jueves, 18 de septiembre de 2025
Occidente, el gran miedo
Estamos sumergidos en el
inicio de un cambio de época, en el que probablemente la teoría de Tucídides ya
no tiene posibilidad de aplicarse: la posibilidad de que el “remedio” sea peor
que la enfermedad es evidente. Occidente, al borde del abismo.
Occidente, el gran miedo
Fabrizio Casari
El Viejo Topo
18 septiembre, 2025
OCCIDENTE, EL
GRAN MIEDO
Las imágenes
del desfile militar chino lograron el efecto deseado por Xi: demostrar la
consistencia y eficacia del desarrollo militar del país y, al mismo tiempo,
presentar a China como un referente para el nuevo mundo y un punto de mediación
potencial con el orden global saliente. Nada de declaraciones belicosas, sino
más bien ofertas de diálogo y búsqueda de soluciones. Pero tampoco se desvió
del camino que conduce al pleno reconocimiento del liderazgo internacional de
China y de todos los países emergentes.
Visto desde
Washington y Bruselas, el desfile causó alarma. El mayor temor colectivo de
Occidente era la materialización de los avances militares de Pekín y la
consolidación política de su eje estratégico con Moscú. Tal despliegue de
fuerza y la reiterada alianza estratégica con Rusia
dejaron claro que, para Occidente, la teoría de Tucídides de atacar al adversario antes
de que se vuelva demasiado fuerte para atacar ya no es viable.
Ver el poder
militar de China desplegado, con dispositivos capaces de eliminar la brecha
estratégica con EE.UU., y saber cómo se pueden integrar con la extraordinaria
fuerza del aparato militar de Rusia, ha dejado claro que Occidente, que se
suponía debía rodear, en realidad está rodeado.
La presencia de
cuatro de las siete principales potencias nucleares del mundo, tres de las
cuatro principales economías del mundo y las tres mayores poblaciones que
existen, todas desobedeciendo las reglas colectivas occidentales, proyectaba
una imagen de extraordinaria fuerza.
Poco importa
que la construcción de estas alianzas estuviera impulsada principalmente por
las políticas agresivas y provocadoras de Occidente. Como es bien sabido, la
causa contra un enemigo común suele obtener más apoyo que la de la amistad
mutua.
El intento de
Estados Unidos y la UE de desvincular a Pekín de Moscú en el escenario
ucraniano no ha prosperado, mientras que el impacto del nuevo gasoducto
siberiano, que permitirá el transporte de gas desde Rusia a China, se hace
sentir. Con él, se desvanecen las últimas ilusiones de considerar a Moscú y
Pekín distantes debido a la atracción que ejercen los mercados occidentales
sobre los productos chinos. En cambio, se está concretando el riesgo de que los
flujos energéticos hacia el Este creen dificultades de suministro para Europa.
La superioridad
económica, tecnológica y militar anglosajona está en crisis desde hace tiempo,
y el imperio decadente se ve obligado a reconsiderar bruscamente su dirección
estratégica, porque ha terminado el período de veinte años de desestabilización
global apoyado en la idea neoconservadora de exportar el monroísmo a escala
global.
Además, la
pérdida de influencia de Occidente se evidencia en el creciente endeudamiento
de la economía estadounidense (37 billones de dólares, una deuda prácticamente
impagable), que ha creado 40 millones de pobres solo en Estados Unidos y se ve
obligada a obtener liquidez mediante la venta de bonos del Estado a tipos de
interés extremadamente altos, posiblemente sin liquidar. Por ello, observamos
un flujo de capital internacional cada vez mayor de Occidente a Oriente.
POSTALES DEL
SUR GLOBAL
La cumbre de la
OCS y el desfile de Pekín pusieron de relieve la consolidación del bloque de
países que lucha por un mundo multipolar y que aspira a superar esta fase de la
historia humana caracterizada por la dominación del imperio anglosajón. Existe
la conciencia de que la tendencia hacia un derrocamiento sistémico es ahora inevitable
y de que es necesario sancionar el fin de las políticas arrogantes y
sancionadoras, el uso de parámetros financieros que ya no se corresponden con
la realidad y el fin del dólar como única moneda de referencia internacional,
lo que obliga a la comunidad internacional a financiar la economía
estadounidense mientras este país saquea los recursos globales.
En esencia, lo
que se pone en cuestión no es sólo el imperio occidental liderado por los
anglosajones, que ha prosperado gracias al intercambio desigual y al saqueo
continuo y agotador de los recursos del Sur, sino también el carácter
excepcional de Estados Unidos y su poder de decisión y chantaje, tanto
unilateralmente como en el seno de los organismos financieros, jurídicos y
reguladores internacionales.
HISTERIA
IMPERIAL
Los planes de
Estados Unidos para contrarrestar la evolución económica y política del Sur
Global preveían limitar la economía china a un desarrollo limitado en Asia,
pero sin alcance global, lo que en esencia representaba un mercado gigantesco
para los productos estadounidenses. Fortalecer e incitar a Taiwán, además de
permitir el saqueo de la industria de semiconductores necesaria para fabricar
todos los productos tecnológicos estadounidenses, obligó a China a aceptar
incluso una limitación de su soberanía, confirmando así sus limitadas
ambiciones.
Además, la
expansión oriental de la OTAN pretendía provocar una derrota militar
estratégica para Rusia, su fragmentación y posterior desintegración en diversas
minirregiones irrelevantes. Así se pretendía derrotar a Vladimir Putin, quien,
desde su llegada al Kremlin, se había propuesto reconstruir la dignidad perdida
bajo el gobierno de Yeltsin, comenzando por la explotación de sus inmensos
recursos del subsuelo, su prestigio e influencia internacional, y la
reconstrucción de su fuerza nuclear, incluyendo la actualización de su doctrina
militar estratégica.
Las estrategias
de la OTAN han demostrado ser graves errores de juicio y ahora se enfrentan a
la derrota en Ucrania y al auge de organizaciones regionales y globales
lideradas por Rusia y China. Este bloque representa tres quintas partes de la
humanidad y aproximadamente la mitad del PIB mundial, y posee lo que el planeta
demanda y de lo que Occidente carece: recursos de tierra, mar, suelo y
subsuelo, alimentos, agua potable y energía, sistematizados con tecnología de
vanguardia de gran valor estratégico.
Solo sobrevive
la capacidad de corromper a las clases dominantes de algunos pequeños países de
Europa del Este con el objetivo de encontrar nueva carne de cañón para desafiar
a Rusia. Se espera que Moscú se involucre en conflictos permanentes en sus
fronteras o dentro de su esfera de influencia como un último y desesperado
intento por socavar su crecimiento económico, su imagen externa y su consenso
interno. En cambio, la presidencia de los BRICS, así como la de varias
asociaciones de desarrollo económico, ha resaltado el importante papel de Rusia
en escenarios geoestratégicos, donde Moscú goza de gran prestigio.
Los BRICS, al
igual que la OCS, parecen poseer la capacidad de atraer a un número cada vez
mayor de miembros, destinados a formar un bloque multipolar del Sur y el Este
globales, en marcado contraste con el Norte unipolar y liberal. Por el
contrario, la desintegración de la Unión Europea, que se suicidó para asegurar
la supervivencia del poder estadounidense, resulta poco atractiva para los
países que no son parte fundadora del Occidente colectivo.
EL CAMINO Y LOS
CAMINANTES
Nos enfrentamos
a una transformación global que afecta la producción de bienes y servicios, la
capitalización y las políticas de gestión, como parte de una transformación
general de carácter global. La creciente brecha entre el imperio decadente y
los países emergentes se debe a que el capitalismo, tanto central como
periférico, ya no es capaz de producir nada esencial para la especie humana y
la organización de sus diversos modelos sociales, ni de influir en todo el
mercado.
Estamos
viviendo un cambio trascendental basado en una nueva revolución tecnológica: la
transición de la tecnología analógica a la digital, acentuada por
la aparición de los sistemas de computación cuántica y la inteligencia
artificial. Estos están transformando fundamentalmente la relación entre el
hombre y el trabajo, entre la producción y el consumo, reescribiendo las reglas
del proceso de acumulación primitivo y las de la posible organización social.
Asistimos a un
reinicio general del sistema global, que exige abordar la creación de empleo y
la riqueza desde una perspectiva distinta y distante de la utilizada hasta
ahora. La innovación tecnológica no es un mero fenómeno científico-técnico,
sino un proceso social dinámico destinado a transformar la relación entre la
humanidad y la naturaleza. Cuánto, qué y cómo producir es la nueva pregunta
ontológica.
El único camino
hacia la supervivencia humana es buscar el equilibrio respetando los intereses
mutuos. Una negociación global que tenga en cuenta las necesidades de seguridad
mutua, el derecho al acceso a los mercados utilizando la moneda de su elección
y la revalorización de las monedas existentes no puede considerarse motivo de
guerra. La dimensión multipolar de la economía es el salvavidas de un sistema
que se ahoga en sus recetas económicas y sociales, e incluso en su ética y
valores. No debemos temer al cambio, sino pensar en cómo gobernarlo: esta es la
diferencia entre una política estrecha de miras y una con visión de futuro.
Si 52 países
del Norte, con una población combinada de 900 millones, aún creen poder dominar
a los 142 restantes, con una población combinada de 6.500 millones y un 72 % de
los recursos disponibles, nos encaminamos al abismo. Se necesita sabiduría para
gobernar los barcos en medio de la tormenta. Bombardear a los que van por
delante es la peor idea. Por lo tanto, la más probable.
Fuente: Altrenotizie
El suicidio: una pregunta abierta
El
suicidio: una pregunta abierta
Marcelo Colussi
kaosenlared
15 de septiembre de 2025
¿Qué es
el suicidio?
Suicidio (del latín “sui”:
a sí mismo y “cidium”: asesinato; “matarse a sí mismo”) ha habido siempre en
todas las culturas en la historia de la humanidad, al menos, desde que se
tienen registros. La cuestión estriba en la forma en que el mismo fue valorado
(o desvalorizado, anatematizado incluso), y en cómo podemos apreciarlo en la
actualidad. Hoy lo vemos como expresión de un profundo malestar psíquico, de
naturaleza psicopatológica, y hablamos profusamente de su prevención. Pero no
siempre fue así. Y esto mismo de la prevención nos convoca a reflexionar hasta
dónde, cómo y en qué circunstancias es ello posible.
Hipócrates, el gran médico
de la tradición griega, en el siglo IV antes de nuestra era, lo consideró
expresión de “síntomas autodestructivos”, con un pensamiento que hoy podríamos
llamar “moderno”, o “científico” (según nuestra epistemología), viendo ahí un
desequilibrio emocional. En Oriente, sin embargo, fue elogiado grandemente en
ciertas circunstancias, como en la China del emperador tiránico Qin Shi Huang
(siglo III antes de nuestra era), que mandó a incinerar los libros de Confucio,
ante lo cual muchos intelectuales seguidores del pensador optaron por el
suicidio colectivo en honrosa señal de protesta. Ese acto fue considerado una
heroica forma de crítica hacia la medida política del tirano, al igual que lo
han hecho varios auto-incinerados en épocas recientes: los monjes budistas
bonzo, del sudeste asiático, quienes se rociaron líquidos inflamables
prendiéndose fuego posteriormente en lugares públicos como reacción ante
determinados hechos políticos, modalidad que fue seguida luego por muchas otras
personas en señal de protesta en distintas partes del mundo.
El brahmanismo, así como el
hinduismo, en la India, aceptaban, o incluso, promovían ciertos rituales
suicidas, como la auto incineración de las viudas luego del fallecimiento del
marido, a manera de expiar los pecados del mismo y para ganar el honor para sus
hijos. Pero ello permite también otra lectura del fenómeno, viendo en ese
inducido (u “obligado”) suicidio una machista imposición varonil.
En la Grecia clásica había
una posición ambivalente con respecto al fenómeno, en tanto en el Imperio
Romano era más tolerado. De todos modos, en ambas civilizaciones existían
tribunales que escuchaban a los potenciales suicidas, y decidían si
autorizaban, o no, la acción. Pero un esclavo, al no ser dueño de su vida, no
tenía ese derecho. Si lo hacía, su amo podía pedir a quien se lo había vendido
que le restituyera el dinero de la compra.
En el antiguo Egipto
existía una academia destinada a investigar los mejores métodos para morir sin
dolor, por lo que puede considerarse que el suicidio no era abominado. El
Islam, por su parte, rechaza el suicidio, dado que solo Alá misericordioso
puede disponer el momento en que cada humano morirá, aunque es tolerado ese
suicidio como forma de sacrificio voluntario en la Guerra Santa. De ahí que
vemos los suicidas que se hacen volar cargados de explosivos, aceptando
orgullosamente ese final, al grito de “Alá we akbar” (Dios es grande).
En el Japón feudal,
tradición que se ha mantenido hasta el presente, el suicidio tuvo un lugar muy
especial. Los devotos de la divinidad Amidas solían suicidarse arrojándose al
mar o haciéndose enterrar vivos. Mientras que el seppuku o haraquiri fue un
suicidio ritual, práctica reservada solo para los nobles y los guerreros
samurái, que optaban por abrirse el vientre antes que entregarse rendidos a sus
enemigos. Dicha práctica, andando el tiempo, dio como resultado los famosos
pilotos kamikaze, que al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya era
evidente la derrota nipona, preferían suicidarse arrojando voluntariamente sus
aviones contra barcos estadounidenses en una muestra de honor nunca mancillado:
muertos antes que rendidos.
La tradición judía condena
fuertemente el suicidio, y a quienes lo comenten, se les entierra fuera del
campo santo. De igual modo, en el medioevo cristiano en Europa, a los suicidas
se les negaba sepultura en lugar sagrado, en tanto sus propiedades eran confiscadas.
Como muestra elocuente de este desprecio, un edicto del rey Luis XIV de
Francia, del año 1670, castigaba muy severamente a quien se suicidaba, haciendo
que el cuerpo del muerto fuera arrastrado a través de las calles boca abajo, y
luego colgado en plaza pública y arrojado a un basurero. Por supuesto su alma
iba al fuego eterno del infierno.
En la tradición maya, por
el contrario, el suicidio era considerado una manera especialmente honorable de
morir, como el de las víctimas humanas en los sacrificios, o el de los
guerreros caídos en combate, o el de las mujeres muertas al momento de dar a
luz.
Entre los inuits o
esquimales del Ártico, es una tradición que los ancianos, cuando ya no tienen
fuerza para cazar y pescar, optan por remar solos en su kayak hacia el
insoportable frío del polo, para morir honrosamente así, por hipotermia.
No podemos dejar de
considerar una conducta altamente llamativa como la de muchos agentes
especiales (espías, fundamentalmente en los años más álgidos de la Guerra Fría,
o miembros de grupos guerrilleros actuando en la clandestinidad), que portaban
pastillas de cianuro, dispuestos a ingerirlas para morir en el acto, evitando
así ser tomados prisioneros y torturados con el fin de obtener información
reservada. Estamos ahí ante una compleja forma de suicidio -no podría
llamársele de otro modo-, aceptada en forma voluntaria como parte de su misión.
Hoy día ya comienza a ser
relativamente aceptado el fenómeno de la eutanasia, la muerte asistida,
decidida voluntariamente por aquellas personas que padecen enfermedades
terminales, con la participación de personal médico. Algunos países ya tienen
legislaciones que estipulan las condiciones para realizarla, lo cual sigue
siendo aún tema de controversia, con iglesias conservadoras que siguen viendo
ahí un pecado capital. En general no se llama a eso suicidio, pero obviamente
lo es.
Ante toda esta miríada de
posiciones, cabe la pregunta: ¿qué es exactamente el suicidio? ¿Un pecado
imperdonable, un ritual respetable y honorable, un derecho humano que se debe
tomar como tal, una psicopatología grave?
En nuestro medio, ámbito
occidental y a principios del siglo XXI, sigue siendo un tema espinoso, por no
decir tabú. Muchas familias, al tener un miembro que se suicidó, guardan ese
hecho como un suceso vergonzante, más aún si el grupo familiar presenta una
fuerte raigambre religiosa. En esa perspectiva, el suicidio continúa viéndose
como algo de orden pecaminoso, envuelto en prejuicios moralistas. De ahí que se
reportan mucho menos de lo que realmente suceden, por lo que, en términos
estadísticos, nos encontramos ante un subregistro del fenómeno.
Definitivamente, el tema es
complejo, con variadas aristas. Hay cosmovisiones en juego que ayudan a
percibirlo de diferentes modos, a darle otro valor social (repudiado, tolerado,
glorificado). Junto a ello -aspecto para estudiar en profundidad, por cierto-
hay condiciones socio-culturales e históricas que tienen que ver con su mayor o
menor ocurrencia. Estudios epidemiológicos evidencian, por ejemplo, que en los
pueblos originarios de todo el continente americano las tasas de suicidio son
significativamente mayores que las de poblaciones no indígenas. En Canadá y
Estados Unidos un 25% más alta; duplican o triplican las tasas de no-indígenas
países como Brasil, en los pueblos amazónicos; o quintuplican la media nacional
pueblos originarios de Colombia. Significativo es que en esas áreas con tanto
porcentaje de suicidio, son poblaciones jóvenes las que recurren a ese
expediente fatal, en tanto que son ellas las que encuentran más cerrados los
caminos para su desarrollo personal, donde sus tradiciones culturales se han
ido debilitando y/o perdiendo, y ya no funcionan como barreras protectoras que
les aferran a la vida.
Es evidente que en este
complicado tema del suicidio se articulan factores subjetivos (no todos los
jóvenes indígenas se suicidan, obviamente) y dinámicas comunitarias-históricas.
La gente de mayor edad de las poblaciones originarias mantiene mucho más esas
redes culturales, por lo que allí los suicidios no tienen alta relevancia.
Suicidio
y autoagresión
Freud dijo que “la neurosis
es el costo de la civilización”. Siendo consecuentes con el pensamiento
psicoanalítico deberíamos ampliar esa expresión para llegar a decir que “el
malestar psicológico en su conjunto” es ese costo, entendiendo que siempre hay
un pendiente, un tanto de insatisfacción en la experiencia humana. En
definitiva, eso es lo que nos descubre el abordaje psicoanalítico: que siempre
falta algo, que no hay completud total en la experiencia humana, que hay
límites (la muerte, la diferencia sexual anatómica con su correlativo
ordenamiento psíquico), y que ello nos aterra, que no queremos saber nada de
esa limitante. Y también nos evidencia que, aunque nos confronte con nuestra
preciada racionalidad y declarado pacifismo, siempre hay igualmente un monto de
agresión en la vida social. Ello llevó a Freud a formular la existencia de una
“pulsión de muerte”. Es decir, algo destructivo, que puede volcarse hacia el
exterior, y ahí están la violencia cotidiana, o las guerras como su expresión
máxima donde caen las barreras civilizatorias y está permitido matar al otro.
No solo permitido matarlo, sino que se premia el hacerlo: es un héroe de guerra
quien más enemigos mata. Lo cual crea una muy compleja situación psicológica,
por cuanto ese “héroe”, terminada la guerra, no puede volver a matar
impunemente, pues de hacerlo se convierte automáticamente en un asesino,
alguien por fuera de la ley.
Agresividad que, en el otro
caso posible, se vuelca hacia el interior, hacia la misma interioridad de cada
sujeto. La experiencia diaria nos evidencia que eso, en mayor o menor medida,
está en todas y todos nosotros.
Tenemos ahí entonces la
larga lista de acciones autoagresivas que cada uno puede realizar a diario, sin
escandalizarnos al respecto (fumamos, aunque sabemos que eso puede producir
graves enfermedades respiratorias, o viajamos en moto sin el correspondiente
casco, aun sabiendo del peligro mortal que esa conducta puede acarrear, para
graficarlo con ejemplos cotidianos). Para mostrar todo ello con cifras
elocuentes (en todos los casos, redondeadas para hacer más práctica la cuenta),
tomadas de los órganos más autorizados al respecto como la Organización Mundial
de la Salud -OMS-, tenemos que:
- 7.000 personas mueren
diariamente por consumo alcohólico
- 1.600 fallecen cada
día por sobredosis de drogas ilegales
- 3.500 casos diarios de
contagios de VIH, en el 99% de ellos por relaciones sexuales sin la debida
protección
- 1.700 seres humanos
mueren cada día por VIH-SIDA
- 3.500 individuos
fallecidos cada 24 horas por accidentes de tránsito perfectamente
evitables (manejar a exceso de velocidad, en estado de ebriedad, sin
cinturón de seguridad, irrespetando normas viales)
Ello, sin contar con los
2.000 suicidios diarios que tienen lugar en todo el planeta. Es decir: hay
15,800 muertes cada día por autoagresiones, el 10% de todas las muertes diarias
en el mundo, decesos que, en general, salvo los suicidios, no se consideran como
hechos psicológicos, pero que sin dudas tienen a la base un importantísimo
componente autoagresivo. ¿Pulsión de muerte, podríamos preguntarnos?
Se pregonan a los cuatro
vientos la paz y el amor, la concordia y la resolución pacífica de conflictos,
pero vemos que, además de hacerse tan difícil la convivencia pacífica a nivel
planetario (más de 50 frentes de combate existen al día de hoy en todo el
globo, con muertos, heridos y secuelas psicológicas graves, y Naciones Unidas,
surgida supuestamente para lograr la concordia internacional, nunca puede
evitar una guerra), la autoagresión que nos mueve es realmente alta. ¿Cuánta
gente se deprime y “se deja morir”, evitando consultas a tiempo para atender a
tiempo enfermedades mortales (cáncer, diabetes, enfermedades de transmisión
sexual, etc.)
¿Por qué somos así? ¿Por
qué nos suicidamos en cantidades tan altas?, contando con que muchas de las
muertes arriba mencionadas pueden considerarse “suicidios en cámara lenta”,
suicidios “indirectos”. Pues bien: cobra total sentido aquello que citábamos de
Freud, y que podemos parafrasear como “el conflicto intrapsíquico” es el precio
de la civilización.
¿Por qué
el suicidio?
No somos animales en
sentido estricto; si bien pertenecemos a ese reino (Animalia), hemos ido
evolucionando hasta algo distinto, más complejo, sin negar nuestra apoyatura
biológica. O, si preferimos, representamos un ser muchísimo más problemático
que un pariente cercano, que un animal, tan cercano como el chimpancé, por
ejemplo. El puro instinto de conservación (propio en general de los animales)
está “fallado”. Ningún animal practica deportes extremos arriesgando su vida,
juega a la ruleta rusa, enfrenta un toro bravo en un ruedo ni nada entre
tiburones por pura búsqueda de adrenalina, o acepta desafíos descomunales que
pueden implicar -o implican muchas veces- una posible muerte: cruzar el océano
en una frágil embarcación, volar hacia el espacio sideral, caminar por un campo
minado, ser espía e inmiscuirse en los vericuetos secretos de otro Estado, lanzarse
en paracaídas, etc., por mencionar algunos ejemplos. O el fumar, o consumir
sustancias psicoactivas, o un largo etcétera que nos confronta con todo esto.
En la Psicología no psicoanalítica se dice de todas estas conductas que
evidencian que “no nos queremos”, que falla nuestra “autoestima”.
Descriptivamente, es así; ahora bien: ¿por qué es así? ¿No nos queremos, o hay
mecanismos más complejos ahí?
La homeostasis, en tanto
proceso natural de autorregulación estable y equilibrado, se rompe, se pone en
tela de juicio ante estas conductas. ¿Por qué alguien (muchos, sin dudas)
juegan con el límite, con la muerte? No hablamos aquí de los intentos de
suicidio, que podemos entenderlos como actuaciones, en general de orden
histérico, que representan poderosos mensajes al otro demostrando una situación
de gran angustia (más común en mujeres que en hombres), sino estos
comportamientos autoagresivos que, en el caso de los suicidios, terminan con la
vida. Aclaremos enfáticamente que los intentos -que, quizá con cierta malicia,
se podrán llamar suicidios fallidos- en modo alguno son “actuaciones”
conscientes, escenificaciones “para llamar la atención”. Son productos
inconscientes tan enigmáticos y perturbadores como cualquier síntoma
psicológico, como cualquier conducta que escapa a la racionalidad voluntaria.
La diferencia estriba en que el suicidio no tiene retorno.
En todos los casos, como
ritual, como práctica ceremonial, como acto heroico o, lo que hoy consideramos
más habitualmente, como expresión psicopatológica, el suicidio -al menos para
nuestra lógica occidental y racionalista- nos deja sin palabras, atónitos,
estupefactos. ¿Por qué lo hizo?, es la primera reacción. Es decir: resulta
incomprensible, rompe la lógica de lo que entendemos por normalidad, la estabilidad
necesaria para la vida social. El kamikaze, el guerrero samurái que se abre el
vientre, el militante musulmán que se hace volar con explosivos adosados a su
cuerpo o el esquimal que enfila su bote hacia la eternidad, no dejan de
sorprendernos, poniéndonos (confrontándonos) a cada uno de nosotros como la
expresión de la normalidad. Esos actos, al menos para quienes estamos ahora
leyendo este texto, se nos hacen, como mínimo, muy raros. Mucho más
incomprensibles aún resultan los suicidios que ya tenemos normalizados: aquel
que ingiere veneno, se pega un tiro, se arroja de un puente o se ahorca. ¿Qué
lo llevó a esa determinación? ¿Por qué cometió esa “locura”?
Buscar causas en la
cotidianeidad del suicida no explica nada; siempre puede haber un presunto motivo
dado, por supuesto, por los sobrevivientes, un hecho disparador o
desencadenante: una pérdida significativa, la muerte de un ser querido, un
desengaño amoroso, una crisis financiera, la pérdida de un trabajo, un fracaso
en los estudios. Todo ello, sin embargo, no pasa de la simple y superficial
excusa. Incluso en los pueblos originarios recién citados, esas agresiones
culturales sufridas por los más jóvenes no hacen que toda esa masa de población
se suicide. ¿Qué mecanismo psicológico tiene que darse para que alguien tome
esa decisión fatal? ¿Qué desencadenante hay en las personas que no aparentaban
poder suicidarse, que no han pasado por pérdidas enormes y, sin embargo, se
auto aniquilan?
Todo el mundo, en mayor o
menor medida, sufre (sufrimos) de alguna de esas pérdidas. Pero, al menos en
general, no nos suicidamos como consecuencia de ellas. Soportamos la pérdida,
para lo que hacemos el correspondiente duelo, dependiendo ello del valor del
objeto perdido. No es lo mismo la muerte de un familiar cercano, un hijo o la
pareja que la de una mascota; no es lo mismo sufrir el robo de un teléfono
celular que perder una fortuna en la bolsa de valores, o todos los ahorros de
mi vida víctima de una estafa, quedarse calvo (“discapacidad capilar”, ironizó
alguien) que sufrir la amputación de un miembro. Como sea, el proceso de duelo
-con todos sus correspondiente rituales- nos permite despedirnos de lo que ya
no está, nos permite aprender a soportar esa ausencia y poder seguir con la
vida cotidiana sin un dolor que nos embarga, que nos paraliza. Para eso
duelamos.
En la persona suicida, sin
embargo, nos encontramos con un dolor psíquico que la tortura, la martiriza a
cada instante, creándole un dolor que no puede soportar. De ahí que hoy, a
quien se suicida, se lo puede considerar como portador de una psicopatología.
Preguntarse ¿por qué lo hizo?, buscándole incluso esas supuestas causas, esos
desencadenantes, no pasa de una visión superficial del asunto. Descriptiva, si
se quiere. De hecho, eso es lo que ha hecho la mirada médica a través del
tiempo, desde la “bilis negra” hipocrática hasta los refinados (¿o muy
comerciales?) manuales de psiquiatría y psicopatología actuales. Pero faltó
siempre una teoría que dé cuenta de la profundidad de esa conducta, más allá de
la descripción observable. O, si se quiere, de ese síntoma tan peculiar
-tremendo, que deja estupefactos- consistente en quitarse la propia vida, ya no
como parte de un ritual honroso.
¿Por qué alguien se mata a
sí mismo? Muchos autores a lo largo de la historia se hicieron esa pregunta,
aportando diversos intentos de explicación. Lo cierto es que ninguno de ellos
logra entender el mecanismo íntimo del suicidio y, por tanto, prevenirlo. ¿Por
qué? Porque faltaba una dimensión fundamental para aprehender el comportamiento
humano: la dimensión de lo inconsciente. Si ubicamos el suicidio en el campo de
la psicopatología, tal como hoy lo hacemos, estamos ante un verdadero enigma:
es una “enfermedad” que, cuando se declara, distinto a todas las otras, ya es
demasiado tarde, porque el sujeto portador ya está muerto. Lo cual lleva a la
pregunta de fondo que nos inquieta como trabajadores de la salud: ¿se puede
prevenir?
La explicación propuesta
por Freud, continuada y ampliada posteriormente por otros psicoanalistas, hace
uso de ese concepto toral en el edificio conceptual psicoanalítico, tal como es
el “inconsciente”. Sin él, no podría captarse nunca la dimensión de esa cosa
tan rara, tan enigmática e incomprensible; en otros términos, tan “loco” como
es el suicidio (igual que tan “loco”, enigmático, incomprensible, es cualquier
síntoma psicológico, que no se puede codificar desde la biomedicina, como son
la angustia, las inhibiciones, los delirios o las alucinaciones). El
psicoanalista francés Jacques Lacan fue quien dijo que “No es loco el que
quiere, sino el que puede”. Eso quita definitivamente todas esas conductas
“raras”, oscuras y misteriosas, como la auto-aniquilación, del campo de las
decisiones voluntarias, de la conciencia.
Es común, en la
cotidianeidad, ver el suicidio como un acto hasta incluso valiente. “Hay que
tener valor para hacerlo”, suele decirse, considerando solo el suceso violento,
el descarnado hecho brutal que destruye un cuerpo. Anida allí la ilusión de la
racionalidad, de la voluntad consciente como centro de nuestra vida anímica. En
realidad, el suicidio responde a complejas estructuras psicopatológicas, que
pueden ser leídas en clave de vida psíquica inconsciente. Todos atravesamos
circunstancias duras, sufrimos pérdidas y nos vemos sometidos a fuerzas que nos
sobredeterminan, nos abruman a veces; la vida no es, precisamente, un lecho de
rosas, pero muy pocos se suicidan. ¿Por qué alguien no puede soportar la vida y
huye de la misma de este modo trágico? ¿Qué pasa ahí con la compulsión a vivir,
con ese “instinto de conservación” que nos debería impulsar a seguir afrontando
las adversidades? Algo falla entonces.
La melancolía (el exceso de
“bilis negra”, según la tradición griega), si la consideramos una entidad
nosopatológica, dimensión desde la cual poder abordar el suicidio, fue tenida
como tal a partir de fines del siglo XIX, de la mano del psiquiatra Emil
Kraepelin en su descripción de los cuadros psicopatológicos, quien la colocó en
el campo la locura maníaco-depresiva (con episodios alternados de furor maníaco
y depresión, siendo estos últimos en los que se puede producir el suicidio),
diferenciándola de la dementia praecox (lo que luego sería, con la descripción
de Eugen Bleuler, la esquizofrenia, consistente en un profundo deterioro crónico
de la vida psíquica). Descripciones que, en términos generales, se han
mantenido hasta la fecha.
Sigmund Freud entendió la
melancolía como una entidad compleja; no es el duelo normal que sufrimos ante
una pérdida, sino que representa un dolor infinito, constante, con profundos
sentimientos de culpa y autorreproches, todo lo cual nos puede llevar,
precisamente, a eliminarnos. En su mapa diagnóstico la colocó como algo
intermedio entre las neurosis y las psicosis, llamándola finalmente “neurosis
narcisista”. Hoy, en los manuales al uso en el campo de la psicopatología (el
DSM-5 y CIE-11) el término “melancolía” no aparece como un diagnóstico
independiente, sino que hace parte del Trastorno Depresivo Mayor, descrito por
el manual estadounidense presentando esta sintomatología: “Estado de ánimo
deprimido; pérdida de interés o placer; pérdida o aumento de peso; problemas de
sueño, fatiga o pérdida de energía; sentimientos de inutilidad o culpa;
dificultad para pensar o concentrarse; y pensamientos de muerte o suicidio
(pensamientos recurrentes sobre la muerte, ideación suicida recurrente sin un
plan específico, o un intento de suicidio)”.
La cuestión, más allá de
esquemas clasificatorios, radica en qué mecanismo íntimo obra ahí que lleva a
alguien a ese final trágico: los hombres de manera más cruenta (ahorcamiento,
armas de fuego, arrojándose al vacío), las mujeres con métodos más suaves, si
así puede decírsele (uso de distintas sustancias). Pero ¿por qué? En el duelo
normal se pierde un objeto externo; en la melancolía también hay una pérdida,
pero no se trata de un objeto de la realidad (un ser querido) sino que estamos
ante un mecanismo inconsciente: no se sabe exactamente qué se perdió. La
experiencia clínica indica que se hizo una identificación con ese objeto de
amor perdido, por lo que toma sentido la frase tan repetida de Freud de “La
sombra del objeto ha caído sobre el yo, quien, en lo sucesivo, podrá ser
juzgado por una instancia particular [la conciencia moral, el superyo] como un
objeto, como el objeto abandonado”. En otros términos, el objeto del castigo y
de los autorreproches (“no valgo”, “soy despreciable”, “no tengo derecho a
vivir”), es el propio yo, que viene a representar a ese objeto perdido. Al
retirarse la libido (la energía psicosexual, dirá Freud) del objeto exterior,
del mundo, se dirige hacia el propio yo, evitando así la hostilidad hacia el
otro, hacia ese objeto que el sujeto siente como que lo ha abandonado. Por
tanto, encontramos ahí ambivalencia en el vínculo con el propio yo: amor y la
necesidad de sobrevivir junto al odio que está en la base de los lastimeros
autorreproches y en la búsqueda de castigo. Tan grande es ese castigo, que
termina eliminándose a sí mismo. En otras palabras, según la perspectiva
psicoanalítica, el suicidio representaría una forma inconsciente de matar al
otro, amado y al mismo tiempo odiado. No hay allí, definitivamente, ningún
mecanismo consciente, ninguna elección voluntaria. Quien se suicida es víctima
de una historia subjetiva que lo destroza, y que lo lleva finalmente a
destrozar su cuerpo. “El mecanismo psíquico del suicidio consiste en que el
sujeto ha vuelto sobre sí mismo el impulso de matar a otro, contra el que está
prohibido la agresión. Matar a los padres o a la persona amada sería el modelo
de esa circunstancia. Al ser inconfesable el odio al objeto amado, la pulsión
de muerte se vuelca sobre el sujeto, como autorreproche, autodesvalorizaión y
autodestrucción”, sintetizará el creador del psicoanálisis. Por tanto, la
descripción sintomatológica no termina de dar cuenta de la complejidad del
fenómeno.
Ahora bien: sabido todo
eso, como psicoterapeutas, o incluso como trabajadores del ámbito de la salud,
aunque no nos dediquemos específicamente al campo de la salud mental, ¿qué
podemos hacer ante el suicidio?
Prevención
del suicidio
¿Es realmente posible
prevenirlo? Se lo presenta como un problema de salud pública. En realidad, y en
un cierto sentido, claro que lo es. Su ocurrencia produce más muertes que la
infección de VIH-SIDA, o que la malaria. Sin dudas, es un problema que preocupa
a epidemiólogos y autoridades sanitarias. Para estas afecciones, como en
general para todas, hay caminos preventivos: cuidados varios, vacunación,
detección precoz, condiciones satisfactorias de vida, educación sanitaria. Lo
que llamamos atención primaria. Pero para el suicidio ¿qué hacer?
Habíamos dicho
anteriormente que algo que enmarca toda la experiencia humana es la percepción
-y consecuente aborrecimiento- de los límites, en tanto nos evidencian nuestra
finitud. Nos pintamos las canas para parecer más jóvenes (la muerte espanta,
patencia del límite total, infranqueable), y tapamos siempre, en toda
organización cultural, los órganos genitales externos, desde la más refinada
vestimenta hasta un taparrabos (ver la diferencia anatómica de varón y mujer
remite a la incompletud: horripilante). Que haya un psiquismo inconsciente nos
recuerda esa falta de modo crudo. El suicidio habla patéticamente de eso.
Repitamos y tengamos muy en cuenta lo dicho por Lacan: “No es loco el que
quiere, sino el que puede”. No elegimos nuestros síntomas mentales; ellos nos
eligen. Una persona melancólica tiene siempre un alto riesgo de suicidarse.
¿Qué hacer entonces?
Recomendar a quien tiene
ideaciones suicidas que no lo haga, más allá de la buena intención, puede
resultar ocioso, no pasando del sermón moralista. A un/a paciente
melancólico/a, al menos según los manuales, se le recomienda: 1) psicoterapia,
2) psicofarmacología antidepresiva o 3) terapia electroconvulsiva
(electrochoques). ¿Cuál de estos caminos será el más efectivo?, no se puede
saber a priori. Por supuesto que el electrochoque (el Cerletti-Bini, por el
nombre de sus inventores), que en muchos lugares se sigue utilizando, aunque
constituye un verdadero atentado a la salud, debería ser erradicado
completamente (solo mata neuronas). Si bien puede hacer salir de un estado
depresivo profundo, no está demostrado que evite un suicidio. Está más que
probado que hablar, contar su propia vida, permitirse explayar sobre sus cuitas
más profundas, o en algunos casos la medicación antidepresiva, o la combinación
de ambas cosas, puede tener un efecto benéfico, y alguien sale así de la
depresión severa, no suicidándose. Pero eso no garantiza que un potencial
suicida no pase al acto. De hecho sabemos que no todos los melancólicos llegan
a consulta (¿podríamos atrevernos a decir que los menos?). Lo importante es que
dé ese paso y llegue. Eso, probablemente, lo podrá alejar de esa fatal
decisión. Pero ¿qué hacer si no llega?
Teniendo el resguardo de
una atención especializada, al igual que otros factores protectores (como una
determinada red de apoyo familiar, la pertenencia a algún grupo que pueda
contenerle, alguna práctica religiosa, el tener hijos o, como nos enseña el
estudio de los pueblos originarios: un tejido socio-cultural que arrope y dé
identidad), con todo ello sabemos que se disminuyen las posibilidades de un
paso a la acción suicida. Pero no las garantizan. Sabido es el caso de personas
que, mostrando una cara alegre en medio de una fiesta, se retiran un momento al
baño y ahí se suicidan (no un intento, sino que un suicidio consumado, dejando
boquiabiertos a todos). Por eso ese carácter de sorprendente, que nos deja
atónitos, sin palabras: la sorpresa de lo inesperado.
Es nuestra responsabilidad
como trabajadores del campo de la salud proteger la vida y/o la calidad de la
misma de la población. O, al menos, la de cada consultante que recibimos. De
todos modos, en el caso del suicidio eso abre una pregunta bastante
angustiante, muchas veces sin respuesta: ¿hasta dónde podemos evitarlo?
Esto, definitivamente, no
es un llamado al desdén, a despreocuparnos de un tema tan terrible como este.
Sabemos que hablar con alguien en situación crítica, o mejor aún: escucharle,
dejar que hable, puede ser de inestimable ayuda. Escucharle sin juzgar, sin
sermonear, acompañando en ese momento terrible previo a tomar la decisión de
pasar al acto final: eso puede salvar vidas. De ahí la importancia enorme de
contar con equipos especializados en la atención en crisis, líneas telefónicas
de emergencia, dispositivos bien montados al respecto con personal debidamente
capacitado. Eso debería ser parte de una adecuada planificación de salud
pública que, en el campo de la siempre problemática salud mental, sabemos que
muchas veces falta.
Ahora bien, y sin ser
agoreros: es sabido que la melancolía, sin negar todo lo anterior y haciendo un
fuerte llamado a las autoridades sanitarias para que consideren muy seriamente
estos mecanismos de prevención en crisis, nos muestra ese límite infranqueable.
Una persona melancólica es posible que se suicide. Pelear contra esa fuerza
titánica que lo impulsa a aniquilar su fantasma inconsciente, es una batalla
desigual. Podemos tener éxito, a veces. Pero hay que estar preparados para
saber que quizá eso no suceda. La experiencia muestra que quienes llegan a
estos servicios de urgencia buscando ese consuelo que les libre de una posible
muerte, en general no estaban tan decididos a actuar (o su psicopatología no
los iba a llevar a eso; había más duda y angustia que decisión de hacerlo). O
quizá sí les salve, por eso hablar y ser escuchados les puede haber sido muy
beneficioso. Recordemos que la melancolía es silenciosa; cuando habla, ya es
demasiado tarde.
La prevención del suicidio
implica trabajar muy fuertemente para buscar poner en tela de juicio y cuestionar
el estigma que sigue pesando en relación a la salud mental, logrando que la
población le pierda el miedo a hablar de sus problemas. Prevenir la melancolía
es absolutamente imposible, así como lo es “prohibir” el inconsciente, evitar
los síntomas psicológicos, la angustia, un tic, la frigidez de una mujer o la
eyaculación precoz de un varón. Lo que podemos y debemos hacer es propiciar que
el sufrimiento anímico no quede silenciado, condenado y estigmatizado, señalado
negativamente como carga casi pecaminosa, vergonzante. Por eso la única
política pública real en salud mental es prevenir que nos callemos la boca.
Poner alambradas, vidrios irrompibles o cualquier artefacto que evite saltar de
las alturas a un potencial suicida no es sino hacerle un poquito más complicado
elegir su final, pero eso no es prevención; probablemente elegirá luego otro
método. Sobran ejemplos al respecto. Piénsese en la ridiculez absurda vista en
algún país del Sur global (no importa cuál) donde, en un puente del que solían
arrojarse habitualmente suicidas, se colocó a soldados armados con fusiles para
¿prevenir? suicidios. No quedó claro si eso era un chiste morboso o una
disparatada locura neonazi: al que intentara suicidarse ¿se le pegaba un tiro
para que no lo hiciera? Parece que si no tomamos en serio la idea de
inconsciente -y, en general, no se la toma- seguimos en el oscurantismo.
Como se dijo más arriba:
todo esto no es un llamado a bajar los brazos en estos temas; es intentar
entender por dónde se debe dar la lucha en el campo sanitario. La lucha es
compleja en este ámbito de la salud mental, quizá con relativa poca luz al
final del túnel si tomamos la prevención como la simple evitación del síntoma,
pero -y ojalá esto nos siga motivando- recordemos que no hay peor lucha que la
que no se hace.
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Marcelo
Colussi