miércoles, 13 de agosto de 2025

Lo llaman democracia, pero no lo es. Y cada día es más evidente que no lo es. Votar no basta, cuando los que mandan no son los que votamos, sino los que en la trastienda manejan el poder. Todo el poder. Y da igual –o casi– quién gane en las urnas.

 

Lo llaman democracia, pero no lo es. Y cada día es más evidente que no lo es. Votar no basta, cuando los que mandan no son los que votamos, sino los que en la trastienda manejan el poder. Todo el poder. Y da igual –o casi– quién gane en las urnas.


Máscaras y simulacros

 

Elena Basile

El viejo Topo

13 agosto, 2025



MÁSCARAS Y SIMULACROS: LA POLÍTICA EN SU NIVEL MÁS BAJO

 

Las constituciones democráticas de posguerra se fundaron en una premisa que ahora se ve cuestionada por la evolución sociopolítica europea: el poder del demos, el pueblo, ejercido conforme al Estado de derecho, el sufragio universal, las elecciones y la protección de las minorías. En este marco, el pueblo elegía a sus representantes, quienes, sintetizando sus diversas demandas, poderes e intereses, debían implementar políticas económicas, sociales y exteriores coherentes con los principios constitucionales y los intereses del país, la sociedad civil y los organismos intermedios.

Sin embargo, este mecanismo ha fracasado. Hoy en día, la política económica y exterior ya no son prerrogativa de las élites electas, sino que están subordinadas a poderes extraparlamentarios capaces de influir plenamente en el rumbo político europeo. Esta realidad debe abordarse sin vacilación si queremos intentar cambiarla.

Los ritos de la democracia, gracias en parte a la manipulación propagandística de la opinión pública, se mantienen formalmente intactos: se celebran elecciones periódicamente y facciones aparentemente opuestas se presentan ante los votantes. Esto preserva la ilusión de que los ciudadanos eligen libremente a las élites encargadas de la gestión de los asuntos públicos, principalmente la política económica, social y exterior.

Sin embargo, todo ha cambiado. La propaganda —un fenómeno ancestral— se ha convertido, desde la caída de la Unión Soviética, en monopolio de un aparato mediático occidental estrechamente vinculado, por propiedad y mandato, con la llamada sociedad del 1% y su clase de servicio: la burocracia, la academia y la gerencia.

Como es bien sabido, predomina una mentalidad unidireccional. La crítica a Estados Unidos, Israel, el capitalismo financiero y la Unión Europea se ha convertido en una línea roja inviolable. La disidencia con la narrativa de la OTAN se etiqueta como antiamericanismo y se sitúa al margen del marco constitucional y de la sociedad civil. Quienes critican a Israel suelen ser acusados de antisemitismo o, peor aún, de apoyar el terrorismo, con implicaciones legales. Quienes cuestionan el capitalismo financiero son inmediatamente acusados de populismo o ingenuidad, como si el capitalismo fuera una entidad ontológica y ya no una construcción histórica susceptible de reforma o reemplazo. Esto se acompaña de la inviolabilidad de la defensa de Israel y del dominio estadounidense, ambos pilares ideológicos indispensables del discurso público.

Varios factores históricos han conducido a esta situación. La liberalización de los movimientos de capital ha socavado la dialéctica capital/trabajo típica de la era keynesiana. A partir de la década de 1980, las clases capitalistas lograron desgravaciones fiscales progresivas. El Estado, incapaz ya de contar con una tributación justa y aún necesitado de garantizar un nivel mínimo de cohesión social, ha comenzado a endeudarse. Esto ha creado un círculo vicioso, la «trampa de la deuda»: los Estados se endeudan en los mercados financieros —controlados por las mismas clases capitalistas— para financiar la asistencia social. Pero los intereses de esta deuda los paga la gente. El resultado es una explosión de desigualdad social.

Con el Tratado de Maastricht (1992), este sistema neoliberal se codificó. La burocracia europea se convirtió en un mecanismo funcional para coordinar los intereses de los grupos de presión económicos y los Estados miembros. Instrumentos como la Troika o los poderes especiales de la Comisión Europea erosionaron progresivamente la soberanía nacional, imponiendo directrices económicas y sociales desde el exterior.

Mientras tanto, incluso fuera de Europa, desde la crisis de 2008, el poder de conglomerados financieros como BlackRock se ha vuelto decisivo. La política económica global ahora está dictada por grandes grupos de presión, incluyendo la industria bélica y grupos de presión vinculados a Israel.

La política exterior occidental está subordinada a estas potencias. El conflicto en Ucrania ha revelado el vasallaje de los Estados europeos y el fin de la ficción supranacional de la UE. La ya frágil autonomía estratégica de Europa ha sucumbido definitivamente a la subordinación a la OTAN, de la que la UE ahora aparece simplemente como su brazo operativo.

Países como Australia, Canadá y Japón también son parte de la «guerra permanente» de Occidente, librada por potencias financieras, complejos militares-industriales, grupos de presión vinculados a Israel, burocracias del Pentágono y del Departamento de Estado, y servicios de inteligencia a los cuales las élites occidentales parecen completamente subordinadas.

Defender el dólar mediante la supremacía militar se ha convertido en el objetivo común. Las guerras en Europa y Oriente Medio sirven para contener a los rivales emergentes —China en primer lugar— y para aumentar las ganancias de los fondos soberanos de inversión. La economía de guerra, impulsada por la deuda y la especulación, sirve a la lógica de la financiarización capitalista.

Lo que ya no es sostenible en Estados Unidos debido a la deuda y la crisis del dólar ahora se está logrando en Bruselas. La Comisión Europea, liderada por Ursula von der Leyen y con el apoyo de una mayoría multipartidista, ha lanzado un plan de gasto militar de 800 000 millones de euros. No se trata de una auténtica deuda común, sino de una emisión garantizada por el presupuesto de la UE, de la que los Estados miembros pueden disponer según su capacidad fiscal para alcanzar el 5 % del PIB en gasto de defensa para 2035, sin perjuicio de las restricciones de estabilidad.

Resulta sorprendente cómo una organización que siempre ha sido lenta y burocrática se ha transformado repentinamente en un eficiente aparato militarista, con un ambicioso plan aprobado sin resistencia. Cuando el estado profundo y los fondos financieros deciden, todo se vuelve posible.

Mientras tanto, los ciudadanos se ven sometidos a una creciente variedad de restricciones y acosos menores. En Francia, por ejemplo, recientemente se prohibió fumar al aire libre, en playas, terrazas de cafés y a menos de veinte metros de las escuelas. Esta medida evoca una visión talibán de la salud pública. Se está restringiendo la libertad individual en nombre de un paternalismo sanitario inconsistente: si se prohíbe fumar, ¿por qué no el alcohol, el chocolate y las grasas?

Durante la gestión de la COVID-19, Europa puso a prueba con éxito el nivel de sumisión civil a regulaciones a menudo arbitrarias. Ahora, nada nos impide pensar que el servicio militar obligatorio podría reintroducirse en unos años, como preparación para nuevas guerras globales. Si los fondos lo permiten, el Estado profundo ejecutará. La resistencia civil, aunque generalizada, sigue siendo irrelevante.

Vivimos en oligarquías con tendencia al autoritarismo. La política ha perdido su autonomía, subordinada a los intereses de los oligarcas. La esfera privada ha suplantado a la esfera pública: el Estado, en Occidente, se ha convertido en un comité empresarial de la clase dominante.

China y Rusia carecen de nuestra modernidad liberal. El pensamiento de Locke, la centralidad del individuo y la protección de las minorías han tenido poco impacto histórico. Se trata de regímenes dominados por la mayoría, con una débil separación de poderes y una libertad de prensa limitada. Sin embargo, en estos sistemas, la política se mantiene autónoma, dotada de visión y responsabilidad. Las clases dominantes persiguen objetivos colectivos —reducción de la pobreza, desarrollo de infraestructuras, inversión en investigación— con estrategias a largo plazo. La estabilidad y la diplomacia se priorizan en la política exterior.

Los BRICS representan una coalición de países unidos en el rechazo a la arbitrariedad de la potencia hegemónica. Occidente, en decadencia, ha perdido toda autoridad moral, aplica un doble rasero, viola el derecho internacional y se presenta como una bestia acosada, capaz solo de cometer nuevos crímenes.

El genocidio del pueblo palestino muestra al Sur global el verdadero rostro de las llamadas democracias occidentales.

Si la política en las sociedades occidentales ya no puede escapar del control de los poderes económicos que financian y manipulan a los líderes electos, entonces estamos fuera del ámbito de la democracia. Reconocer esta verdad es el primer paso para comprender cómo organizar nuevas formas de resistencia civil dentro de las oligarquías plutocráticas.

FuenteLa fionda

 *++

No hay comentarios:

Publicar un comentario