Migrantes: también se muere en
el paraíso
Rebelion
14/08/2025
Fuentes: Rebelión
[Imagen: Jóvenes migrantes de Etiopía caminando por la ruta principal entre
Garowe y Qardho, que los lleva a Bossaso, Somalia. Foto: OIM/ Said Fadhaye
2024]
No es mucha la atención mediática que se le da a lo que sucede a lo largo
de las rutas migratorias que desde África llevan, han llevado y seguirán
llevando a cientos de miles de migrantes a Europa. Provenientes
mayoritariamente del continente africano, aunque también los hay asiáticos e
incluso latinoamericanos.
Los recursos
financieros y materiales que la Unión Europea (UE) ha
dilapidado para clausurar aquellas rutas, alentando y financiando políticas
represivas de los gobiernos de Marruecos, Túnez, Libia o Egipto contra las olas
de migrantes que llegan a sus costas para lanzarse al Mediterráneo, o como
también suceden desde Mauritania o Senegal hacia Canarias, siempre son menores
a las razones que los impulsan a abandonarlo todo en búsqueda de escapar de
esos infiernos que las políticas de los Estados Unidos y sus socios europeos
han construido en sus países.
La desesperación
es tal que ni siquiera se amilanan ante los miles de kilómetros que deben
transitar por desiertos donde muchas veces son abandonados por los traficantes,
para morir por deshidratación o hambre, una de las opciones más generosas.
También existe la posibilidad de que sean secuestrados en plena marcha, para lo
que sus familiares, en muchos casos, se deban endeudar por años para pagar el
rescate o terminar vendidos como esclavos o sencillamente devorados por lo
riguroso del camino. Aunque saben, muy bien, que abordar una embarcación
tampoco es garantía de nada. Desde que estalló la crisis migratoria en 2014,
según revelan fuentes europeas, siempre tan discretas, los desaparecidos en el
mar serían unos cincuenta y dos mil.
Referíamos que
es poca la atención informativa de estas tragedias, que suceden a cada momento
en esas rutas, pero es todavía menor a lo que pasa en la que discretamente se
ha trazado desde Etiopía a Arabia Saudita, igual de peligrosa, igual de
desesperante, igual de olvidada.
El trecho que
puede haber desde la ciudad etíope de Barayu, en el corazón de la Oromia, hasta
Riad, la capital saudita, u otros destinos del golfo Pérsico (Ver: Etiopía: La
larga caravana de los invisibles) es de más de dos mil doscientos kilómetros,
los que en el terreno se duplican, por lo que se puede demorar más de seis
meses si no tienen algún imprevisto.
La mayoría de
los migrantes lo hacen a pie, por desiertos donde las temperaturas pueden
superar los cuarenta y cinco grados. Los más afortunados cubren algunos tramos
en autobuses, según la suerte de conseguir un eventual trabajo que les ayude a
continuar, aunque esa posibilidad es extremadamente remota, ya que las áreas
por las que transitan son tanto o más pobres que las de procedencia.
Al llegar al
puerto de Obock (Djibouti) o a alguno otro en el norte de Somalia, como los de
Berbera o Bosaso, sobre el golfo de Adén, se embarcan en lanchones que los
llevarán a Yemen, según el caso, entre cuarenta o doscientos kilómetros de
travesía.
Para la gran
mayoría de estos pasajeros ese es el momento en que por primera vez en sus
vidas conocen el mar, un mar permanentemente agitado por el tráfico de grandes
barcos que, desde el golfo de Adén, intentan ingresar por el estrecho Bab
el-Mandeb al Mar Rojo rumbo al canal de Suez o viceversa, ahora casi clausurado
por la ofensiva hutí en defensa de Palestina (Ver: Mar Rojo, en nombre de
Allah).
Este es el
tramo donde el pasado domingo día 3, ciento sesenta migrantes desaparecieron
cuando la embarcación, con capacidad para cien, naufragó en plena deriva. Se ha
confirmado que noventa han muerto, doce hombres fueron rescatados y el resto
continúa desaparecido. Este último accidente solo es uno más de los que suceden
periódicamente en la llamada “Ruta oriental”, por donde cada año transitan
miles de personas, particularmente de los países del Cuerno de África (Etiopía,
Eritrea, Somalia y Djibouti), aunque también hay muchos que llegan desde el sur
y del oriente.
En el caso del
naufragio del domingo en la zona de Shuhrah, cerca de las costas yemeníes, la
mayoría de las víctimas eran etíopes que escapaban no solo de la falta de
oportunidades, sino también de la convulsiva realidad que vive el país desde
que comenzó la guerra de Tigray que, a pesar de que formalmente terminó en
noviembre del 2022, a un costo en torno de un millón de muertos, sus
consecuencias económicas, políticas y sociales continúan, al punto de que para
muchos las posibilidades de un reinicio del conflicto son casi una certeza
(ver: Etiopía, bajo la daga egipcia).
En 2024, según
la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), cuatrocientos sesenta
y dos migrantes se ahogaron en el golfo de Adén, aunque esta cifra, como sin
duda sucede en el Mediterráneo y la ruta del Atlántico, los muertos sean
muchísimos más. Según la misma fuente, a lo largo de 2024 casi setenta mil
migrantes llegaron a Yemen cruzando el golfo de Adén. En marzo se produjeron
cuatro naufragios que dejaron ciento ochenta desaparecidos.
Últimamente son
las áreas rurales de Oromía, Amhara y Tigray, las regiones que más involucradas
estuvieron en la guerra civil (2020-2022), en las que mayor cantidad de
personas están captando las bandas de traficantes. La mayoría de estos
migrantes tiene como principal objetivo Arabia Saudita, donde creen que encontrarán
los mejores sueldos, sin saber siquiera con precisión dónde queda el lugar del
destino, los posibles trabajos que van a realizar y sin sospechar las
verdaderas condiciones de vida que, de conseguir un trabajo, les esperan. (Ver:
Etiopía, la brutal realidad del tráfico humano). Las que encuentran son tan o
más pobres que las de las que provienen.
Un mundo por conocer
La gran mayoría
de los migrantes que han tenido la fortuna de atravesar más o menos vivos el
golfo de Adén, descubren que no han llegado al reino saudita, sino
que están en un país llamado Yemen que, como ellos, está más o menos vivo.
Después de sufrir más de diez años de guerras civiles, operaciones terroristas,
la guerra e invasión saudita (2015-2020) y los constantes bombardeos
estadounidenses, británicos y sionistas contra la
milicia hutí, la única fuerza militar en el mundo que en la
actualidad respalda a Palestina.
Entre el punto
de llegada a la costa yemení, que puede ser el puerto de Adén, hasta la
frontera saudita, son aproximadamente quinientos kilómetros en
línea recta, aunque las condiciones montañosas de Yemen, sumado a que el país
se encuentra cruzado por grupos armados y mafias a la caza de oportunidades,
los migrantes están obligados a permanentes cambios de rutas, mantenerse a cubierto
de quienes podrían asaltarlos, esclavizarlos e incluso venderlos a otras bandas
que, mejor organizadas, puedan pedir rescates por ellos, permaneciendo
prisioneros por años hasta que pagan su rescate por su liberación.
La actual
situación en Yemen ha provocado que muchos de los migrantes queden atrapados en
la ciudad de Adén y otras ciudades yemeníes, viviendo en las calles, en extremo
estado de pobreza, sumando un factor más a la grave crisis humanitaria que ya
viven los cerca de cuarenta millones de yemeníes. Diecisiete de ellos en estado
de inseguridad alimentaria. Tres millones y medio con desnutrición grave,
mientras que cinco se han debido desplazar escapando de los combates.
Para los que
continúen el camino, la llegada a la frontera saudita quizás sea el punto más
peligroso. No solo por el muro que Riad levanta desde hace años en la frontera,
sino porque la guardia fronteriza dispara sin advertencia y al azar, generando
un número de víctimas de las que nadie da cuenta.
Los más
“afortunados”, aquellos que pueden ingresar a Arabia Saudita o a algún otro
país del golfo, en su mayoría lo hacen bajo las condiciones que se conocen como
el sistema kafala, para lo que un trabajador extranjero necesita de
un kafeel patrocinador o empleador local para poder entrar,
vivir y trabajar legalmente. La dependencia del empleado de su kafeel es
absoluta, quien, además de retener su pasaporte y controlar sus salidas del
país, dispone de él a su antojo, no pudiendo siquiera cambiar de trabajo sin su
consentimiento, lo que deja al trabajador en condiciones de total dependencia,
posibilitando todo tipo de abusos. Prácticamente son desconocidas las denuncias
contra algún kafeel por temor a perder el empleo.
Al tiempo que
los controles estatales hacia los migrantes son constantes con razias
permanentes. A la menor irregularidad, la que decide la buena voluntad o el
soborno a las autoridades, el trabajador es deportado muchas veces. Sin
siquiera el derecho a recuperar sus cosas y dinero, quedando al otro lado de la
frontera, quizás en peores condiciones de las que llegó, debiendo aprontarse a
una vuelta tan peligrosa como lo fue su viaje inicial hacia el paraíso, donde
también se muere.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional
especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC