Hoy, la democracia
se ha erosionado, reemplazada por un sistema que favorece a la oligarquía. Las
crisis económicas, sociales y geopolíticas han amplificado esta tendencia, y la
represión y la manipulación se justifican como defensas de la democracia.
TOPOEXPRESS
Cómo murió la democracia occidental
El Viejo Topo
22 agosto,
2025
En Alemania, la
policía registró recientemente los domicilios de cientos de ciudadanos acusados
de insultar a políticos o publicar discursos de odio en la red. En Francia, la
fiscalía abrió una investigación penal contra la plataforma X de Elon Musk, acusándola
de injerencia extranjera mediante la manipulación de algoritmos y la difusión
de discursos de odio. Esto se produjo tras el registro policial de la sede de
la Agrupación Nacional, el principal partido de la oposición francesa, tras la
apertura de una nueva investigación sobre financiación de campañas, tan solo
unos meses después de que Marine Le Pen, exlíder del partido, fuera condenada a
cinco años de inhabilitación por malversación de fondos de la UE.
En el Reino
Unido, más de 100 personas han sido arrestadas simplemente por llevar carteles
que decían «Me opongo al genocidio, apoyo a Acción Palestina», una organización
recientemente prohibida por terrorismo. Mientras tanto, en Estados Unidos, el
gobierno de Trump está implementando una amplia represión de la libertad de
expresión, en particular contra las críticas a Israel.
Estos casos no
son excepciones, sino síntomas de una deriva más profunda y sistémica hacia el
autoritarismo. En Occidente, la censura se ha convertido en una práctica
habitual, la disidencia se criminaliza cada vez más, la propaganda es cada vez
más descarada y los sistemas judiciales se utilizan como armas para silenciar a
la oposición. En los últimos meses, esta tendencia ha degenerado en ataques
directos a las instituciones democráticas fundamentales: en Rumanía, por
ejemplo, se anularon unas elecciones completas por haber producido un resultado
erróneo, y otros países están considerando medidas
similares.
Oficialmente,
todo esto se hace «para defender la democracia». En realidad, el objetivo es
claro: permitir que las clases dominantes mantengan el poder ante un colapso
histórico de su legitimidad.
Si tienen
éxito, Occidente entrará en una nueva era de democracia controlada, o nominal.
Si fracasan, y en ausencia de una alternativa coherente, el vacío podría
allanar el camino a la inestabilidad, el malestar social y las crisis
sistémicas. En cualquier caso, el futuro de la democracia occidental se
presenta sombrío.
Las
advertencias sobre este repliegue democrático verticalista no son nuevas. En el
año 2000, el politólogo británico Colin Crouch acuñó el término «posdemocracia»
para describir el hecho de que la democracia en Occidente, si bien conservaba
sus aspectos formales, se había convertido en una fachada vacía de sustancia.
Según Crouch, las elecciones se habían convertido en espectáculos controlados,
organizados por profesionales de la persuasión dentro de un consenso neoliberal
compartido —promercado, proempresarial, proglobalización— que ofrecía a los
votantes escasas opciones en cuestiones políticas o económicas fundamentales.
Crouch escribía
en el umbral de lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia»: la
victoria global de la democracia liberal occidental, sellada con la caída del
Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. El argumento central de Fukuyama era
que, a partir de entonces, no habría ningún desafío real para la democracia
liberal y el capitalismo de mercado, considerados la cúspide del desarrollo
social.
Durante un
tiempo, la predicción resultó acertada. La histórica derrota del socialismo
había reducido drásticamente el espacio ideológico en Occidente, impidiendo
cualquier desafío estructural al capitalismo y favoreciendo un modelo de
gobernanza tecnocrático y despolitizado, sustentado en el mantra «TINA» (No hay
alternativa): centralidad del mercado, responsabilidad individual y
globalización.
Las protestas
de izquierda de principios de la década de 2000 —contra la globalización o la
guerra de Irak— no lograron materializarse en una fuerza política formal. De
hecho, gran parte de la izquierda posguerra fría, tras abandonar la lucha de
clases en favor de un identitarismo liberal-cosmopolita, terminó legitimando
diversas formas de «neoliberalismo progresista»: una mezcla de retórica
pseudoprogresista y políticas económicas neoliberales.
A nivel
geopolítico, la hegemonía estadounidense le ha permitido imponer un «nuevo
orden mundial» unipolar. Mientras tanto, profundas transformaciones económicas
han golpeado el corazón de Occidente: el declive de la manufactura tradicional
y el pacto fordista-keynesiano, reemplazados por una economía de servicios y un
trabajo fragmentado y precario. En la mayoría de los países occidentales, el
empleo manufacturero ha caído entre un 30 % y un 50 %, fragmentando a la clase
trabajadora como entidad política unificada.
Esta tendencia
histórica se vio exacerbada por políticas destinadas a debilitar el poder de
negociación laboral (leyes antisindicales, flexibilización del mercado laboral)
y a promover el consumismo privatizado y la apatía política. Mientras tanto,
los procesos de toma de decisiones se alejaron cada vez más de las presiones
democráticas, transfiriendo las prerrogativas nacionales a instituciones y
burocracias supranacionales como la Unión Europea.
El resultado es
lo que algunos han llamado «pospolítica»:
un régimen donde prospera el espectáculo político, pero donde las alternativas
sistémicas al statu quo neoliberal quedan excluidas a priori. El periodista
estadounidense Thomas Friedman describió el régimen neoliberal pospolítico como
un sistema donde «las opciones políticas se reducen a Pepsi o Coca-Cola»:
diferencias superficiales dentro de un marco inmutable.
Si bien la
democracia formal se ha mantenido intacta, la democracia sustantiva, entendida
como la capacidad real de los ciudadanos para influir en las decisiones
gubernamentales, se ha erosionado drásticamente. Sin una alternativa sistémica,
la política y la democracia sustantiva se han debilitado, lo que ha
provocado una
disminución de la participación electoral. Y el poder real se
ha concentrado en manos de una pequeña élite.
Durante la
última década y media, la situación ha empeorado significativamente. El régimen
neoliberal se ha endurecido y radicalizado aún más. Dentro de la UE, con el
pretexto de la crisis del euro, instituciones como el BCE y la Comisión Europea
han ampliado sus competencias, imponiendo normas presupuestarias y reformas
estructurales al margen de cualquier proceso democrático.
Consideremos
episodios como el «golpe monetario» del BCE contra Silvio Berlusconi en 2011,
cuando el banco central obligó al primer ministro a dimitir, condicionando su
salida a seguir apoyando los bonos y bancos italianos. O el chantaje financiero
de Alexis Tsipras a Grecia. En conjunto, estos acontecimientos han llevado a
algunos observadores a sugerir que
la UE se estaba convirtiendo en un «prototipo posdemocrático», firmemente
opuesto tanto a la soberanía nacional como a la democracia.
Los escombros
dejados por la crisis y las políticas de austeridad alimentaron, a mediados de
la década de 2010, las primeras grandes revueltas antisistema del siglo: el
Brexit, Trump, los chalecos amarillos y la creciente hostilidad hacia Bruselas.
Pero estas oleadas de protestas fracasaron, absorbidas o neutralizadas por el
sistema mediante la represión y los contraataques ideológicos.
En este
sentido, la pandemia, más allá de la emergencia sanitaria, puede interpretarse
como un evento que aceleró la centralización autoritaria del poder. Los
gobiernos exageraron la amenaza del virus para suspender los procesos
democráticos, militarizar la sociedad, limitar las libertades civiles e
introducir medidas de control sin precedentes, paralizando así los impulsos
populistas de finales de la década de 2010.
La guerra entre
Rusia y Ucrania ha sacado a la luz dinámicas similares: la disidencia se
califica de «propaganda enemiga» y las voces críticas se censuran o sancionan.
Hace unos meses, la UE tomó una medida sin precedentes al sancionar a
tres de sus ciudadanos por presuntamente difundir «propaganda prorrusa».
Al mismo
tiempo, surgen nuevas amenazas populistas, especialmente desde la derecha. Pero
hasta ahora, ni siquiera estas han logrado socavar el statu quo, en parte
porque las élites occidentales, impopulares y deslegitimadas, han adoptado
formas de represión cada vez más descaradas para influir en los resultados
electorales.
El caso rumano
marcó un punto de inflexión: con el apoyo de la OTAN y la UE, se anularon todas
las elecciones presidenciales, descalificando posteriormente al candidato
populista, alegando acusaciones sin fundamento de injerencia rusa. Estas
medidas represivas se justifican como necesarias para defender la democracia de
supuestas amenazas internas (populistas) y externas (enemigos extranjeros).
Pero cada vez es más evidente que el verdadero objetivo es afianzar el poder de
las élites.
Pero persiste
una pregunta: dado que la democracia occidental actual —ciertamente en lo
sustancial y cada vez más en lo formal— se encuentra en un estado de coma,
¿podemos realmente afirmar que la democracia preneoliberal era una «verdadera
democracia»? Durante un período relativamente corto —desde la posguerra hasta
la década de 1970—, sin duda experimentamos una forma de democracia más
sustancial que la actual.
En aquellos
años, las clases trabajadoras se integraron por primera vez en los sistemas
políticos occidentales, logrando una expansión sin precedentes de los derechos
sociales, económicos y políticos en un contexto de intensa politización masiva.
Dicho esto, no debemos caer en la tentación de idealizar excesivamente ese
período. Es crucial reconocer que, incluso entonces, la democracia, en su
sentido esencial, seguía estando gravemente limitada.
Aunque las
élites gobernantes se vieron obligadas —bajo la presión de los movimientos
populares, la Guerra Fría y el temor al malestar social— a ampliar el sufragio
y reconocer una serie de derechos políticos y sociales, ciertamente no lo
hicieron voluntariamente. Al contrario, a menudo las impulsaba el temor de que
la entrada de las masas en el proceso democrático pudiera traducirse en una
amenaza real para el orden social establecido, es decir, que los trabajadores
utilizaran la democracia para subvertir las relaciones de poder.
Contrariamente
a la retórica de que tales mecanismos servirían para «defender la democracia de
sí misma», su función histórica ha sido diferente: proteger los intereses de la
clase dominante de la «amenaza» de la democracia, impidiendo que cualquier
voluntad popular se traduzca en transformaciones sustanciales de las
estructuras de poder existentes.
Mientras tanto,
a partir de la década de 1960, en todos los principales países occidentales,
las demandas de una mayor democratización de la economía y la política
–promovidas por los movimientos obreros, estudiantiles y populares– fueron
sistemáticamente contenidas, neutralizadas o abiertamente reprimidas.
Cuando la
participación política de base amenazó con socavar los equilibrios
establecidos, las élites respondieron con una combinación de represión
policial, deslegitimación de los medios y reorganización institucional, con el
objetivo de reafirmar el control sobre el proceso de toma de decisiones e
impedir que la democracia se extendiera a esferas consideradas «intocables»,
como la economía.
Al mismo
tiempo, los «estados profundos» occidentales —compuestos por fuerzas militares,
de inteligencia y de seguridad— ya ejercían una influencia significativa entre
bastidores, generalmente bajo la dirección estratégica de las fuerzas de
seguridad estadounidenses. Esta influencia se manifestó, por ejemplo, a través
de una serie de operaciones clandestinas, que incluyeron intentos de
desestabilización y, en algunos casos, ataques terroristas declarados,
generalmente dirigidos a contener el auge de las fuerzas de izquierda.
En Europa, el
caso más notorio es el de Gladio, una red paramilitar secreta bajo la égida de
la OTAN, involucrada en numerosas actividades encubiertas —incluyendo ataques
atribuidos a grupos radicales de izquierda— destinadas a crear un clima de
miedo y justificar medidas represivas. En algunos casos, estas operaciones
también estuvieron vinculadas a asesinatos políticos de alto perfil, lo que
contribuyó a inclinar la opinión pública y la agenda política hacia una
orientación conservadora y anticomunista.
Por esta razón,
junto con las concesiones, se introdujeron —o mantuvieron— una serie de
restricciones, límites institucionales y mecanismos de contención con el fin de
limitar o neutralizar el potencial transformador de la participación popular.
El sufragio universal se acompañó así de mecanismos políticos, económicos y
culturales diseñados para frenar el impacto de la democracia sustantiva y
asegurar su control vertical. Por ejemplo, los sistemas constitucionales
modernos impusieron límites claros a la soberanía popular, es decir, a lo que
podía decidirse democráticamente mediante el voto.
A pesar de
ello, durante un tiempo, el poder de las masas organizadas logró contener
eficazmente el poder organizado de la oligarquía como nunca antes. Sin embargo,
este equilibrio estuvo estrechamente ligado a condiciones económicas y sociales
específicas: la existencia de grandes concentraciones industriales, economías
con un fuerte enfoque manufacturero y formas de trabajo relativamente
homogéneas y sindicalizables.
A partir de la
década de 1970, estas condiciones comenzaron a desmoronarse, en parte por
razones estructurales (vinculadas a los procesos de desindustrialización y
globalización) y en parte políticas (vinculadas a la ofensiva neoliberal). Sin
embargo, lo crucial es que, desde entonces, hemos presenciado una fragmentación
gradual de la clase trabajadora como sujeto político unificado, con el
consiguiente debilitamiento irreversible de su capacidad para influir en la
agenda política.
Así, desde los
inicios de la democracia liberal moderna, las clases dominantes han trabajado
activamente para delimitar el alcance de la democracia dentro de los límites de
lo que se considera políticamente aceptable. Esto ha ocurrido tanto
abiertamente —mediante la represión de los movimientos obreros, estudiantiles y
populares— como de forma más encubierta, mediante campañas de infiltración,
desinformación y, en casos extremos, acciones violentas e incluso asesinatos
políticos.
Este proceso
allanó el camino para una contrarrevolución a gran escala desde arriba, cuyo
objetivo era desmantelar los logros, aunque parciales, alcanzados por las masas
en décadas anteriores. Aquí cobra relevancia el concepto de Carl Schmitt del
«estado de excepción»: la suspensión de las garantías constitucionales para
imponer decisiones que serían imposibles a través de los cauces democráticos
normales. Pero, como señaló el filósofo italiano Giorgio Agamben hace más de 20
años, este estado de excepción se ha vuelto permanente en Occidente. Esto, por
supuesto, representa una paradoja: si es permanente, ya no es, por definición,
un estado de excepción.
El futuro,
lamentablemente, se presenta sombrío. Las condiciones que posibilitaron esa
breve etapa de democracia sustancial han desaparecido y es improbable que
regresen. En este sentido, podemos afirmar que la democracia sustancial ha
muerto. Sin embargo, la desintegración del orden geopolítico occidental —con el
surgimiento de un mundo multipolar liderado por potencias como China— marca una
transición política y económica crucial.
El declive de
la hegemonía occidental está debilitando a sus élites nacionales. Y la pérdida
de influencia global está alimentando el descontento interno, especialmente
ante las crecientes y sistémicas desigualdades.
Este colapso
está exponiendo las debilidades estructurales del sistema occidental: al haber
desaparecido la estabilidad geopolítica y el dominio económico que durante
décadas han amortiguado u ocultado estas tensiones, las élites occidentales
ahora se encuentran expuestas a desafíos para los cuales parecen cada vez menos
equipadas, no sólo en términos de legitimidad, sino también en términos de su
capacidad de gestión política y social.
Este
desmoronamiento potencialmente abre la puerta para el surgimiento de un nuevo
orden que podría ir mucho más allá de una simple reconfiguración del poder
geopolítico: podría marcar el comienzo de una reinvención radical de los
sistemas políticos y económicos en su conjunto.
Pero este nuevo
comienzo requerirá una revisión radical no solo de la forma de hacer política,
sino también del concepto mismo de democracia, trascendiendo las formas vacías
y ritualistas de la democracia liberal. Citando a Antonio Gramsci, se podría
decir que el viejo orden se está derrumbando, pero el nuevo aún no ha nacido.
En este vacío, cualquier cosa puede suceder.
Fuente: Krisis