La servidumbre
voluntaria de que nos hablaba La Boétie la vemos hoy muy bien representada por
nuestros “líderes” europeos, al parecer contumaces en su propósito de llevarnos
a una guerra que inevitablemente vamos a perder (incluso si acabara en
victoria).
Romper la cadena
El Viejo Topo
26 agosto, 2025
Romper cadenas ha sido siempre una metáfora idónea para referirse a los
procesos de liberación en el terreno social y político. Por eso los
reaccionarios españoles (esa «especie» que no parece correr ningún riesgo de
extinción) que, con el infame rey felón Fernando VII a la cabeza, ahogaron en
sangre los primeros intentos constitucionalistas de este país gritaban «¡Vivan
las ca(d)enas!» Pero no, no hacemos aquí referencia a las cadenas del poder
absolutista tradicional, sino a otra inmensa cadena que tiene atado a medio
mundo: la cadena imperialista formada por los miembros de lo que Samir Amin
llamaba la «Tríada»: los Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón, así como
los países que ejercen de vasallos directos de alguno de los anteriores,
verbigracia el Canadá, Australia o Corea del Sur. El propio Samir Amin describe
así los objetivos que persigue la Tríada imperialista en general y su líder
indiscutible, los Estados Unidos, en particular:
El objetivo confesado de la nueva estrategia hegemónica de los Estados
Unidos es el de no tolerar la existencia de ninguna potencia capaz de
resistirse a las órdenes de Washington y, en consecuencia, el de tratar de
desmantelar a todos los países considerados «demasiado grandes», así como el de
crear el máximo de Estados títeres o residuales, presas fáciles para el
establecimiento de bases norteamericanas que aseguren su «protección». Sólo un Estado
tiene derecho a ser «grande»: los Estados Unidos. La estrategia global
norteamericana tiene los siguientes objetivos: 1) neutralizar y doblegar a los
otros socios de la tríada (Europa y el Japón) y minimizar la capacidad de
dichos Estados para actuar fuera del regazo norteamericano; 2) establecer el
control militar de la OTAN y «latinoamericanizar» a los antiguos pedazos del
mundo soviético; 3) controlar en exclusiva Oriente Medio y Asia Central y sus
recursos petrolíferos; 4) desmantelar China, asegurarse la subordinación de los
otros grandes Estados (India, Brasil) e impedir la constitución de bloques
regionales que podrían negociar los términos de la globalización; 5) marginar a
las regiones del Sur que no tienen ningún interés estratégico. (Samir Amin, La
Revolución de Octubre cien años después, Barcelona, El Viejo Topo, 2017, p.
57)
Teniendo esto presente se entiende perfectamente la consideración de Rusia
y China como enemigos estratégicos, «sistémicos» o adjetivados de cualquier
otra forma rimbombante que los ponga en el punto de mira. Cualquiera que no
tenga el hábito de buscar información sobre política internacional más allá del
domesticado círculo de los medios de (des)información hegemónicos se habrá
tragado sin rechistar la leyenda negra tejida durante años sobre Rusia como
ogro «imperialista» ávido de devorar tiernos infantes territoriales como
Ucrania, Georgia, Polonia, los países bálticos y cualquier otro pedazo de
tierra que hubiera formado antaño parte, no ya de la extinta Unión Soviética,
sino del imperio zarista (no es raro oír por ahí calificar al presidente ruso
Putin de «nuevo zar» u otras lindezas por el estilo).
Pero en realidad lo malo que tienen Rusia y China para la Tríada no es lo
que esos países hayan hecho o hagan. Porque ¿qué han hecho? Rusia, reaccionar a
partir del golpe de estado de Maidán en 2014 para evitar el riesgo cierto y
seguro de perder la base naval de Sebastopol y tener a cambio bases militares
de la OTAN a pocos centenares de kilómetros de Moscú y otros centros
neurálgicos del país, así como impedir la represión contra la población
rusófona de Ucrania. China, patrullar las aguas del Mar de China (que es de
suponer que por algo se llama así…) y recordarle a los Estados Unidos que la
soberanía sobre la antigua isla de Formosa, hoy Taiwan, le pertenece
inequívocamente, derecho reconocido unánimemente (Estados Unidos incluidos) por
las Naciones Unidas.
En definitiva, tal como se desprende del texto de Samir Amin arriba citado,
el problema que tiene la Tríada con Rusia y China no es lo que éstas
potencias hacen, sino lo que son: Estados «demasiado
grandes», cuyo poderío militar en un caso y económico-militar en otro impide a
la Tríada tenerlos bajo su completo dominio, como hace con tantos otros países.
Para lograr, pues, los objetivos 1, 2 y 3 señalados por Amin los EE.UU. tienen
que hacer lo que vienen haciendo desde que en 1991 se libraron del obstáculo
que representaba para su total hegemonía el bloque soviético. Pero en España y
otros muchos países «occidentales» la derecha paranoica (adjetivo que para
algunas de las facciones de esa familia sociopolítica es un simple pleonasmo)
no se ha enterado de qué va la película: no de ideología, sino de geopolítica.
Que la Unión Soviética y su bloque tuvieran un sistema económico no homologable
con el capitalismo en sentido estricto era lo de menos para los amos del
sistema capitalista mundial (aunque agitaran continuamente el fantasma
ideológico para asustar y tener bien recogidos bajo su faldón a los típicos
reaccionarios viscerales e infantiloides de siempre): lo importante era que el
bloque con mayor o menor propiedad llamado socialista les privaba de una parte
enorme del pastel de la riqueza mundial. Por eso ahora una Rusia capitalista
con pocos matices y una China controlada por un partido comunista pero que
alberga y se mueve al ritmo de una de las economías capitalistas más grandes,
florecientes y expansivas de la historia despiertan hasta el paroxismo la
agresividad de los miembros de la Tríada. Y por eso los BRICS, simple
plataforma de cooperación basada en acuerdos comerciales equitativos provocan
la inquina de la Tríada, al no someterse al control ejercido sobre el comercio
internacional por los miembros de la misma.
El capitalismo no siempre ni necesariamente conduce a la guerra. Pero en su
versión imperialista es inevitable que lo haga. De ahí que lo que queda de
izquierda organizada en el mundo deba proponerse como objetivo prioritario
romper la cadena imperialista representada por la Tríada. Y como parece claro
que esa izquierda residual no puede lograrlo con sus propios medios, que no
serían otros que una serie de revoluciones anticapitalistas en un número
significativo de países con suficiente potencial material y humano como para
construir sociedades viables y fuertes no regidas por la lógica del capital, el
único medio, hoy por hoy, al alcance de la izquierda es contribuir a ahondar al
máximo los antagonismos que, dentro de un sistema-mundo capitalista como el actual,
impiden que la cadena imperialista incorpore como firmes eslabones suyos todos
los Estados que hoy quedan fuera de su control total.
Eso implica empezar por despertar del iluso sueño de una UE autónoma
respecto de los EE.UU. ¿Hacen falta más pruebas de que eso es imposible que
todo lo que viene ocurriendo en Europa desde la disolución del Pacto de
Varsovia, ocasión pintiparada para que, mediante la paralela disolución de la
OTAN, se hiciera realidad la visión que en algún momento tuvo el presidente francés
De Gaulle de una Europa de las patrias (no de los mercaderes) del Atlántico a
los Urales basada en la cooperación en condiciones de igualdad (algo mucho más
próximo, digamos, al abierto sistema BRICS que a la actual autocracia
bruselense)?
Claro que uno puede preguntarse perplejo por qué la UE, llegando al
esperpéntico extremo de mostrarse (en apariencia, al menos) más papista que el
papa Trump, insiste y persiste en la suicida idea de avanzar como sonámbula
hacia la confrontación militar con Rusia. ¿Acaso coinciden los intereses de los
países miembros de la UE con los de los EE.UU. hasta el extremo de renunciar a
las ventajas del comercio con Rusia y someterse alegremente a unos draconianos
aranceles impuestos por Washington a sus exportaciones con destino a los
EE.UU.? Bien, no hablemos de países, hablemos de clases y todo cobrará sentido.
Las clases dirigentes europeas tienen, directa o indirectamente, los mismos
intereses que las élites norteamericanas. Están prácticamente machihembradas (en
casos como el de la Bruja Von der Leyen, literalmente). Así que…
Y donde no llegan los intereses reales llega la ideología, que en sentido
marxista (que no es el original, pues empezó siendo un simple «estudio de las
ideas», pero es el sentido que acabó predominando) no es más que una visión
siempre simplificada –y a menudo deformada– de la realidad. De modo que,
cegados por la ideología que podríamos llamar «occidentalista», muchos
seguidores de a pie de las élites dirigentes de la Tríada acaban comprando todo
el «paquete» (perdón, el «pack») y, además de votar entusiastas a partidos con
programas contrarios a sus intereses reales, hacen suyas (y las exhiben en
Whatsapp) todas las banderas enarboladas por los dirigentes de la Tríada, desde
la bicolor azul desteñido y gualda de Ucrania hasta la de la estrella de seis
puntas flanqueada por los ríos Nilo y Éufrates (sendas franjas azules que hoy
sería más justo pintar de rojo sangre). Son como los niños enfundados en las
camisetas de sus ídolos futbolísticos. Pero unos niños grandes y nada inocentes
a quienes día llegará que se les pidan cuentas por su servil contribución a
tensar la cadena en absoluto metafórica que mantiene aherrojada a más de media
humanidad. Porque, análogamente a como se dice en derecho, la ignorancia de la
ley moral no excusa de su cumplimiento.
Fuente: Crónica
Política
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