todos modos, esa construcción -pienso en el libro de Engels
“El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado”, de 1884,
absolutamente válido al día de hoy- es histórica, por tanto, puede cambiar.
Quiero decir, en definitiva, que podemos pensar -y debemos trabajar para ello-
en la creación de nuevos modelos de humanización. El psicoanálisis nos da
pistas para eso. Permítame decirle que al inicio de la revolución rusa, en sus
albores, hubo los primeros intentos al respecto: la familia ampliada, la
familia sin propiedad sobre los hijos, todos interesantes experimentos. Después
vino la restauración estalinista, volvió a imponerse el “hombre viejo”, y el
“hombre nuevo” no prosperó. Pero ya hay gérmenes de esas nuevas ideas.
Periodista
K.: Entonces para el psicoanálisis ¿no es que seamos
“malos” por naturaleza? Pero ¿por qué siempre se repite que un grupo poderoso
se monte sobre la mayoría? Un asesor le pide a Putin “no volver a 1917”,
y el presidente en ese proyecto parece estar; los oligarcas de allí son iguales
a los oligarcas de cualquier parte. ¿Estamos condenados entonces?
Entrevistado
W.M.: No, no hay
ninguna condena. Ni somos “malos” por naturaleza. Sucede que cambiar cosas es
algo muy, pero muy difícil. No imposible, por supuesto, pero sí muy cuesta
arriba. O nos bombardean -pensemos en lo que dije hace un momento del napalm y
el agente naranja en Vietnam- o nos bombardea la historia, nos bombardea por
dentro. El psicoanálisis nos alerta acerca de lo que somos. Ojalá todo el mundo
pudiera ser como Ernesto Guevara, pero eso es radicalmente imposible; la gente,
los seres humanos comunes y corrientes, no somos eso, ni podemos serlo. La
imagen mítica del Che pasó a ser como la de Gardel, ambos argentinos. De ahí mi
comparación -odiosa si se quiere, pero necesaria- con la figura de ese
energúmeno que es este personaje muy real de la televisión estadounidense. Para
sintetizarlo: no podemos esperar siempre cosas gloriosas de cada sujeto
individual. Muchos -quizá yo soy uno de ellos, quizá el primero- salimos
corriendo ante los desafíos ensuciando calzoncillos, y permanecemos como
esclavos sin rebelarnos ante el amo, nos asustamos, preferimos la sumisión.
Pero el grupo, el colectivo, la masa, eso sí puede hacer cosas gloriosas.
Recordemos la pintada callejera de España. La historia no la hacen grandes
personajes: la hacen las masas. Tener claro eso, terminar con el culto a la
personalidad -¿hay que hacerles estatuas a los grandes personajes, o hay que
terminar con eso?-, reconocer que los juegos de poder están y, seguramente,
seguirán estando entre nosotros, es muy importante de tener en cuenta. Querría
terminar la entrevista con una cita justamente del Che: “Yo no
soy un libertador. Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan
a sí mismos”.
Periodista
K.: Creo que ha sido muy claro en todo lo que nos
presentó hoy. Por cierto, algo que me llama mucho la atención de su parte es
que, pese a hablar de temas muy profundos, muy complejos, su forma de decir las
cosas no es incomprensible. Al contrario: es muy claro, muy accesible.
Entrevistado
W.M.: ¡Qué bueno
que me diga eso! Sin dudas, yo pretendo ser riguroso en lo que transmito, me
tomo muy en serio lo que digo. Pero no por ello busco ser críptico,
incomprensible. Al contrario: estoy absolutamente convencido que se puede ser
muy estricto, muy apegado a la verdad en lo que se dice, pero sin la artificial
necesidad de mostrarse enigmático, oscuro, inabordable. Veo que hay una cierta
tendencia -¿moda se le podrá decir?- de, muchas veces, buscar deliberadamente
un lenguaje casi esotérico, que solo los iniciados del cenáculo pueden
entender. Me parece que hay algo de pose en eso; los franceses son
particularmente afectos a eso, y mucha gente en el mundo los copia. Vea usted
que Marx o Freud, por ejemplo, que son sumamente profundos en lo que
escribieron, no necesitaron esa fingida aura de impenetrabilidad para
transmitir sus ideas. Rechazo profundamente todo eso, que me parece una triste
pantomima.
Periodista
K.: Muchísimas gracias W.M.
Marcelo
Colussi
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