martes, 23 de septiembre de 2025

Trump y el ocaso del sueño americano

 

 

Trump y el ocaso del sueño americano

Atilio A. Boron

Rebelion

23/09/2025 



Fuentes: Acción Cooperativa - Imagen: Sur global. El bloque cobra mayor protagonismo en el nuevo sistema internacional multipolar.

A punto de cumplirse ocho meses de la juramentación de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos el balance de su gestión es deficitario. Sus bravuconadas de campaña y en la noche misma en la que asumió la primera magistratura se desvanecieron con el paso del tiempo. Sus disparates, desde la pretensión de anexar a Canadá como estado número 51 de la Unión Americana hasta la compra coercitiva de Groenlandia se convirtieron en divertidos memes para consumo del gran público pero, además, indispusieron a Washington con dos países de excepcional importancia en el tablero geopolítico estadounidense. Canadá y Estados Unidos comparten la frontera más larga del mundo: 8.991 kilómetros y, además, es la más segura cuando se la compara con la más corta pero mucho más turbulenta frontera de 3.150 kilómetros que separa a este país de México. Podríamos agregar, siguiendo un notable texto del dominicano Juan Bosch, al Caribe como la tercera frontera imperial, cuna de múltiples desafíos y conflictos desde hace más de un siglo. 

Gracias a la incontinencia verbal de Trump, las actitudes amigables que los canadienses tenían en relación con su vecino cambiaron radicalmente. Una reciente encuesta del prestigioso Pew Research Center halló que ahora el 59% de los encuestados consideraban a Estados Unidos como la mayor amenaza a su país contra el 17% que señalaba a China y el 11% a Rusia, lo que configura un giro de ciento ochenta grados en el clima de opinión imperante por décadas en Canadá. Otro tanto puede decirse con relación a la airada respuesta del Gobierno de Dinamarca, por décadas uno de los más estrechos aliados de Washington en la Unión Europea y la OTAN, y el firme rechazo de las autoridades de Groenlandia, un territorio autónomo pero perteneciente al reino de Dinamarca, cuyo gobernante también criticó acerbamente el comentario del mandatario estadounidense.

No corrió mejor suerte la fanfarronada de Trump de poner fin a la guerra de Ucrania en 24 horas o de retomar el control del Canal de Panamá en cuestión de días. En este caso se anotó una pequeña victoria al lograr que el sumiso presidente de ese país, José Raúl Mulino, autorizara el retorno de una módica fuerza militar estadounidense a tres cuarteles preexistentes en el territorio panameño, pero el asunto está lejos de haber sorteado los problemas legales que entraña tal autorización y que podrían llegar a anularla. Esta parcial capitulación ante la prepotencia estadounidense tuvo como contrapartida una brutal campaña para destruir al SUNTRAC, el principal –y más combativo– sindicato de Panamá que nuclea a trabajadores de la construcción e industrias afines, interviniendo las cuentas bancarias de la organización, persiguiendo a sus dirigentes y reprimiendo las protestas callejeras que se suceden casi a diario. 

La «desoccidentalización»
Estas actitudes e iniciativas de Trump hablan con elocuencia de la desesperación de la clase dominante estadounidense por restaurar la perdida supremacía internacional que gozaran durante más de medio siglo a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Tanto republicanos como demócratas se resisten a admitir que el sistema internacional cambió y que lo hizo de modo radical e irreversible. Las placas tectónicas que sostenían la antigua estructura de poder mundial se movieron en una dirección contraria a Occidente, y por ende a su líder, Estados Unidos. De ahí la importancia que ha venido adquiriendo la expresión «desoccidentalización» a la hora de caracterizar los cambiantes procesos internacionales en curso. En el último cuarto de siglo las llamadas «economías emergentes» han logrado éxitos extraordinarios: China, India, Vietnam, Indonesia, Turquía, Tailandia y Paquistán se unen a Japón y Corea del Sur para constituir en el Pacífico un nuevo centro de gravedad de la economía mundial, al cual hay que sumar la renacida Rusia de Vladímir Putin. De hecho, el PIB combinado de los cinco países que constituyen el núcleo original de los BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica– ya es más grande que el del otrora dominante G7 que agrupa a Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y Japón.

Un sur global empoderado económica pero también política y diplomáticamente, y dueño de un formidable poderío militar, se erige como un obstáculo insalvable a las ambiciones restauradoras del imperio americano. En otras palabras: el multipolarismo llegó para quedarse. Esta frustración ha alimentado la bravuconería del ocupante de la Casa Blanca, un multimillonario caprichoso y acostumbrado a salirse con la suya a cualquier precio. Este rasgo, poco aconsejable para el sutil manejo de las relaciones internacionales, se ve agravado por la generalizada percepción existente dentro de Estados Unidos acerca de la baja calidad del equipo de secretarios, asesores y consultores del presidente, seleccionados más por su lealtad para con el líder que por su competencia en los asuntos de su incumbencia. Un historiador de los gabinetes presidenciales de Estados Unidos, Steve Corbin, comentó hace unos pocos días que el de Trump 2.0 es el segundo peor gabinete de la historia de Estados Unidos. En los primeros 220 días de la administración tuvo una rotación en 13 puestos clave de su gabinete, en medio de un verdadero caos decisional: incertidumbre en las prioridades y las opciones, un comportamiento errático y autoritario del presidente, súbitos cambios de rumbo (por ejemplo, en el tema de los aranceles) y un número récord de 192 órdenes ejecutivas, 47 memorandos y 79 proclamaciones presentadas por el magnate neoyorquino desde que juró como presidente. Bajo estas condiciones, a las que se suman los graves enfrentamientos internos entre algunas de las figuras de más peso en el entorno presidencial (el caso de Elon Musk dista de ser el único) se torna imposible la elaboración de una política exterior que permita la adopción de una estrategia adecuada para enfrentar los desafíos que plantea el nuevo sistema internacional multipolar. El peligro que entraña esta situación es la tentación de resolverla apelando a la vía militar, sobre todo en lo que los estrategas estadounidenses denominan el «hemisferio occidental», es decir, Latinoamérica y el Caribe. El despliegue militar de la Marina de Guerra de Estados Unidos en el Caribe y la declarada intención de atacar a Venezuela es una de las probables, y desgraciadas, consecuencias de este lento pero inexorable ocaso del viejo orden unipolar y las ilusiones de que este siglo sería «el siglo americano» en el cual Washington dominaría sin contrapesos después de la implosión de la URSS.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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El PP se niega a investigar las causas de los incendios en Galicia. ¿Algo que ocultar, Alberto?

 

El PP se niega a investigar las causas de los incendios en Galicia. ¿Algo que ocultar, Alberto?

 

INSURGENTE.ORG / 23.09.2025

 

El PP ha hecho valer su holgada mayoría en el Parlamento gallego para tumbar la propuesta del BNG de constituir una comisión de investigación que aclare qué falló en la ola de incendios del pasado verano, que arrasó 140.000 hectáreas en el medio rural gallego. La iniciativa que los incendios son el principal problema ambiental de Galicia y en que «a xente merece coñecer a verdade», en palabras de su portavoz nacional, Ana Pontón. La líder de la primera fuerza de la oposición sostuvo que es indispensable esclarecer las causas para adoptar «as medidas necesarias» y reprochó a los populares que intenten ventilar una catástrofe con una simple comparecencia, la del presidente Alfonso Rueda el pasado día 5 de septiembre. Algo que, según los nacionalistas, supone una declaración de culpabilidad por «unha nefasta xestión».

lavozdegalicia

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Todos somos antifa

 

La designación por Trump del grupo amorfo Antifa como organización terrorista permite al Estado tachar a todos los disidentes de partidarios de Antifa y procesarlos como terroristas. Es un paso más en la represión contra periodistas y activistas “desleales”.


Todos somos antifa

 

Christopher Lynn Hedges

El Viejo Topo

23 septiembre, 2025 


La calificación por parte de Trump del grupo amorfo antifa, que no tiene una organización ni estructura formal, como organización terrorista, permite al Estado acusarnos a todos de terroristas. El objetivo no es perseguir a los miembros de antifa, abreviatura de antifascista. Se trata de perseguir los últimos vestigios de disidencia. Cuando Barack Obama supervisó la campaña nacional coordinada para cerrar los campamentos de Occupy, antifa —llamados así porque visten de negro, ocultan sus rostros, se mueven como una masa unificada y buscan enfrentamientos físicos con la policía— fue la excusa.

«Me complace informar a nuestros numerosos patriotas estadounidenses que voy a designar a ANTIFA, UN DESASTRE DE IZQUIERDA RADICAL, ENFERMO Y PELIGROSO, COMO ORGANIZACIÓN TERRORISTA IMPORTANTE», escribió el presidente en una publicación de Truth Social. «También recomendaré encarecidamente que se investigue a fondo a quienes financian ANTIFA de acuerdo con los más altos estándares y prácticas legales. ¡Gracias por su atención a este asunto!».

No siento ningún aprecio por Antifa. El sentimiento es mutuo. Yo era un feroz opositor de los anarquistas del Black Bloc que se identificaban con Antifa. Se infiltraron en los campamentos de Occupy y se negaron a participar en la toma de decisiones colectiva. Llevaron a cabo actos de destrucción de la propiedad e iniciaron enfrentamientos con la policía. Los activistas de Occupy eran los escudos humanos de Antifa. Escribí que Antifa era «un regalo del cielo para el estado de seguridad y vigilancia».

David Graeber, cuya obra respeto, escribió una carta abierta criticando mi postura.

Me hicieron doxing. Mis conferencias y eventos, que recibieron amenazas telefónicas que obligaron a los recintos a contratar seguridad privada, incluidos guardaespaldas, fueron objeto de piquetes por parte de hombres vestidos de negro, con el rostro cubierto por pañuelos negros. Todos llevaban el mismo cartel, independientemente de la ciudad en la que me encontrara, que decía: «Que te jodan, Chris Hedges». Durante un debate con un anarquista partidario de Antifa en la ciudad de Nueva York, varias docenas de hombres vestidos de negro entre el público me abuchearon e interrumpieron, a menudo gritando sarcásticamente «amén».

El Estado utilizó eficazmente a Antifa —estoy seguro de que Antifa estaba fuertemente infiltrada por agentes provocadores— para silenciarnos a todos. El Estado corporativo temía el amplio atractivo del movimiento Occupy, incluso para aquellos que formaban parte de los sistemas de poder. El movimiento fue objeto de ataques porque articulaba una verdad sobre nuestro sistema económico y político que traspasaba las fronteras políticas y culturales.

Antifa, que quede claro, no es una organización terrorista. Puede que confunda los actos de vandalismo menor y un cinismo repulsivo con la revolución, pero su designación como organización terrorista no tiene justificación legal.

Antifa considera enemigo a cualquier grupo que busque reconstruir las estructuras sociales, especialmente a través de actos no violentos de desobediencia civil. Se oponen a todos los movimientos organizados, lo que solo garantiza su propia impotencia. No solo son obstruccionistas, sino que también lo son para aquellos de nosotros que también intentamos resistir. Desprecian a cualquiera que no tenga su pureza ideológica. No importa si las personas forman parte de sindicatos, movimientos obreros y populistas o si son intelectuales radicales y activistas medioambientales. Estos anarquistas son un ejemplo de lo que Theodore Roszak, en «The Making of a Counter Culture», denominó la «adolescencia progresista» de la izquierda estadounidense.

John Zerzan, uno de los principales ideólogos del movimiento Black Bloc en Estados Unidos, defendió «Industrial Society and Its Future» (La sociedad industrial y su futuro), el manifiesto divagante de Theodore Kaczynski, conocido como Unabomber, aunque no respaldó los atentados con bombas de Kaczynski. Zerzan descarta una larga lista de supuestos «traidores», empezando por Noam Chomsky e incluyéndome a mí mismo.

Los activistas del Black Bloc en ciudades como Oakland rompieron los escaparates de las tiendas y las saquearon. No fue un acto estratégico, moral o táctico. Se hizo por el simple hecho de destruir. Los actos aleatorios de violencia, saqueo y vandalismo se justifican, en la jerga del movimiento, como componentes de la «insurrección salvaje» o «espontánea». Estos actos, argumenta el movimiento, nunca pueden organizarse. La organización, en el pensamiento del movimiento, implica jerarquía, a la que siempre hay que oponerse. No puede haber restricciones a los actos «salvajes» o «espontáneos» de insurrección. Quien resulte herido, resulta herido. Lo que se destruya, se destruye.

«El movimiento Black Bloc está infectado de una hipermasculinidad profundamente inquietante», escribí. «Esta hipermasculinidad, supongo, es su principal atractivo. Aprovecha el deseo que acecha en nuestro interior de destruir, no solo cosas, sino también seres humanos. Ofrece el poder divino que acompaña a la violencia colectiva. Marchar como una masa uniformada, todos vestidos de negro para formar parte de un bloque anónimo, con el rostro cubierto, supera temporalmente la alienación, los sentimientos de insuficiencia, impotencia y soledad. Imparte a los miembros de la turba un sentido de camaradería. Permite desatar una rabia incipiente contra cualquier objetivo. La piedad, la compasión y la ternura quedan desterradas por la embriaguez del poder. Es la misma enfermedad que alimenta a los enjambres de policías que rocian con gas pimienta y golpean a manifestantes pacíficos. Es la enfermedad de los soldados en la guerra. Convierte a los seres humanos en bestias».

Pero aunque me opongo a Antifa, no les culpo por la respuesta del Estado. Si no fuera Antifa, sería otro grupo. Nuestro Estado policial, que se consolida rápidamente, utilizará cualquier mecanismo para silenciarnos. De hecho, acoge con agrado la violencia. Las tácticas de confrontación y la destrucción de la propiedad justifican formas draconianas de control y asustan a la población en general, alejándola de cualquier movimiento de resistencia. Necesita a Antifa o a un grupo similar. Una vez que se consigue difamar a un movimiento de resistencia como una turba enfurecida que quema banderas y lanza piedras —algo en lo que están trabajando duro los miembros de la administración Trump—, estamos acabados. Si nos aislamos, nos pueden aplastar.

«Los movimientos no violentos, en cierto modo, aceptan la brutalidad policial», escribí. «El continuo intento del Estado de aplastar a los manifestantes pacíficos que reclaman simples actos de justicia deslegitima a la élite del poder. Incita a una población pasiva a responder. Atrae a algunos dentro de las estructuras del poder a nuestro lado y crea divisiones internas que conducirán a la parálisis dentro de la red de autoridad. Martin Luther King siguió organizando marchas en Birmingham porque sabía que el comisario de Seguridad Pública «Bull» Connor era un matón que reaccionaría de forma exagerada».

«El auge explosivo del movimiento Occupy Wall Street se produjo cuando unas pocas mujeres, atrapadas detrás de una malla naranja, fueron rociadas con gas pimienta por el subinspector de la policía de Nueva York Anthony Bologna», continué. «La violencia y la crueldad del Estado quedaron al descubierto. Y el movimiento Occupy, gracias a su firme negativa a responder a las provocaciones policiales, resonó en todo el país. Perder esta autoridad moral, esta capacidad de mostrar a través de la protesta no violenta la corrupción y la decadencia del estado corporativo, sería devastador para el movimiento. Nos reduciría a la degradación moral de nuestros opresores. Y eso es lo que quieren nuestros opresores».

Vi cómo se utilizó a Antifa como arma para acabar con el movimiento Occupy. Ahora se está utilizando como arma para sofocar cualquier resistencia, por tibia y benigna que sea.

Esta justificación de la represión generalizada es un teatro absurdo, caracterizado por ficciones, incluida la supuesta alianza «rojo-verde» entre islamistas y la «izquierda radical». Stephen Miller, el principal asesor político de Trump, insiste en que hubo una «campaña organizada» detrás del asesinato de Charlie Kirk, cuyo martirio ha impulsado la represión estatal. Cualquier opositor a Trump, incluido el multimillonario financiero George Soros y sus Open Society Foundations, pronto quedará atrapado en la red.

Ahora todos somos antifa.

Fuente: Chris Hedge

Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador López Arnal

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