lunes, 6 de octubre de 2025
¿Plan de paz? Israel asesina a 65 personas en las últimas 24 horas en la ciudad de Gaza. Día 730º del genocidio
¿Plan de paz? Israel asesina a
65 personas en las últimas 24 horas en la ciudad de Gaza. Día 730º del
genocidio
kaosenlared
6 de octubre
de 2025
El Ministerio de Salud en Gaza reportó este
domingo al menos 65 personas asesinadas y 153 heridas durante las últimas
24 horas como resultado de los ataques israelíes en distintas zonas de la
Franja.
Según el balance acumulado desde el inicio de
la masacre israelí el 7 de octubre de 2023, la cifra de muertos
ascendió a 67.139 y los lesionados a 169.583.
Desde la reanudación de la matanza el 18 de marzo, el
número de víctimas aumentó a 13.549 fallecidos y 57.542
lastimados. Además, reportaron 2.605 decesos y más de 19.124
afectados entre quienes buscaban ayuda humanitaria.
El ejército de ocupación israelí continúa su guerra
genocida en la Franja de Gaza por 730 días consecutivos, perpetrando una
horrible masacre en el barrio de Tuffah de la ciudad de Gaza el sábado por la
noche. Lanzó más de 93 ataques aéreos y de artillería en toda la Franja,
matando a 70 civiles en las últimas 24 horas.
La oficina de prensa del gobierno en Gaza informó que
47 del total de víctimas ocurrieron sólo en la ciudad de Gaza, que está siendo
testigo de una escalada militar generalizada.
Las fuerzas de ocupación israelíes perpetraron una
horrible masacre el sábado por la noche, bombardeando una vivienda en el barrio
de al-Tuffah, al noreste de la ciudad de Gaza. El ataque mató al menos a 18
civiles y dejó decenas de heridos, mientras los equipos de rescate continúan
buscando a personas desaparecidas bajo los escombros.
El intenso bombardeo de la ciudad de Gaza continuó
hasta la mañana del domingo. Aviones de guerra israelíes lanzaron nuevos
ataques contra el barrio de Tuffah y la artillería atacó el barrio de Tel
al-Hawa. Al amanecer, los bombardeos de artillería también impactaron el barrio
de al-Sabra, las zonas de los túneles y la calle al-Jalaa, causando heridos.
En el centro de la Franja de Gaza, la artillería y los
ataques aéreos israelíes atacaron los campos de refugiados de Maghazi, Bureij y
Nuseirat. En el sur de la Franja de Gaza, el Complejo Médico Nasser recibió a
nueve mártires de las zonas de estacionamiento de Rafah y Morag, mientras que
los equipos recuperaron a tres mártires de Bani Suhaila.
En otro incidente, tres ciudadanos murieron y otros
diez, incluidos solicitantes de ayuda, resultaron heridos por el fuego de las
fuerzas israelíes al sur de Khan Yunis.
Diario Al-Quds Libération صحيفة القدس ليبراسيون
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Activistas de la Flotilla Global Sumud que regresan al país denuncian grave maltrato físico y psicológico en prisión
Activistas
de la Flotilla Global Sumud que regresan al país denuncian grave maltrato
físico y psicológico en prisión
6 de octubre de 2025 /
Después de cinco días de tensión diplomática y denuncias de abusos, los primeros españoles que viajaban en la Global Sumud Flotilla han regresado este domingo a Madrid. Los 21 deportados, de un total de 49 ciudadanos del Estado español, aterrizaron pasadas las 20:30 en el aeropuerto de Barajas, donde fueron recibidos por unas 200 personas —entre familiares, periodistas y simpatizantes— que portaban banderas palestinas y pancartas contra el bloqueo a Gaza.
Los activistas formaban
parte de la flotilla internacional que intentaba llevar ayuda humanitaria a la
Franja para “romper el bloqueo ilegal” impuesto por Israel. La expedición,
compuesta por 42 embarcaciones y más de 450 tripulantes de 30 países, fue
interceptada el pasado 1 de octubre por fuerzas israelíes en aguas
internacionales. La operación militar desencadenó una ola de indignación
mundial y numerosas denuncias por tortura y trato degradante hacia los
detenidos.
A su llegada, los
repatriados relataron los días de reclusión en la prisión de Saharonim, en el
desierto del Néguev. Según los testimonios recogidos, las condiciones fueron
“inhumanas”. El periodista italiano Saverio Tommasi describió la experiencia
como “tortura” y una “negación absoluta de los derechos humanos”. En
declaraciones a medios europeos, explicó que los guardias confiscaron los
medicamentos de los prisioneros —incluidos inhaladores y fármacos cardíacos— y
los sometieron a privación del sueño, amenazas con armas y humillaciones
constantes.
Los relatos se han agravado
tras conocerse los abusos sufridos por la activista sueca Greta
Thunberg, quien, según varios medios internacionales, fue víctima de
maltrato psicológico, arrastrada por el cabello y forzada a besar banderas
israelíes. Testigos aseguraron que fue confinada en una sala insalubre “como
trofeo” para amedrentar al resto de detenidos.
El ministro israelí de
Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, justificó el operativo al
declarar que estaba “orgulloso” de que se tratara a los activistas “como
partidarios del terrorismo”. Añadió que los encarcelados “merecían sentir las
duras condiciones” de la prisión de Ketziot para “pensarlo dos veces antes de
acercarse a Israel de nuevo”, declaraciones que provocaron protestas
diplomáticas en países como Grecia.
El Gobierno israelí ha
desmentido las acusaciones de tortura calificándolas de “mentiras descaradas”.
Sin embargo, las denuncias han intensificado la condena global: cientos de
miles de personas se manifestaron este fin de semana en Estambul, Roma,
Ámsterdam y Madrid para exigir la liberación de los activistas y el fin del
asedio a Gaza, donde los bombardeos israelíes han causado más de 67.000
muertes palestinas desde octubre de 2023.
Entre los participantes de
la flotilla se encontraban figuras conocidas como Mandla Mandela,
nieto de Nelson Mandela, y la exalcaldesa de Barcelona Ada Colau,
quien también denunció los “abusos y maltratos” sufridos durante la detención. A
su llegada al aeropuerto de El Prat, Colau calificó la intervención israelí
como “un secuestro en aguas internacionales” y anunció que emprenderá
“acciones” legales. “Nos enfrentamos a un Estado neofascista que actúa con
total impunidad. Es momento de movilizarse para frenarlo”, afirmó junto al
concejal de ERC Jordi Coronas.
Mientras tanto, 28
activistas españoles permanecen encarceladas en Israel, en la prisión de
Ketziot. Seis de las 19 mujeres retenidas han iniciado una huelga de
hambre en protesta por el asalto y las condiciones de su detención.
Organizaciones de derechos humanos y familiares exigen que se garantice su
derecho a la asistencia consular, a un proceso judicial justo y a la atención
médica adecuada.
La crisis diplomática
abierta por la intercepción de la Global Sumud Flotilla sigue
escalando, mientras los testimonios de los deportados ponen en el centro del
debate internacional las prácticas del gobierno israelí en su control del
bloqueo sobre Gaza.
“Esto
se llama tortura, una negación de los derechos humanos, incluso los más
básicos”, reiteró Tommasi a su llegada a Roma. “Se llevaron
las medicinas de todos: de personas con asma, con enfermedades cardíacas,
incluso de un hombre de 86 años. Les quitaron su inhalador.”
VIDEO DE CRISTINA MARTINEZ
DE LUGO PARA KAOSENLARED
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Imagen de portada: Cristina
Martínez de Lugo
La guerra, la de verdad, más cerca
La manera más
fácil para que EEUU alivie su economía es mediante una guerra, pero que quien
la libre sea Europa, y con bien pagadas armas estadounidenses. Por ahora, Trump
parece haberse olvidado de China.
La guerra, la de verdad, más cerca
El Viejo Topo
3 octubre, 2025
En estos días
han aparecido dos artículos que obligan a reflexionar y, sobre todo, a
prepararse para lo que viene, para lo que se nos viene y que no somos capaces
de afrontar, ni siquiera verbalizar. El primero, escrito por un economista
solvente: Juan Torres (“El oro destrona a los bonos de Estados Unidos”,
Rebelión 27/09/2025); el segundo, por un historiador especializado en
relaciones internacionales y con una larga experiencia como corresponsal:
Rafael Poch (“La ampliación de la guerra de Ucrania está servida y bien
anunciada” CTXT ,25/9/2025) Ambos trabajos hay que entenderlos, eso pienso yo,
como avisos de un incendio que ya comenzó y que puede terminar por consumirnos
a todo. Como casi siempre el supuesto catastrofismo está en la realidad.
Juan Torres
parte de un dato especialmente significativo: los bancos centrales están
comprando masivamente oro, hasta el punto que pronto ―si no lo han hecho ya,
ojo― superarán a los bonos del tesoro norteamericanos en sus balances. Se trata
de una señal significativa de los cambios económicos y de poder que se están
produciendo en nuestro mundo. ¿Razones? El economista granadino lo explica con
claridad: el declive del poder económico y tecnológico de la superpotencia
estadounidense, su enorme deuda y las dudas que genera sobre el futuro del
dólar, la ampliación de los BRICS y su apuesta por un nuevo sistema monetario
internacional, la vulnerabilidad de los bancos privados… Se podría continuar.
Lo decisivo es que aquí se entra ya en el terreno de la geopolítica, es que
EEUU vive una situación de emergencia y necesita revertirla antes que sea
demasiado tarde. Trump hace lo que está obligado a hacer.
De los tres
pilares en que se ha basado históricamente el poder imperial norteamericano, en
dos (su potencial económico y el papel del dólar como moneda de reserva) se
encuentra ante graves dificultades; y en el tercero, el político-militar, donde
conservaba un claro predominio, China (en alianza con Rusia) acorta distancia y
no tardará en alcanzar la paridad. El tiempo se agota. Los demás, especialmente
los aliados, deben pagar y financiar el rearme, la reindustrialización de los
EEUU.
La hipótesis de
Juan Torres clara: “Estados Unidos necesita que Europa necesite dólares y eso
solo se puede conseguir hoy en día de una forma: haciendo que Europa se
involucre en la guerra de Ucrania y Rusia. Solo eso permitiría que llegue a los
Estados Unidos el flujo de decenas de miles de millones de dólares que necesita
para mantener su hegemonía militar”. Concluyendo, “Europa va a estar en guerra,
de una u otra manera, con mayor o menor intensidad, participando más o menos
países, muy pronto. Quizá a lo largo de los próximos seis meses”.
Rafael Poch
toma nota de declaraciones, cada vez más explicitas, de políticos, militares,
de dirigentes que ponen fecha para un enfrentamiento con Rusia y que no tienen
ningún reparo en reconocer que están ayudando a Ucrania a rearmarse con
objetivos extremadamente precisos: golpear a la retaguardia profunda de Rusia,
a ciudades como San Petersburgo y Moscú. El historiador catalán llama la
atención sobre la aceleración del clima de guerra y la irresponsabilidad de los
dirigentes europeos. Señala un dato muy relevante: la mediocridad de los
políticos reinantes, su incultura histórica y su incapacidad para entender las
consecuencias de sus acciones.
Una de las
claves, para mí, la más relevante: “Europa transfirió a los Estados Unidos
todas las decisiones estratégicas en materia de seguridad y política exterior
continental. Y el problema era que Washington consideraba que Rusia ya no era
una gran potencia, mientras que los rusos sí se consideraban una gran potencia
y no tenían, ni tienen, la menor intención de renunciar a su soberanía y
autonomía mundial”. No se puede decir con más precisión. Esto es el origen de
todo: el rechazo de la Rusia de Primakov y de Putin a aceptar el “Nuevo Orden
Internacional y sus normas” impuesto por los EEUU y el papel (subalterno)
asignado a Rusia en él.
El clima bélico
se agudiza y las declaraciones abiertamente beligerantes se suceden. Los mapas
de los conflictos se generalizan, la militarización de las relaciones
internacionales se impone en el conjunto del planeta y las posibilidades de una
nueva agresión de Israel/EEUU a Irán crecen en una espiral que no parece tener
fin. Rafael Poch insiste e insiste, no se están escuchando las demandas rusas
y, lo peor, las élites europeas siguen pensando que todavía es posible derrotar
a Rusia. La señal más significativa de tanta retórica militarista es, de nuevo,
la subestimación de su potencial económico, tecnológico, técnico-militar y
político-militar. Donald Trump, bien asesorado por Zelenski, ahora,
precisamente, habla de Rusia como un “tigre de papel”. ¿Se lo creerá? Lo dudo.
¿Dónde estamos?
Cerca del precipicio. Los así llamados “dispuestos” y “voluntarios” para vencer
a Rusia están al timón de una Unión Europea que ha encontrado en el rearme y la
hostilidad a Rusia un dispositivo estratégico para salir de su crisis
existencial. Tienen poca vuelta hacia atrás. Ese es el problema y nuestro
problema; sí, nuestro problema: gobiernan en nuestro nombre y lo hacen con
nuestro consenso activo o pasivo.
Dilemas
estratégicos:
a) Rusia está
ganando en el frente político-militar. La propaganda se puede repetir una y
hasta mil veces, lo que no se puede es negar la realidad. El ser tiende a
perseverar en ser. Las sanciones no han funcionado, el consenso en torno a
Putin creció y se amplió. Es más, la guerra ha disminuido el papel de los
grandes empresarios (los famosos oligarcas, que aquí no los hay, son todos
leales partidarios del libre mercado), la planificación crece y se desarrolla
en torno a la reindustrialización de una Rusia que, según se decía, era la
periferia del sistema-mundo. En paridad de compra es la cuarta economía
mundial.
b) La Unión
Europea (mucho más alemana que en la época de Merkel) se encuentra con
dificultades sobresalientes. Se comprometió a fondo con Biden y Trump la desprecia
hasta la humillación. La trata como entidad subalterna. Todo lo que pidió se lo
dieron, todo. Algo más que un billón trescientos mil millones de dólares.
Comprarán armas, petróleo y gas de la “superpotencia imprescindible”. Las
élites europeas se sienten sus representes en este decadente viejo mundo y sus
imprescindibles aliados. ¿Autonomía estratégica? Seamos serios. Eso solo se lo
creé Borrell. Propaganda para federalistas y demás consumidores de los Estados
Unidos de Europa.
c) La OTAN y la
UE quieren la guerra y no la pueden ganar sin los EEUU. ¿A qué juega Trump? A
lo suyo. América primero, “su” América y su poder primero. No debería
olvidarse. Marco d’Eramo lo expresó con claridad hace unas semanas ―por cierto,
lo cito a él para no nombrar a Lenin, mi maestro, que se ha ido convirtiendo,
estúpidamente, en el innombrable. Dice así Marco: “Ninguna clase dirigente que
detenta el poder está dispuesta a cederlo o a ver cómo disminuye y, mucho
menos, a presenciar cómo desaparece. El debate entre las diferentes facciones
de las clases dirigentes siempre girará en torno al “modo” de gestionar el
imperio, la estrategia para fortalecerlo y a las tácticas para expandirlo”.
¿Queda claro? Pues debería.
d) Trump
reacciona desde el bloque político-social que intenta representar y con las
alternativas
disponibles según la relación de fuerzas existentes. Hay que entenderlo: EEUU
vive una guerra civil latente, incubada desde hace mucho tiempo y relacionada
con una contradicción difícil de superar entre su papel imperial y su
existencia como Estado Nacional. El repliegue tiene que ser selectivo. La clase
política norteamericana, en su mayoría, sigue con los viejos esquemas y es
ferozmente antirrusa. Israel, más allá y más acá de los reconocimientos
simbólicos de la soberanía palestina, está jugando a fondo la carta de la
guerra en Europa en estrecha alianza con Zelenski y los “dispuestos”
¿Qué hace
Trump? Verlas venir. Hay hipótesis. La predominante es que deja jugar y
supervisa el escenario. No le va mal. Los países de la OTAN y de la UE compran
las armas a EEUU y luego las donan a Ucrania. El Presidente actúa como si nada
tuviera que ver con la organización político-militar más potente del planeta y
que en estos momentos juega un papel geopolítico decisivo al servicio de los
intereses estratégicos de los EEUU.
e) Llevan razón
Juan Torres y Rafael Poch. La guerra está más cerca. Se está construyendo un
escenario político-mediático basado en el miedo y en la inseguridad que
presagia lo peor. Todos los grandes medios, sin excepción, se han convertido en
terminales de los aparatos de inteligencia de la OTAN. Repiten supuestos
informes que no tienen otra función que demonizar a Rusia y asustar a unas
poblaciones que crecientemente asumen el papel de coro pasivo de una obra construida
para fomentar el temor y la pasividad.
Hablar del
genocidio en Gaza sin relacionarlo con la reorganización del espacio
político-estratégico de Oriente próximo es no entender lo que hay en juego,
igual que no relacionarlo con el problema central: la crisis de la hegemonía
del Occidente colectivo bajo dirección de los EEUU. No engañan, lo dicen
abiertamente, pero nos negamos a escucharlos. Cuando el canciller Merz afirmó
que Israel estaba haciendo el trabajo sucio por nosotros, se refería a que Netanyahu
es la vanguardia político-militar de un Occidente que se niega a entregar el
mando y que está dispuesto a jugársela en una guerra de grandes dimensiones.
Esto es lo que
une los distintos conflictos y explica el papel de los EEUU y de la Unión
Europea: impedir cueste lo que cueste la transición hacia un mundo multipolar
más justo, democrático e inclusivo.
jueves, 2 de octubre de 2025
El pantano de Ucrania, ¿por qué Occidente cree su propia propaganda?
El pantano de Ucrania, ¿por qué Occidente cree su propia propaganda?
Rebelión / org
25/08/2025
foto
Fuentes: El tábano economista
Lo principal es esencial a los ojos, Trump felicitó a Zelensky por su traje
(El Tábano Economista)
El infierno
estratégico, se podría argumentar, no es necesariamente un lugar de llamas y
agonía explícita, sino más bien una sala de espejos donde cada decisión se
refleja invertida, distorsionada hasta convertirse en su propia derrota. Es la
siniestra habilidad de tener la verdad frente a los ojos, desnuda y cruda, y
persistir en interpretarla al revés, confundiendo la arrogancia con la
fortaleza, la sumisión con la unidad y, el más grave de todos los errores, un
alto al fuego temporal con la frágil paz duradera. Esta disonancia cognitiva,
este abismo entre la narrativa fabricada y la realidad material, encuentra su
expresión más pura y costosa en el pantano de Ucrania.
Existe un
guion, meticulosamente elaborado, cuya narrativa insiste, con una terquedad
cercana al fervor religioso, en que la operación especial rusa comenzó como un
acto de agresión no provocada un día de febrero de 2022. Algo horrible de decir
o espantoso de contar, que como era de esperar, surgió de la mente revanchista
de un solo hombre, desconectado de cualquier contexto histórico de seguridad
previa.
Cualquier
mención a las causas profundas, a la secuencia de eventos será tachada de
«propaganda del Kremlin». Sin embargo, para comprender el callejón sin salida
actual y la férrea posición de Moscú, es imperativo, por incómodo que resulte,
trazar esa línea histórica, que nunca modificó su narrativa. La expansión
constante de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el
este, desde la disolución de la Unión Soviética en 1991, no es un detalle
anecdótico; es la herida abierta, la grieta tectónica que incubó este
conflicto.
Avanzó
aproximadamente 1.600 kilómetros hacia las fronteras rusas, incorporando a una
decena de países que antes integraban el Pacto de Varsovia; no fue un acto
geopolítico neutral. Fue, en la percepción rusa —y no sin una base de razón—,
el desmembramiento deliberado y progresivo de cualquier arquitectura
de seguridad colectiva euroasiática que pudiera incluir a Moscú
como un socio en pie de igualdad. Ignorar esta lógica fundamental, este casus
belli estructural, es condenarse a no comprender absolutamente nada
del conflicto y menos aún, su discusión.
La prueba más
dolorosa de esta obstinación occidental yace en un documento fantasma, un
camino no tomado que condenó a cientos de miles a una muerte evitable. En la
primavera de 2022, el mundo estuvo al borde de una solución. Según revelaciones
del Wall Street Journal, que
han sido corroboradas por diversas fuentes, existió un borrador de tratado de
paz entre Rusia y Ucrania, un texto de 17 páginas que delineaba el fin del
conflicto.
Sus cláusulas,
ahora vistas desde el presente, parecen provenir de una realidad alterna donde
la sensibilidad prevaleció sobre la arrogancia. Ucrania se comprometía a
restaurar su neutralidad constitucional, abandonando toda aspiración de
ingresar a la OTAN; otorgaba estatus oficial al idioma ruso; aceptaba límites
concretos al tamaño y capacidades de sus fuerzas armadas, renunciando a
albergar armas extranjeras ofensivas, y, lo crucial, reconocía la influencia rusa
en Crimea, a cambio de recibir garantías de seguridad de los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, un mecanismo multilateral que
incluía a Rusia, pero también a potencias occidentales.
Sobre los
territorios de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, el documento preveía un
mecanismo de consulta popular, un referéndum bajo supervisión internacional para
decidir su estatus futuro, un proceso que, de todos modos, Moscú impondría
meses después, en septiembre de 2022. Este acuerdo, por imperfecto que fuera,
hubiera congelado el conflicto, salvado innumerables vidas y preservado la
integridad territorial ucraniana en mucha mayor medida que la catástrofe
actual.
¿Por qué no se
firmó? La respuesta es el núcleo de la tragedia occidental: la creencia
fanática en su propia propaganda. La narrativa de una Rusia al borde del
colapso, estrangulada por sanciones económicas «sin precedentes» y derrotada en
el campo de batalla por un David ucraniano armado por Occidente, se impuso
sobre la realidad. El entonces primer ministro británico, Boris Johnson, fue
enviado a Kiev con un mensaje claro, según múltiples reportes: no se firmará
ningún acuerdo; Occidente proveería todo lo necesario para la victoria.
Era una apuesta
basada en una ilusión, una que el propio New York
Times y otros medios del establishment se
vieron forzados a admitir que había fracasado estrepitosamente tras la
contraofensiva ucraniana del verano de 2023, un esfuerzo monumental que se
estrelló contra las profundas líneas defensivas rusas con un coste humano y
material inaceptable, un desgaste que continuó hasta septiembre de 2024,
sellando el destino del conflicto. La guerra se prolongó no porque Ucrania
pudiera ganar, sino porque Occidente no podía admitir que su estrategia de
derrotar a Rusia era un espejismo. Prefirieron sacrificar la paz posible en el
altar de una victoria imposible.
El 14 de junio
de 2024, en un
discurso fundamental ante los ejecutivos de su Ministerio de
Asuntos Exteriores, el presidente Vladímir Putin enumeró las condiciones para
poner fin a la guerra. Sus condiciones eran, en esencia, las mismas de 2022,
pero ahora endurecidas por el hierro y la sangre de dos años más de guerra: 1)
la desmilitarización de Ucrania, reduciendo drásticamente su potencial
ofensivo; su «desnazificación», un término propagandístico que en la práctica
se traduce en un cambio de élite política en Kiev mediante elecciones; 2) el
restablecimiento permanente de la neutralidad constitucional,
enterrando cualquier aspiración a la OTAN, y, el punto crucial, el
reconocimiento internacional de la «nueva realidad sobre el terreno», es decir,
la anexión rusa de las cuatro regiones de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia
en sus fronteras completas, aunque no las controle totalmente.
Solo una vez
aceptados estos hechos Moscú estaría dispuesto a sentarse a hablar de lo que
Putin llama la «reorganización de la arquitectura de seguridad euroasiática»,
es decir, abordar la causa raíz que ellos identifican: la expansión de la OTAN.
¿Algo ha cambiado? En absoluto. La única diferencia es que ahora Rusia no
negocia desde una posición de buscar un compromiso, sino desde la posición de
una potencia victoriosa que busca la rendición de su adversario y la
formalización de sus ganancias. Occidente, que en 2022 despreció un acuerdo que
hubiera salvado mucho de lo que ahora está perdido, se encuentra ante unas
exigencias mucho más severas.
La intrínseca y
brutal relación entre el avance en el campo de batalla y la mesa de
negociaciones quedó expuesta de manera obscena con la reciente intervención del
presidente Trump reduciendo los 50 días para alcanzar una tregua con Ucrania.
Era el reconocimiento tácito de un hecho incontrovertible para cualquier
analista militar serio: la línea del frente ucraniano se está desintegrando.
Los avances rusos están quebrando la resistencia enemiga, que sufre de una
escasez crítica de soldados, artillería, municiones y defensas aéreas. La
propuesta de Trump de una reunión en Alaska, por surrealista que pareciera, era
un síntoma de desesperación, un intento de Washington de crear una rampa de
salida gestionada antes de que el colapso militar en el teatro europeo se
volviera total e incontestable, arrastrando consigo el prestigio y la
credibilidad de Estados Unidos.
La cumbre de
Alaska, en este sentido, fue una jugada maestra de Putin, una maniobra de soft
power ejecutada con precisión quirúrgica. Le permitió presentarse ante
el mundo no como un paria, sino como un actor global legítimo e
indispensable, recibido en suelo estadounidense para discutir los
términos de la paz, términos que él mismo dictaba. Le otorgó una legitimidad
diplomática que Occidente le había negado durante años y, lo que es más
crucial, le regaló un tiempo invaluable para continuar sus operaciones militares
de desgaste, consolidando sus ganancias territoriales mientras sus oponentes se
distraían con el teatro de la diplomacia. Alaska, como era previsible, no
produjo un avance concreto, pero su mera celebración fue una victoria
propagandística y estratégica para Moscú.
Demostró que,
después de tres años de conflicto y de una retórica belicista sin cuartel, era
la OTAN —o más precisamente— su líder, Estados Unidos, quien, reconociendo su
derrota indirecta, se veía forzada a mendigar una conversación. La pregunta
crucial que flota en el aire es: ¿por qué Rusia, desde su posición de fuerza
abrumadora, extendería este salvoconducto a Washington? ¿A cambio de qué
concedería a Estados Unidos una retirada medianamente digna de este pantano?
La respuesta
parece tejerse en una compleja red de cálculos de largo plazo. Es posible que
el Kremlin vea en Trump a un interlocutor más pragmático, menos ideologizado y
más susceptible de entablar una relación transaccional basada en intereses
mutuos, lejos del moralismo de la administración Biden. Existe la posibilidad
de un gran quid pro quo que trascienda Ucrania: un
entendimiento tácito sobre esferas de influencia que podría abarcar desde la
gestión del Ártico y los recursos energéticos, hasta acuerdos sobre la no
proliferación de cierto tipo de armamentos o incluso una relajación coordinada
de sanciones.
La audaz teoría
de un «Kissinger inverso» —donde Estados Unidos intentaría separar a Rusia de
su alianza estratégica con China— es, aunque extremadamente difícil, un objetivo
lo suficientemente tentador para Washington como para ofrecer concesiones
sustanciales a Moscú. Para Rusia, incluso el simple hecho de flirtear con esta
posibilidad le otorga una ventaja en su relación con Beijing, permitiéndole
negociar desde una posición de mayor fuerza con su poderoso socio oriental,
evitando convertirse en un mero satélite de China. Es un juego de equilibrios
geopolíticos de alto riesgo donde Rusia, astutamente, se posiciona como el
pivote entre dos gigantes enfrentados.
Sin embargo, la
imagen más elocuente de la derrota estratégica europea y su humillante
subordinación no se encontró en las estepas de Ucrania, sino en el Salón Oval
de la Casa Blanca. Como astutamente expuso el analista Alfredo Jalife-Rahme,
dos fotografías valen más que un millón de palabras para capturar el nuevo
orden mundial en ciernes. La primera muestra a Donald Trump junto a un
Volodymyr Zelensky visiblemente incomodo, posando frente a un mapa mural de
Ucrania que, por su ubicación, resulta profundamente sugerente, casi como un
presagio de la amputación territorial que se avecina (bit.ly/3V647wq). La
segunda es aún más devastadora: un grupo de líderes europeos: el Canciller
alemán, el presidente francés, el primer ministro británico, la presidenta de
la Comisión Europea —sentados apretujados en sus sillas, con semblantes ceñudos
y cuerpos encogidos, como colegiales regañados— frente a la imponente mesa de
trabajo de Trump, flanqueada por los bustos vigilantes de Abraham Lincoln y
Theodore Roosevelt, titanes de la unidad y el poder presidencial estadounidense
(bit.ly/4oInf1d).
La imagen es
perfecta: la vieja Europa, arrogante y presumida de su poder, reducida a un coro
de suplicantes expectantes, aguardando mansamente la audiencia del nuevo
emperador para ser informada de su destino. Habían acudido allí con una chispa
de valentía. Creyeron que acompañar a Zelensky les daría peso colectivo. Fue un
error catastrófico de cálculo. El objetivo real de convocarlos, según confesó
un alto funcionario de la administración Trump a Politico,
era precisamente el opuesto: decirles: “Estamos al mando; aprueben todo lo que
digamos».
Esta torpeza
europea no nace solo de la cobardía política; nace de una realidad material
incontestable y aterradora. La capacidad de Europa para librar esta guerra —o
cualquier guerra de alta intensidad contra una potencia como Rusia— sin el
paraguas nuclear, logístico, de inteligencia y militar de Estados Unidos es
simplemente inexistente. El proyecto de autonomía estratégica europea ha sido,
hasta ahora, poco más que un eslogan bonito para discursos en conferencias. Una
retirada abrupta de Estados Unidos, o incluso una reducción sustancial de su
compromiso, dejaría al continente frente a un desastre estratégico de
proporciones históricas. Carece de una fuerza disuasoria creíble por sí sola:
sus stocks de armamento están agotados tras dos años de enviarlos a Ucrania, su
industria militar es lenta, fragmentada e incapaz de escalar en una producción
a la velocidad necesaria.
El movimiento
de Trump al convocar a los europeos fue de una jugada maquiavélica. Tenía un
objetivo dual perfecto. Por un lado, al forzar a los líderes europeos a
presenciar y, por su silencio implícito, avalar la negociación directa con
Zelensky, conviertiendolos en cómplices de cualquier acuerdo desfavorable que
se alcanzara. Sin ellos la idea de que Zelensky, presionado por Trump, aceptar
términos perjudiciales, y pudiera luego volver a Bruselas o Berlín en busca de
refugio entre sus «socios belicistas», quedaba instantáneamente destruida.
Si Europa,
representada por sus máximos líderes, guardó una dócil obediencia en el Salón
Oval, no puede luego desvincularse del resultado. Por otro lado, proporciona a
Estados Unidos la coartada perfecta para una retirada gestionada. Si el acuerdo
finalmente se firma —aunque sea una capitulación encubierta— Washington podrá
presentarlo como un éxito de su diplomacia, caso en contrario se atribuirá
cualquier concesión dolorosa a la «debilidad» o «intransigencia» de los
europeos y de Zelensky.
La narrativa ya
está siendo preparada: «Hicimos lo posible, pero nuestros aliados no estuvieron
a la altura», «Zelensky se aferró a un orgullo nacionalista irresponsable».
Incluso se especula con la posibilidad de orquestar una «revolución de colores»
en Kiev para derrocar a un Zelensky que, una vez firmada la paz, se convertiría
en un recordatorio viviente de la derrota y cuyo alto nivel de corrupción
—documentado por Transparencia International y otros— lo hace extremadamente
vulnerable a ser usado como chivo expiatorio. Su principal motivación para
mantenerse en el poder, más allá del patriotismo, podría ser muy pragmática: la
inmunidad judicial. Sin la presidencia, podría enfrentar no solo el ostracismo
político, sino la prisión.
El momento más
surrealista y revelador de toda esta tragicomedia geopolítica ocurrió cuando,
en medio de la reunión con los europeos y Zelensky presentes, Trump llamó por
teléfono a Vladimir Putin y, en un alarde de teatro diplomático, le ofreció
organizar una cumbre inmediata con Zelensky y él estar presente. La respuesta
de Putin, transmitida a todos los presentes, fue una maestría del desdén: No tienes que
venir. Quiero verlo personalmente.
Fue la
confirmación final de que la guerra se terminará en los campos de batalla,
mientras un presidente estadounidense negocia directamente con el Kremlin el
futuro de Europa, con los líderes europeos reducidos a espectadores mudos y
consentidos de su propia irrelevancia. Es el compendio de la pérdida de
soberanía, el costo final de haber creído su propia propaganda y haber
dilapidado, en una sucesión interminable de errores, cualquier oportunidad de
forjar un destino estratégico propio.
El nuevo eje
del mundo gira en torno a Moscú y Washington, las causas principales del
conflicto no se han movido, por lo que la paz, parece bastante lejana.
miércoles, 1 de octubre de 2025
Localizados en el Estado francés más de 320 grupos fascistas
Localizados en el Estado francés
más de 320 grupos fascistas
Un panorama en
el país de la “Liberté, Égalité, Fraternité” realmente preocupante.
Insurgente.org / 30.09.2025
Así lo certifica el medio independiente de investigación francés StreetPress. Este medio ha identificado y geolocalizado a más de 320 grupos y secciones de la extrema derecha extraparlamentaria. Estos, sumados a la extrema derecha parlamentaria genera un panorama en el país de la “Liberté, Égalité, Fraternité” realmente preocupante.
El proyecto,
desarrollado tras una investigación participativa que comenzó en 2023, permite
visualizar de manera detallada (ver imagen de cabecera) la distribución de
estos grupos, que van desde organizaciones identitarias,
“nacional-revolucionarias”, hasta círculos ultracatólicos, monarquistas y
eclécticos.
Según el estudio de StreetPress, la mayoría de estas
organizaciones mantienen una actividad regular fuera de los canales institucionales,
vinculándose con prácticas militantes y, en muchos casos, practicando
modalidades diferentes de violencia directa organizada.
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martes, 30 de septiembre de 2025
Moldavia, enclave estratégico
Moldavia
es una pieza importante de la estrategia geopolítica destinada a asegurar el
dominio occidental del mar Negro. Controlar Moldavia implica controlar
Transnistria, donde viven más de un cuarto de millón de rusos.
Moldavia, enclave estratégico
El Viejo Topo
30 septiembre, 2025
CENTINELA DEL
ESTE: FABRICAR EL MIEDO PARA MILITARIZAR EUROPA
Las
provocaciones otanistas se suceden con una cadencia programada, siempre en la
misma dirección: promover un estado de guerra entre los países de la Alianza
Atlántica y Rusia.
A finales de
febrero, sin pruebas y con gran aparato mediático, se acusó a Moscú de haber
cortado los cables submarinos de energía y comunicaciones de Internet en el mar
Báltico. El ministro de Defensa alemán de entonces, Boris Pistorius, llegó a
calificarlo de “sabotaje”. Sin embargo, la noticia se derrumbó poco después:
las autoridades de EE. UU. y de varios países occidentales concluyeron que no
había habido tal provocación. Pero el daño ya estaba hecho: titulares, portadas
y discursos alarmistas habían sembrado la sospecha.
Reino Unido se
sumó al coro acusando a Rusia de un ciberataque contra su sistema nacional de
salud. Finalmente, el propio gobierno británico admitió que no existió tal
ofensiva y que solo lo planteaban como una “hipótesis futura”. Fue un engaño
consciente, amplificado por medios que en suelo británico alimentan una intensa
campaña de demonización de todo lo ruso.
El guion se
repitió poco después: primero fue la supuesta interferencia del GPS del avión
que trasladaba a Ursula von der Leyen a Polonia, noticia atribuida a un
periodista anónimo y desmentida después por el propio gobierno búlgaro. El caso
fue aprovechado por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, para advertir
que “todos estamos en el flanco oriental, ya sea que vivamos en Londres o en
Tallin”, un mensaje diseñado para situar a toda Europa en estado de alerta.
A continuación,
Rumanía y Polonia acusaron a Rusia de violar su espacio aéreo con drones
militares, lo que Moscú negó categóricamente. Las autoridades polacas, de
hecho, fueron incapaces de precisar cuántos drones habrían entrado en su
territorio: primero hablaron de dos, luego de diez, más tarde de veinte.
Además, los drones habrían tenido que recorrer unos 1.000 km desde su base de
lanzamiento, cuando su autonomía real no supera los 700. El único daño
reportado se produjo en una vivienda particular, cerca de la frontera
ucraniana, causado por un misil lanzado por un caza polaco.
Mark Rutte,
secretario general de la OTAN, dio el siguiente paso: anunció la Operación
Centinela del Este, concebida para “proteger” el flanco oriental de Europa. En
realidad, se trataba de una operación política y militar ya preparada de
antemano. Su objetivo era legitimar la militarización acelerada, utilizando el
miedo para justificar el rearme.
Se aprovechó el
caso de los drones polacos para inventar una excusa: Rusia habría lanzado
drones contra países aliados. Un ejemplo perfecto de cómo un rumor se pretende
transformar en una “amenaza existencial”.
A todo ello se
sumó el cierre de aeropuertos en Dinamarca por el sobrevuelo de varios drones
(atribuido, evidentemente, a Rusia). La respuesta militar fue inmediata:
Francia desplegó aviones Rafale en Polonia, Alemania duplicó el número de
Eurofighters y Reino Unido envió cazas Typhoon. Rumanía también se incorporó al
guion denunciando un supuesto ataque con drones rusos y convocando al embajador
de Moscú, en un gesto claramente coreografiado. Todo ello acompañado por
declaraciones inflamadas y titulares que buscan confirmar la tesis prefabricada
de la “amenaza rusa”.
En este clima,
Polonia y Ucrania reavivan la idea de cerrar los cielos ucranianos, sabiendo
que una zona de exclusión aérea significaría el inicio de un conflicto directo
entre la OTAN y Moscú. Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad
de la Federación Rusa, lo dijo sin rodeos: si los países aliados dan ese paso,
estallará una guerra abierta. Desde el Kremlin, el propio secretario de prensa
Dmitri Peskov fue aún más tajante: la OTAN ya está en guerra contra Rusia al
brindar apoyo directo e indirecto al régimen de Kiev, una idea compartida
incluso por el siempre cauto ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov.
Desde
Washington y Bruselas, las declaraciones se amontonan, se contradicen y luego,
como hemos visto, se desmienten. Todo responde a un mismo patrón: generar temor
para cohesionar a la OTAN subordinando a Europa al dictado de Washington.
La histeria que
se pretende provocar en los países fronterizos con Ucrania no es una simple
maniobra electoral: responde a un objetivo estratégico. Ese objetivo es el
control del mar Negro, un nodo vital para dominar el tránsito marítimo,
energético y comercial, donde Odesa —junto a Crimea— se perfila como pieza
clave. Para la OTAN, la UE y el Reino Unido, Ucrania y Moldavia representan un
frente decisivo para contener a Rusia.
Desde la Guerra
de Crimea (1853-1856), Londres sueña con controlar la salida al mar Negro como
vía para frenar la influencia rusa en la región. Documentos y acuerdos
recientes entre Reino Unido y Kiev revelan que integrar Odesa bajo control
occidental es la finalidad estratégica, en un contexto marcado por la derrota
militar del ejército ucraniano.
Macron, por su
parte, necesita una victoria militar frente a Rusia para reflotar su imagen
pública, hundida en apenas un 17 % de aceptación. Moldavia se convierte, así,
en una pieza más de la estrategia geopolítica destinada a asegurar el dominio occidental
del mar Negro y negar a Rusia cualquier salida marítima estratégica sin
supervisión. Controlar Moldavia implica presionar a Transnistria —enclave donde
viven más de un cuarto de millón de rusos y donde están desplegados unos 1.500
efectivos en misión de paz—. No solo sería una victoria simbólica (humillar a
Rusia conquistando una exrepública soviética), sino también un paso decisivo
para alterar el equilibrio militar y económico en la región, asegurando una
posición dominante que convertiría a Europa Oriental en un peón clave del
tablero anglosajón.
En este marco,
la Unión Europea ha intensificado su apoyo a Moldavia en los últimos años,
especialmente desde 2022, cuando le concedió el estatus de candidato. En junio
de 2024, la UE abrió formalmente las negociaciones de adhesión con el país.
Además, desplegó la Misión de Asociación de la UE en Moldavia (EUPM), con un
presupuesto de más de 19,8 millones de euros, destinada a proporcionar
asesoramiento estratégico en el ámbito de la seguridad electoral.
Es clave en
esta estrategia que Maia Sandu siga en la presidencia en las cruciales
elecciones del 28 de septiembre. No en vano, la UE promovió el cuestionado
proceso electoral de 2024 que renovó su mandato: Sandu, antigua funcionaria del
Banco Mundial, estuvo a punto de perder el referéndum de adhesión a la UE e
incluso la propia presidencia. Fue decisivo el voto de la emigración,
ampliamente potenciado desde Occidente: para 600.000 censados en la UE se
instalaron 240 colegios electorales y se financiaron viajes; en cambio, para
los cerca de 500.000 moldavos censados en Rusia se habilitaron apenas dos
urnas.
La sociedad
moldava, y no sin motivos, ha desconfiado de la casta política prooccidental
que ha gobernado el país. Entre 2012 y 2014, dirigentes proeuropeos en el poder
organizaron una estructura financiera que permitió hacer desaparecer 1.000
millones de dólares (el 12 % del PIB). Señalados y perseguidos, los autores del
desfalco —conocido como “Landromat”— encontraron refugio en países de la UE,
que nunca respondieron a las demandas de extradición de la justicia moldava.
Con esos fondos, la Fundación Open Dialog financió sucesivas campañas hasta
llevar a Sandu a la presidencia. Como en el caso rumano de 2024, la UE solo
admite como democráticas las elecciones que le son favorables.
En este
momento, la tensión política interna se agrava con la represión previa a los
comicios del 28 de septiembre. En las últimas semanas, las autoridades moldavas
han detenido a activistas de la oposición bajo el pretexto de medidas de
seguridad nacional. Para los críticos con el gobierno de Sandu, las detenciones
buscan silenciar la disidencia y consolidar el poder del Partido de Acción y
Solidaridad (PAS). Estas acciones, sumadas a la estrategia electoral y a la
presión externa, configuran un escenario de creciente confrontación.
La provocación
actual no debe entenderse como una mera escalada aislada: forma parte de una
estrategia deliberada de desestabilización diseñada para provocar a Rusia y
justificar la apertura de un segundo frente.
Evidentemente,
el objetivo final es más ambicioso que el caso moldavo: Europa —y, en
particular, el Reino Unido— busca instalar y controlar militarmente Odesa. La
presencia militar francesa en Moldavia añade un elemento de tensión adicional.
Tropas desplegadas en la frontera rumana y en el interior del país bajo mando
de la UE podrían convertirse en un factor clave si los resultados electorales
no favorecen los intereses prooccidentales. En tal escenario, no puede
descartarse una intervención directa, similar a otras operaciones occidentales
en Europa del Este, con el objetivo de asegurar la alineación estratégica de
Moldavia y el asalto a Transnistria.
En definitiva,
la situación moldava no puede entenderse sin vincularla a un diseño estratégico
mayor, donde elecciones, manipulación del voto exterior, represión interna y
presencia militar forman parte de un mismo engranaje. Moldavia emerge como
nuevo escenario de confrontación geopolítica, un tablero donde se dirimen los
intereses de la OTAN y donde el control de Odesa se perfila como clave de la
próxima fase de competencia entre Occidente y Rusia.
Conclusión
La Guerra de
Crimea, hace 150 años, fue en esencia una lucha por el acceso al Mediterráneo y
el control marítimo frente a Rusia. Hoy la historia parece repetirse: Reino
Unido, la OTAN y la UE impulsan una estrategia sistemática para convertir a
Moldavia y Odesa en un nuevo frente oriental, replicando los objetivos de hace
siglo y medio.
Odesa se
presenta como la pieza central para establecer el control militar en el mar
Negro, mientras que Moldavia sería la puerta de entrada a esa proyección
estratégica. Esto revela que la confrontación actual no es un conflicto
aislado, sino parte de una continuidad histórica: los intereses geopolíticos de
Occidente mantienen la misma lógica de contención y control que en la Guerra de
Crimea, adaptada ahora a las condiciones del siglo XXI.