Este es el mayor reto de
nuestro tiempo: dejar de pensar. Nos empujan a ello a través de un sistema
educativo que deja mucho que desear, de unos medios de comunicación (no todos,
ciertamente) al servicio de los poderosos, de la vulgar compra de voluntades…
Pensar lo impensable
El Viejo Topo
19 junio, 2025
LA NECESIDAD DE
PENSAR LO IMPENSABLE
Este título no
es una propuesta contradictoria. Es un llamamiento a que dejemos de pensar
mucho de lo que estamos acostumbrados a pensar para poder afrontar el mayor
reto de todos los tiempos: el peligro de dejar de pensar. Novalis tenía razón
cuando escribió Die Philosophie ist eigentlich Heimweh, ein Trieb
überall zu Hause zu sein (En realidad, la filosofía es nostalgia, un
impulso de estar en casa en cualquier parte).
Por filosofía
entiendo todo pensamiento estructurado por la búsqueda de la verdad sin
recurrir a tecnologías que, en lugar de mantenerse dentro de los límites de los
instrumentos para ayudar al pensamiento a pensar, buscan sustituirlo. Si
dejamos de pensar, es como si fuéramos expulsados de casa y vagáramos sin
refugio ni sentido en un mundo caótico y distópico de monstruos con corbata que
nos gobernarán en palacios de lujo y convertirán en basura todo lo que se
interponga en el tráfico de sus vehículos hiperblindados contra la búsqueda de
la verdad.
El peligro
inminente es que dejemos de ser seres pensantes (res cogitans de Descartes)
para convertirnos en seres pensados (res cogitata). Ser pensado es haber dejado
de pensar, ya sea porque no es necesario pensar para vivir tranquilamente en
esta sociedad, ya sea porque pensar es tan peligroso que equivale al riesgo
inminente de ser asesinado o de suicidarse. Estos son los peligros más
inmediatos.
El peligro de
pensar que los certificados de mediocridad no son válidos
Si los sistemas
educativos y las universidades siguen por el camino de la ignorancia programada
para que los estudiantes olviden todo lo que no interesa a los dueños de los
algoritmos y del poder mundial, pronto serán residencias para ancianos de corta
edad donde aprenderán lo que ya saben desde hace tiempo gracias a la
magnanimidad de las redes sociales, y donde la comodidad y el aislamiento del
mundo real son fundamentales para prepararlos para una muerte serena, es decir,
para vivir en las burbujas donde todo el mundo vive muerto sin saberlo.
Y vivirán sin
duda con el mismo confort que han aprendido y, por lo tanto, todo lo que hagan
o ordenen tendrá el sello de la objetividad. Estoy seguro de que, cuando esto
ocurra, los dioses y las diosas se llevarán las manos a la cabeza, se taparán
los ojos para no ver y los oídos para no oír. Pero como tal desastre no les
afecta, seguirán imperturbables en sus quehaceres divinos. El problema para la
humanidad y para la naturaleza es que, cuando los mediocres logran demostrar lo
que son, su objetividad es, en definitiva, abyectividad. Es propio de la
mediocridad no poder enfrentarse a sí misma, precisamente por ser mediocre.
El peligro de
pensar que las libertades autorizadas son una fracción de las libertades
posibles
Esta sociedad
nos permite ser intransigentes con la mediocridad siempre que sigamos el camino
trazado por los mediocres; ser intransigentes contra la corrupción, siempre que
aceptemos ser gobernados por corruptos; ser radicales, siempre que seamos
ciegos para que nos atropellen fácilmente los tanques civiles y militares; ser
atrevidos, siempre que seamos inexactos o descuidados en un detalle para ser
duramente criticados y encarcelados por los guardianes de la normalidad; ser
lúcidos en la denuncia de la hipocresía, siempre que convivamos amigablemente
con los hipócritas; ser jóvenes, siempre que estemos drogados para agotarnos en
creatividades y rebeldías inocuas y autodestructivas; ser viejos, siempre y
cuando murmuremos una sabiduría que nadie tiene paciencia para escuchar o
comprender.
Esta sociedad
es un monstruo de Goya porque la razón duerme un sueño profundo.
El peligro de
pensar que lo que se ve es, de hecho, horrible
El horror que
vive la mayor parte de la humanidad, a diario, siempre diferente y siempre
igual, desmiente todo lo que pensábamos sobre el progreso de la humanidad. El
horror pensado, cuando se piensa en profundidad, corre el riesgo de convertirse
en horror vivido por solidaridad con quienes lo sufren. Eso obligaría a luchar
concretamente por el socorro, por el fin de la muerte inocente, por la
destitución de los gobernantes cómplices de la muerte inocente. Pero como eso da
trabajo y obliga a correr riesgos tan graves como innecesarios, lo mejor es no
pensar, no saber, fingir que no se sabe, admitir que tal vez sea un
malentendido.
El genocidio
del pueblo palestino, retransmitido en directo todos los días, es la primera
guerra librada conscientemente contra mujeres y niños, los dos principales
enemigos de una limpieza étnica perfecta. Tiene toda la lógica. Lógica y el
apoyo activo de nuestros gobernantes demócratas. Al igual que Himmler,
arquitecto del holocausto, entraba en su casa por la puerta trasera para no
despertar a su canario mascota, los arquitectos del genocidio actual hacen una
pausa en la matanza para rezar y ayudar a sus hijos con los deberes escolares.
Esto degrada
hasta tal punto lo que queda de humanidad en nuestra ira impotente que el
horror de pensar se reduce a pensar el horror sin correr el riesgo de vivirlo
por solidaridad.
Se vuelve
impensable pensar que, mientras el nazismo fue la gran encarnación del mal en
el siglo XX, el sionismo es la gran encarnación del mal en el siglo XXI. Se
vuelve impensable que las grandes víctimas se hayan convertido, en el lapso
exacto de un siglo, en los grandes agresores. Se vuelve impensable pensar que,
al igual que no tuvo éxito la solución final contra ellos por parte de los
nazis, tampoco tendrán éxito en la solución final que pretenden infligir al
pueblo palestino. Y como todo esto es impensable, mejor cambiar de canal y
volver a las redes sociales o comentar el entretenimiento tragicómico de las
peleas entre dos gorilas, Donald Trump y Elon Musk (sin ofender a los gorilas).
El peligro de
pensar que la comida mental está en la mesa y que quien no come se muere de
hambre
La inteligencia
artificial (IA) no crea ni transforma nada. Solo acumula y sintetiza según
criterios opacos solo accesibles a los propietarios de los programas de los
algoritmos, es decir, a los dueños del mundo. La inteligencia artificial se
refiere a máquinas que realizan tareas cognitivas como pensar, percibir,
aprender, resolver problemas y tomar decisiones. No es la primera vez que se
atribuye inteligencia a las máquinas. En la década de 1950 era habitual
designar a los ordenadores emergentes como cerebros electrónicos.
En la
actualidad, la mayoría de las aplicaciones populares de IA —el reconocimiento
de voz e imágenes, el procesamiento del lenguaje natural, la publicidad
dirigida, el mantenimiento predictivo de máquinas, los coches sin conductor y
los drones— implican la capacidad de las máquinas para aprender de los datos
sin estar programadas explícitamente.
Se trata de un
cambio de paradigma en la tecnología informática. Lo que realmente marcará la
diferencia en la carrera por las aplicaciones de IA es la disponibilidad de
datos; el elemento crítico es la abundancia de datos. Más datos conducen a
mejores productos, lo que a su vez atrae a más usuarios, que generan más datos
para mejorar aún más el producto. La escala de datos necesaria para desarrollar
aplicaciones avanzadas de IA es la base del impacto de la centralización y la
monopolización de la IA. Las grandes empresas tecnológicas estadounidenses lideran
el mundo en aplicaciones de IA, pero China es un gigante en ascenso. Esto
conduce a un duopolio de la innovación en IA: EE. UU. y China.
La IA es el
caso paradigmático de una tecnología que pretende superar los límites del
instrumento que ayuda a pensar para convertirse en el pensador que prescinde y
sustituye al pensador humano. El vértigo de su expansión ilimitada está
entrando en todos los ámbitos de la actividad humana, desde la medicina hasta
el derecho, desde la comunicación hasta la guerra, desde la educación hasta los
mercados financieros. ¿Qué significa ser humano en la era de la IA?
En el fondo, la
IA funciona como un dispositivo estadístico, pero, debido al número infinito de
datos que gestiona y a los algoritmos que rigen su funcionamiento, la IA
proyecta la idea de crear conocimiento a partir de la nada, de inventar. Es
decir, la IA da la impresión de funcionar como un ser humano, aunque de forma
infinitamente más eficiente. De ahí las denominaciones utilizadas para
caracterizarla —inteligencia artificial, aprendizaje profundo—, características
hasta ahora reservadas a los seres humanos o, como mucho, a los seres vivos.
Estas denominaciones se utilizan de forma metafórica, pero muestran hasta qué
punto la IA parece estar alcanzando niveles de comprensión y transformación aún
reservados a los seres humanos.
El efecto de
realidad es impresionante, porque mientras que como copia parece creativa, como
extractiva parece inventiva, como reproductiva parece productiva, como basada
en correlaciones parece ofrecer nuevas relaciones. A la luz de la credibilidad
de esta apariencia, personas de ambos extremos del espectro
político e ideológico se han planteado preguntas sobre qué es lo que cuenta
como humano o si la IA supone un cambio civilizatorio.
No me gusta
citar a criminales de guerra, pero en este caso hago una excepción para citar a
Henry Kissinger. En 2018 escribió:
La Ilustración
buscaba someter las verdades tradicionales a una razón humana liberada y
analítica. El objetivo de Internet es ratificar el conocimiento mediante la
acumulación y la manipulación de datos en constante expansión. La cognición
humana pierde su carácter personal. Los individuos se convierten en datos, y
los datos se vuelven reinantes.
En el inicio
del texto, Kissinger se preguntaba:
¿Cuál sería el
impacto en la historia de las máquinas de autoaprendizaje, máquinas que han
adquirido conocimientos a través de procesos propios y que aplicarían esos
conocimientos a fines para los que puede no existir ninguna categoría de
comprensión humana? ¿Aprenderían estas máquinas a comunicarse entre sí? ¿Cómo
se tomarían las decisiones entre las opciones emergentes? ¿Sería posible que la
historia de la humanidad siguiera el camino de los incas, enfrentados a una
cultura española incomprensible e incluso inspiradora para ellos? ¿Estaríamos
en el umbral de una nueva fase de la historia humana?
Con Chomsky a
mi lado, considero que:
la mente humana
es un sistema sorprendentemente eficiente e incluso elegante que funciona con
pequeñas cantidades de información; no busca inferir correlaciones brutas entre
puntos de datos, sino crear explicaciones… Por muy útiles que puedan ser los
programas de IA en algunos ámbitos restringidos (pueden ser útiles en la
programación de ordenadores, por ejemplo, o en la sugerencia de rimas para
versos ligeros), sabemos por la ciencia de la lingüística y la filosofía del
conocimiento que difieren profundamente de la forma en que los humanos razonan
y utilizan el lenguaje. Estas diferencias imponen limitaciones significativas a
lo que estos programas pueden hacer, codificándolos con defectos
inerradicables…
De hecho, estos
programas están atrapados en una fase prehumana o no humana de la evolución
cognitiva. Su fallo más profundo es la ausencia de la capacidad más crítica de
cualquier inteligencia: decir no solo lo que es, lo que fue y lo que será —es
decir, la descripción y la predicción—, sino también lo que no es y lo que
podría y no podría ser. Estos son los ingredientes de la explicación, la marca
de la verdadera inteligencia… El pensamiento humano se basa en explicaciones
posibles y en la corrección de errores, un proceso que limita gradualmente las
posibilidades que pueden considerarse racionalmente.
En su obra
maestra, El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer
([1819] 2020) establece una distinción entre talento y genio. Mientras que la
persona con talento alcanza lo que otros no pueden alcanzar, el genio alcanza
lo que otros no pueden imaginar. El genio tiene una capacidad superior de
contemplación que le lleva a trascender la pequeñez del ego y a entrar en el
mundo infinito de las ideas. El genio es la facultad de permanecer en un estado
de percepción pura, de perderse en la percepción, el poder de dejar de lado por
completo los propios intereses, deseos y objetivos, renunciando así por
completo a la propia personalidad durante un tiempo, para permanecer como un
puro sujeto conocedor, con una visión clara del mundo.
A la luz de
esto, podemos especular con seguridad que, si Schopenhauer viviera hoy,
defendería que la IA, por muy estimulantes que sean sus logros, nunca podrá
alcanzar los niveles de la posibilidad humana. Como mucho, podrá alcanzar el
nivel del talento. La genialidad es inaccesible para la IA. El genio es el
límite superior de la IA. El límite inferior es la actividad humana no
registrada o, mejor aún, la actividad humana que se registra y almacena de
formas que desafían el extractivismo de datos.
Este juego
entre el hombre y la máquina pasa por alto un punto crucial: el hecho de que
los seres humanos no existen en abstracto, sino en contextos históricos,
sociales y culturales específicos. Los ejercicios sobre características
universales construidas de forma abstracta convierten las características
locales centradas en Occidente, capitalistas, colonialistas y patriarcales en
características universales derivadas del conocimiento visto desde cero.
Los prejuicios ontológicos y políticos se transforman así en artefactos neutros
en términos de IA.
El peligro de
pensar que lo que queda fuera del algoritmo no existe es la nueva forma de lo
que he denominado sociología de las ausencias. El peligro de pensar que el
algoritmo es el único alimento mental a nuestro alcance es el mismo que pensar
que la hamburguesa de McDonald’s es el único alimento a nuestro alcance.
El peligro de
pensar que lo poshumano presupone que ya hemos sido plenamente humanos
Desde
principios de milenio se ha debatido sobre lo poshumano. La muerte del ser
humano venía de lejos: de Nietzsche, de Heidegger, de Foucault, de Barthes, de
Deleuze. Más recientemente, la idea de lo poshumano se ha centrado en los seres
humanos sometidos a xenotransplantes (trasplantes de células, tejidos u órganos
de otras especies animales) o que viven con objetos tecnológicos insertados en
su cuerpo.
La idea del
poshumanismo implica la crítica del antropocentrismo, la negación de cualquier
privilegio al ser humano dentro del conjunto de los seres vivos del planeta. No
voy a discutir en este texto los méritos de esta concepción. Lo que me interesa
cuestionar es la idea de humano que subyace a la de poshumano. Se trata de una
idea sustantivista y abstracta que presupone la existencia previa de una
naturaleza humana más o menos fija. Por lo demás, la cuestión de si existe o no
una naturaleza humana no es lo que me preocupa. Es más bien la idea de que los
seres humanos siempre han sido tratados como seres privilegiados y
abstractamente iguales.
El peligro de
pensar que, en realidad, esto nunca ha sucedido en la era moderna es uno de los
más aterradores para la buena conciencia liberal que ha formado nuestra
conciencia desde el siglo XVII. A lo largo de los años, he demostrado que, con
el colonialismo histórico, se trazó una línea abismal, tan radical como
radicalmente invisible, entre los seres tratados como seres plenamente humanos
(la zona metropolitana) y los seres tratados como seres subhumanos (la zona
colonial).
Esa línea
abismal perdura hasta hoy y la subhumanidad que dibuja abarca más poblaciones
en el mundo que durante el período del colonialismo histórico. Que lo digan los
inmigrantes deportados con grilletes y enviados a campos de concentración en El
Salvador y en otros lugares de los que algún día tendremos noticias. O los
campesinos de la República Democrática del Congo martirizados por la maldición
del litio y los minerales raros. El espectro de la subhumanidad se cierne sobre
cada uno de nosotros. De un momento a otro, como preveía Brecht, cualquiera de
nosotros puede ser arrojado a la zona colonial, donde las declaraciones
universales de derechos humanos y las garantías constitucionales no son más que
piadosas mentiras. Pensar que esto es un retroceso es pensar que ha habido
progreso. Por supuesto que ha habido progresos, pero no ha habido Progreso con
mayúscula.
Todos estos
peligros obligan a una tarea de des-pensar y desaprender antes de que sea
posible dar sentido a lo que no lo tiene.
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