Lo llaman democracia,
pero no lo es. Y cada día es más evidente que no lo es. Votar no basta, cuando
los que mandan no son los que votamos, sino los que en la trastienda manejan el
poder. Todo el poder. Y da igual –o casi– quién gane en las urnas.
Máscaras y simulacros
Elena Basile
El viejo Topo
13 agosto, 2025
MÁSCARAS Y
SIMULACROS: LA POLÍTICA EN SU NIVEL MÁS BAJO
Las
constituciones democráticas de posguerra se fundaron en una premisa que ahora
se ve cuestionada por la evolución sociopolítica europea: el poder del demos,
el pueblo, ejercido conforme al Estado de derecho, el sufragio universal, las
elecciones y la protección de las minorías. En este marco, el pueblo elegía a
sus representantes, quienes, sintetizando sus diversas demandas, poderes e intereses,
debían implementar políticas económicas, sociales y exteriores coherentes con
los principios constitucionales y los intereses del país, la sociedad civil y
los organismos intermedios.
Sin embargo,
este mecanismo ha fracasado. Hoy en día, la política económica y exterior ya no
son prerrogativa de las élites electas, sino que están subordinadas a poderes
extraparlamentarios capaces de influir plenamente en el rumbo político europeo.
Esta realidad debe abordarse sin vacilación si queremos intentar cambiarla.
Los ritos de la
democracia, gracias en parte a la manipulación propagandística de la opinión
pública, se mantienen formalmente intactos: se celebran elecciones
periódicamente y facciones aparentemente opuestas se presentan ante los
votantes. Esto preserva la ilusión de que los ciudadanos eligen libremente a
las élites encargadas de la gestión de los asuntos públicos, principalmente la
política económica, social y exterior.
Sin embargo,
todo ha cambiado. La propaganda —un fenómeno ancestral— se ha convertido, desde
la caída de la Unión Soviética, en monopolio de un aparato mediático occidental
estrechamente vinculado, por propiedad y mandato, con la llamada sociedad del
1% y su clase de servicio: la burocracia, la academia y la gerencia.
Como es bien sabido,
predomina una mentalidad unidireccional. La crítica a Estados Unidos, Israel,
el capitalismo financiero y la Unión Europea se ha convertido en una línea roja
inviolable. La disidencia con la narrativa de la OTAN se etiqueta como
antiamericanismo y se sitúa al margen del marco constitucional y de la sociedad
civil. Quienes critican a Israel suelen ser acusados de antisemitismo o, peor
aún, de apoyar el terrorismo, con implicaciones legales. Quienes cuestionan el
capitalismo financiero son inmediatamente acusados de populismo o ingenuidad,
como si el capitalismo fuera una entidad ontológica y ya no una construcción
histórica susceptible de reforma o reemplazo. Esto se acompaña de la
inviolabilidad de la defensa de Israel y del dominio estadounidense, ambos
pilares ideológicos indispensables del discurso público.
Varios factores
históricos han conducido a esta situación. La liberalización de los movimientos
de capital ha socavado la dialéctica capital/trabajo típica de la era
keynesiana. A partir de la década de 1980, las clases capitalistas lograron
desgravaciones fiscales progresivas. El Estado, incapaz ya de contar con una
tributación justa y aún necesitado de garantizar un nivel mínimo de cohesión
social, ha comenzado a endeudarse. Esto ha creado un círculo vicioso, la
«trampa de la deuda»: los Estados se endeudan en los mercados financieros
—controlados por las mismas clases capitalistas— para financiar la asistencia
social. Pero los intereses de esta deuda los paga la gente. El resultado es una
explosión de desigualdad social.
Con el Tratado
de Maastricht (1992), este sistema neoliberal se codificó. La burocracia
europea se convirtió en un mecanismo funcional para coordinar los intereses de
los grupos de presión económicos y los Estados miembros. Instrumentos como la
Troika o los poderes especiales de la Comisión Europea erosionaron
progresivamente la soberanía nacional, imponiendo directrices económicas y
sociales desde el exterior.
Mientras tanto,
incluso fuera de Europa, desde la crisis de 2008, el poder de conglomerados
financieros como BlackRock se ha vuelto decisivo. La política económica global
ahora está dictada por grandes grupos de presión, incluyendo la industria
bélica y grupos de presión vinculados a Israel.
La política
exterior occidental está subordinada a estas potencias. El conflicto en Ucrania
ha revelado el vasallaje de los Estados europeos y el fin de la ficción
supranacional de la UE. La ya frágil autonomía estratégica de Europa ha
sucumbido definitivamente a la subordinación a la OTAN, de la que la UE ahora
aparece simplemente como su brazo operativo.
Países como
Australia, Canadá y Japón también son parte de la «guerra permanente» de
Occidente, librada por potencias financieras, complejos militares-industriales,
grupos de presión vinculados a Israel, burocracias del Pentágono y del
Departamento de Estado, y servicios de inteligencia a los cuales las élites
occidentales parecen completamente subordinadas.
Defender el
dólar mediante la supremacía militar se ha convertido en el objetivo común. Las
guerras en Europa y Oriente Medio sirven para contener a los rivales emergentes
—China en primer lugar— y para aumentar las ganancias de los fondos soberanos
de inversión. La economía de guerra, impulsada por la deuda y la especulación,
sirve a la lógica de la financiarización capitalista.
Lo que ya no es
sostenible en Estados Unidos debido a la deuda y la crisis del dólar ahora se
está logrando en Bruselas. La Comisión Europea, liderada por Ursula von der
Leyen y con el apoyo de una mayoría multipartidista, ha lanzado un plan de
gasto militar de 800 000 millones de euros. No se trata de una auténtica
deuda común, sino de una emisión garantizada por el presupuesto de la UE, de la
que los Estados miembros pueden disponer según su capacidad fiscal para
alcanzar el 5 % del PIB en gasto de defensa para 2035, sin perjuicio de
las restricciones de estabilidad.
Resulta
sorprendente cómo una organización que siempre ha sido lenta y burocrática se
ha transformado repentinamente en un eficiente aparato militarista, con un
ambicioso plan aprobado sin resistencia. Cuando el estado profundo y los fondos
financieros deciden, todo se vuelve posible.
Mientras tanto,
los ciudadanos se ven sometidos a una creciente variedad de restricciones y
acosos menores. En Francia, por ejemplo, recientemente se prohibió fumar al
aire libre, en playas, terrazas de cafés y a menos de veinte metros de las
escuelas. Esta medida evoca una visión talibán de la salud pública. Se está
restringiendo la libertad individual en nombre de un paternalismo sanitario
inconsistente: si se prohíbe fumar, ¿por qué no el alcohol, el chocolate y las
grasas?
Durante la
gestión de la COVID-19, Europa puso a prueba con éxito el nivel de sumisión
civil a regulaciones a menudo arbitrarias. Ahora, nada nos impide pensar que el
servicio militar obligatorio podría reintroducirse en unos años, como
preparación para nuevas guerras globales. Si los fondos lo permiten, el Estado
profundo ejecutará. La resistencia civil, aunque generalizada, sigue siendo
irrelevante.
Vivimos en
oligarquías con tendencia al autoritarismo. La política ha perdido su
autonomía, subordinada a los intereses de los oligarcas. La esfera privada ha
suplantado a la esfera pública: el Estado, en Occidente, se ha convertido en un
comité empresarial de la clase dominante.
China y Rusia
carecen de nuestra modernidad liberal. El pensamiento de Locke, la centralidad
del individuo y la protección de las minorías han tenido poco impacto
histórico. Se trata de regímenes dominados por la mayoría, con una débil
separación de poderes y una libertad de prensa limitada. Sin embargo, en estos
sistemas, la política se mantiene autónoma, dotada de visión y responsabilidad.
Las clases dominantes persiguen objetivos colectivos —reducción de la pobreza,
desarrollo de infraestructuras, inversión en investigación— con estrategias a
largo plazo. La estabilidad y la diplomacia se priorizan en la política
exterior.
Los BRICS
representan una coalición de países unidos en el rechazo a la arbitrariedad de
la potencia hegemónica. Occidente, en decadencia, ha perdido toda autoridad
moral, aplica un doble rasero, viola el derecho internacional y se presenta
como una bestia acosada, capaz solo de cometer nuevos crímenes.
El genocidio
del pueblo palestino muestra al Sur global el verdadero rostro de las llamadas
democracias occidentales.
Si la política
en las sociedades occidentales ya no puede escapar del control de los poderes
económicos que financian y manipulan a los líderes electos, entonces estamos
fuera del ámbito de la democracia. Reconocer esta verdad es el primer paso para
comprender cómo organizar nuevas formas de resistencia civil dentro de las
oligarquías plutocráticas.
Fuente: La fionda
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