La izquierda que olvidó a Marx
y la derecha que entendió a Gramsci
DIARIO OCTUBRE / junio 2, 2025
Si no se transforma la base, la superestructura se burla. Gramsci, sin Marx, es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto.
René Ramírez.— La izquierda contemporánea anda recitando a Gramsci como si sus ideas
fueran souvenirs de una revolución institucionalizada. «Pesimismo de la
inteligencia, optimismo de la voluntad» se repite como mantra en cafés
universitarios, discursos de campaña, manuales de autoayuda progresista y más
allá.
Mientras tanto,
la extrema derecha toma notas, ordena sus cuadros, construye sentido común y
gana elecciones. Más grave, aún el triunfo electoral de este lado sobreviene
solo cuando la derecha deja «tierra arrasada».
A diferencia de
la primera ola progresista, que supo irrumpir en tiempos de crisis con un
proyecto político propio, hoy llegamos cuando no queda piedra sobre piedra,
como parteras de lo que otros destruyeron. Y gobernar desde los escombros no es
gobernar: es resistir con oxígeno prestado. Ganar por la negativa es condenar a
cualquier proyecto político a la no sostenibilidad histórica.
Gramsci está de
moda. Lo citan tanto los herederos de Laclau como los asesores de Vox, Javier
Milei y Jair Bolsonaro. Pero mientras unos lo recitan como un relicario oxidado
colgado del cuello de una retórica sin cuerpo, otros lo entienden como manual
operativo. Lo convierten en estrategia: construcción hegemónica en tiempo real.
Nosotros,
atrapados en la obsesión por las narrativas, hemos ido olvidando la materia,
hemos ido olvidando a Marx. Nos hemos vuelto huérfanos del modo de producción,
ciegos ante la arquitectura material que da forma a las subjetividades.
Porque sí,
camaradas de Twitter y militantes del algoritmo: la subjetividad no flota en el
aire, no nace en TikTok ni muere en X. La subjetividad se estructura en la
relación social con la producción, con la distribución, con el reparto del
tiempo, del suelo y del hambre.
¿Qué
materialidad proponíamos cuando la tecnología privatizada construía individuos
antisociales y antidemocráticos, moldeados por algoritmos adictivos y discursos
de odio personalizados? ¿Dónde estábamos cuando las plataformas enseñaron que
todo es competencia y que la culpa siempre es del otro pobre, del otro
repartidor, de la otra uberista, del otro migrante, la otra feminista, en fin,
del otro que no se sacrifica en la misa neoliberal del mérito?
Marx no está
muerto. Está secuestrado. Lo enterramos bajo likes, lo expulsamos del análisis
político y lo sustituimos por «emociones colectivas» y «comunicación eficaz» de
estrategas de marketing carentes de compromiso con la historia.
Pero no se
puede disputar hegemonía sin leer las grietas del modo de acumulación. No se
puede disputar el alma sin entender el cuerpo. «Lo nuevo no nace», porque
nuestra acción no lo fecunda. Definitivamente no somos los «monstruos», pero sí
parecemos ser quienes les preparan el lecho en los claroscuros de la noche.
Hoy los cuerpos
están precarizados; en otros casos, incluso descuartizados. La
desindustrialización ha devuelto la lucha de clases al plano del delivery. La
competencia entre pauperizados se ha vuelto espectáculo.
En tiempos de
Netflix, del capitalismo de plataformas, la autoexplotación se disfraza de
libertad. Y en esa libertad encubierta, la extrema derecha siembra su
evangelio: que el Estado es un parásito, que las feministas destruyen la
familia, que el migrante roba el trabajo, que el pobre es pobre porque quiere…
Su síntesis es
tan perversa como brillante. Mientras nosotros intelectualizamos nuestras
derrotas y disputamos pronombres o adjetivos, la derecha construye narrativas
ancladas en la rabia, el miedo, el sentido del deber y de la pérdida; relatos
acordes a los cambios materiales propios de nuestra época. La derecha narra la
nostalgia como promesa. Y, como bien supo Gramsci, eso también es política.
La industria
del narcotráfico enseña con sangre: la violencia como forma de resolver
conflictos. Esta también es parte de la crisis de acumulación. La religión
conservadora enseña con dogma, con dogma como sustituto de la razón pública. Se
estigmatiza el conocimiento científico, se asedia a las universidades y las
humanidades desparecen poco a poco. La pandemia enseñó que el Estado puede
morir por abandono y que el antipolítico puede convertirse en profeta.
En ese caldo
venenoso, la extrema derecha construyó subjetividades con eficacia quirúrgica,
articulando lo material con lo simbólico, lo estructural con lo emocional.
Mientras tanto, nosotros, atrapados en nuestra estetización de la política,
hemos olvidado que la ideología no es solo un relato sino una práctica
histórica anclada en las condiciones concretas de vida.
El avance de la
derecha extrema no es un accidente. Es el resultado de haber leído correctamente
las transformaciones del capitalismo: la falsa «desfosilización» como nueva
acumulación, la digitalidad como nueva frontera de control, la ecología como
excusa para nuevos extractivismos. Su utopía ya no solo es el orden y la
tradición, sino la libertad privatizada, la tecnología como redención y la
propiedad como horizonte moral.
Pero frente a
todo esto tenemos un antídoto. Debemos volver a Marx. Volver a pensar la
subjetividad como resultado de la estructura, no como simple emoción flotante.
Volver a leer el capital no solo como crítica al mercado, sino como diagnóstico
de las formas de vida que produce. Porque solo desde ahí puede construirse una
nueva pedagogía política, que articule cambios materiales con horizontes
ideológicos, que dispute el sentido común desde el suelo y no desde la
pantalla. Volver a pensar lo analógico en tanto cuerpo a cuerpo y en tanto
tiempo no usurpado.
La lucha
cultural sin crítica de la economía política no es más que performance
progresista. Si no se transforma la base, la superestructura se
burla. Gramsci, sin Marx, es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca
sin producto.
Observatorio de
la crisis / Unidad y Lucha
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