MARCELO COLUSSI. No hay que
olvidarse de la Unión Soviética
Insurgente.org
/ 11.08.2025
Logros
históricos de la Unión Soviética
El
actual presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, alguien que ocupó
puestos importantes en el gobierno como cuadro formado en la ortodoxia marxista
de antaño, ahora como mandatario de un país capitalista pudo decir que “Olvidarse de la Unión Soviética es no tener corazón; pero querer
volver a ella es no tener cabeza”. Un asesor del Kremlin, el más
grande multimillonario de la Rusia actual, Vladimir Potanin (24.2 mil millones
de dólares según Forbes en 2025), presidente de Norilsk Nickel -la mayor
productora mundial de níquel y paladio-, perteneciente al círculo cercano del
mandatario, le dice al oído, “No podemos volver a 1917,
experimentaríamos consecuencias durante décadas”. Pero ¿hay que
desechar esa historia entonces, o revisarla? ¿Olvidarla completamente, o
aprender de ella?
Ante
la caída de la Unión Soviética en 1991, y la consecuente desaparición del
socialismo real en Europa del Este, el capitalismo occidental cantó victoria.
De ahí la emblemática frase de Francis Fukuyama, proferida como grito de
guerra, de “fin de la historia y de las ideologías”. Contemporánea
a esa caída, en el otro gran país socialista, la República Popular China, se
daba también un proceso de cambio -inspirado en la perestroika soviética- que
ponía al gigante asiático en la vía de una economía de mercado. La igualmente
emblemática frase del líder chino Deng Xiaoping parecía dejarlo claro: “No importa el color del gato, sino que cace ratones”,
expresión traducida incorrectamente en Occidente, tergiversando su auténtico
sentido, pues siempre se omite algo fundamental en lo dicho por Deng: “pero sus ojos siempre tienen que ser rojos”. (不管猫是什么颜色,只要它能抓老鼠,它的眼睛一定是红色的)
Para
la interpretación hecha por la derecha de todos los países, la cual recorrió el
mundo y pasó a ser, de alguna manera, la lectura oficial de ambos
importantísimos fenómenos, las cosas estaban claras: el modelo socialista no prosperaba, y la única manera de sacar de
la pobreza y el estancamiento a las poblaciones era la vía capitalista.
Parecía que la apertura china y la catastrófica caída del primer Estado obrero
y campesino lo dejaban en evidencia. Lo cierto es que hoy, a décadas de esos
grandes acontecimientos, el capitalismo no resolvió en absoluto esos históricos
problemas de la humanidad (hambre, desprotección, guerras, diferencias
económico-sociales irritantes, migraciones imparables, catástrofe ecológica
producto del inducido consumismo voraz a través de la obsolescencia programa,
auge imparable de los negocios más infames y destructivos: armas y consumo de
drogas ilegales, banalidad cultural llevada a sus extremos, fomento del
individualismo hedonista) sino que, por el contrario, ha tensado la situación a
punto de ponernos ante una virtual Tercera Guerra Mundial, que no estalla con
el uso de armamento atómico, pero que es casi igualmente destructiva. El socialismo,
si bien es cierto que no está en auge, no ha desaparecido como alternativa,
como algo superador a lo que hoy se ofrece como la panacea del mundo. La vía china, aun siendo un
capitalismo de Estado, o un confuso “socialismo de mercado” -para mucha
izquierda fuertemente criticada-, presenta logros inconmensurablemente más
grandes que los que obtiene cualquier país capitalista, no solo por su
crecimiento económico exponencial, sino por el nivel de satisfacción que va
alcanzando su numerosa población (cero hambre, cero analfabetismo, cero homeless, acceso gratuito a la más alta educación,
potencia en alternativas viables al cambio climático). No olvidar que este
actual complejo modelo de “socialismo a la china” está inspirado en una aguda y
profunda mirada a la perestroika soviética, y a toda la historia de siete
décadas de socialismo -imperfecto, sin dudas, pero socialismo al fin-.
De
ahí que hay que volver a esa primera gran experiencia iniciada en 1917 en la
Rusia zarista, no para desconocerla olímpicamente como pide ese asesor de Putin
-y a quien parece que el presidente escucha con atención-, ni para negarla de
cuajo, como sucede con buena parte de la izquierda actual. En todo caso, es
necesario revisar con ojos críticos qué pasó allí, rescatando lo bueno
-¡espectacularmente bueno!- que hubo en sus albores, y analizando el porqué de
la posterior burocratización y la aparición de un fenómeno -muy criticable, por
cierto- como el estalinismo.
Está claro que la
historia humana se hace a los golpes, con avances y retrocesos. Nunca hay
paraísos, ni podrá haberlos porque eso no está en nuestra esencia, pero visto
el curso de estos dos millones y medio de años que lleva nuestra especie desde
el primer homínido que descendió de un árbol, se irguió perdiendo la cola y
empezó a trabajar industriosamente labrando una primera piedra hasta el
presente, encontramos que hay una ininterrumpida búsqueda de mejora en la
calidad de vida. En la humanidad actual sigue habiendo hambruna, si bien existe
ya la posibilidad de alimentar de modo satisfactorio a toda la población
mundial; si ello no ocurre y se desperdicia comida (40% se deja perder), es
porque en el capitalismo vigente se botan alimentos para no perder ganancias
empresariales. El descollante desarrollo de la robótica y la inteligencia
artificial podría permitirnos trabajar menos y dedicarnos más al ocio creativo,
pero la realidad nos muestra todo lo contrario. Podría tener todo el mundo
acceso a dignos satisfactores básicos, pero la realidad capitalista muestra que
solo al 15% de la humanidad le toca esa fortuna, mientras el otro 85% pasa
indecibles penurias. Si en la Rusia bolchevique de 1917 y esos primeros años se
comenzó a construir algo distinto al capitalismo, ¿qué pasó que no prosperó,
cayendo finalmente?
La
derecha lee el fenómeno en términos de demostración de la inaplicabilidad del
socialismo. En la izquierda debemos promover otra visión: ¿fue culpa del
estalinismo? ¿Por qué surgió algo como el estalinismo entonces? ¿Es posible el
socialismo triunfante en un solo país?
¿Hay que ver la historia como pasos balbuceantes, y entender esa primera
revolución socialista como solo un primer momento, preparatorio de lo que
podremos hacer parir en un futuro? ¿Nos quedamos con una lectura pesimista de
lo acontecido? ¿Le damos algún crédito a lo que se construyó en la Unión
Soviética, o es todo desechable?
La
primera experiencia socialista de la historia inobjetablemente alcanzó éxitos inigualables: salario mínimo y digno
para toda la clase trabajadora, descanso semanal remunerado, vacaciones pagas,
licencia por maternidad, transporte público de alta calidad subvencionado (el
metro de Moscú se considera una gran obra de arte, única en su tipo en todo el
mundo), calefacción hogareña subvencionada, vivienda digna asegurada para toda
la población, cero inflación, electrificación de todo el país y un enorme
parque industrial, granjas agrícolo-ganaderas comunitarias de muy alta
productividad, educación gratuita, laica y obligatoria para toda la población,
alfabetización del 100% de sus habitantes, universidades e institutos de
investigación del más alto prestigio a nivel mundial, salud de alta calidad
gratuita para toda la población, completa erradicación de la desnutrición,
plena igualdad de derechos para hombres y mujeres, voto femenino, derecho de
aborto (primer país del mundo en tenerlo), divorcio legalizado, derogación de
la normativa zarista que prohibía la homosexualidad, avances científico-técnicos
portentosos (primer satélite artificial de la historia, primer ser humano en el
espacio -primero un hombre después una mujer-, desarrollo de la energía nuclear
civil -con la creación del Tokamak -acrónimo ruso que significa “cámara
toroidal con bobinas magnéticas”- en los años 1950 como primer paso hacia la
producción de energía limpia e infinita a partir de la fusión nuclear, avance
continuado por la ciencia de distintos países, estando la China hoy ya a punto
de conseguir ese maravilloso portento-, tecnologías metalúrgicas de avanzada,
grandes logros en biotecnología -por eso se pudo llegar a la vacuna Sputnik V
contra el virus que provocó la pandemia de Covid-19, más efectiva que las
occidentales-, caucho sintético, telefonía móvil -en 1950 Leonid Kupriyanovich
fue su precursor con un primer modelo, replicado luego en Estados Unidos-,
poder popular real a través del desarrollo de democracia directa con
implementación de los soviets (consejos obrero-campesinos y de soldados,
similares a las juntas locales de gobierno actuales del zapatismo), fabuloso
fomento del arte y la cultura.
Sin
dudas, el momento que comenzó a vivir la humanidad con ese extraordinario
cambio abierto en 1917 no dejó aspecto sin conmocionar. Ante todo ello, en la
Rusia bolchevique de los inicios una de las nuevas expectativas que se
abrieron, entre tantas otras, fue poder crear una nueva matriz
ideológico-cultural donde la cría humana se humanice de otra forma: no para
la competencia sino para la solidaridad. Es decir: para que se críe en el marco de
otros valores -el posteriormente preconizado “hombre nuevo del socialismo”-. Lo
cual llevó a pensar en un nuevo orden familiar -nuestra matriz social
originaria-, distinto al que conocemos hoy día (familia patriarcal, monogámica,
heteronormativa), y del que en aquellos momentos hubo ya interesantes tanteos.
Concibiéndose la idea -totalmente revolucionaria- de que los hijos son de la comunidad, creándose así un esquema nuevo, en
1918 decía la revolucionaria y feminista Alejandra Kollontai: “El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva forma
de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la madre por
sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los niños de la gran
familia proletaria. En vez del matrimonio indisoluble, basado en la servidumbre
de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y el respeto
mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y en sus
obligaciones.” Ahí estuvo el germen de un nuevo sujeto, aún no
conseguido en ningún lugar, pero hacia donde debemos apuntar.
En
1917 se disparó la creatividad, fue un momento de liberación, una explosión de
cosas nuevas. Incluso el psicoanálisis -toda una revolución en el campo de las
ideas, abriendo una nueva ética- llegó a la Rusia revolucionaria, siendo
bendecido por Trotsky. “La primera escuela de educación
inicial infantil con una pedagogía psicoanalítica fue fundada en Moscú en 1921
por la psicoanalista Vera Schmidt” (informa Christian Dunker), la
cual creó una metodología totalmente innovadora, rompiendo viejas tradiciones.
Definitivamente, en la
Unión Soviética de los primeros años se abrió un momento nuevo en la historia
de la humanidad, en todo sentido; no puede olvidarse que se dio ahí un cambio
revolucionario, no solo en lo económico-social sino también en las artes, en la
poesía, el cine, la literatura, la danza y el teatro. Cambios que aún hoy nos
producen grandes beneficios, como el famoso “método de las acciones físicas”,
del dramaturgo Konstantin Stanislavski, instituido en todo el planeta como el
principal método de actuación para teatro y para el cine, constituido sobre las
bases conceptuales del marxismo. O como lo legado por el cineasta Serguéi
Eisenstein, considerado uno de los más grandes directores de la historia, quien
con su innovadora técnica de montaje sirvió de inspiración para el cine
posterior de todo el mundo, dejándonos clásicos de la cinematografía que aún
hoy nos sorprenden por su audacia artística y profundidad conceptual, como “El acorazado
Potemkin” y “Octubre”.
Todo
eso no debe olvidarse. Como tampoco puede olvidarse que la Unión Soviética
puso el cuerpo (27 millones de muertos y 75% de toda su infraestructura
destruida) para detener al nazismo, siendo la verdadera ganadora de la Segunda
Guerra Mundial; ni debe olvidarse que el primer Estado obrero y campesino,
durante años, apoyó las luchas revolucionarias en distintas partes del mundo:
Asia, África, Latinoamérica, con insumos militares en muchos casos, con obras
de infraestructura, con acciones políticas o preparando a miles de cuadros
militantes de esas regiones. No debe dejarse de considerar tampoco que mucha,
por no decir muy buena parte de esa militancia se formó, en sus propios países,
con los manuales soviéticos (Konstantinov, Riazánov, Yudin, Kuusinen, Rozental,
Mitin, Rumiántsev o sus equivalentes nacionales: Sánchez Vázquez, de la Uz, de
algún modo Mandel o Politzer), concebidos no para intelectuales de alto
calibre, para una educación universitaria de excelencia, sino como textos de
difusión para trabajadores muy poco letrados. Por supuesto que vale la crítica
al esquematismo que presentaban (por ejemplo: los modos de producción en la
historia se simplifican para tener una breve síntesis de comunismo primitivo,
modo de producción despótico-tributario, esclavismo, feudalismo, capitalismo y
socialismo, preámbulo del comunismo científico), dando una imagen bastante
rígida de los complejísimos procesos históricos. O explicando la dialéctica
hegeliana -algo realmente muy enrevesado- con una presentación escolar muy
simplificada: tesis, antítesis y síntesis. O incluso generando esa artificiosa
e inexistente separación entre materialismo histórico y dialéctico. De todos
modos, convengamos que es muy poca la gente en la izquierda que realmente hurgó
en todos los textos de Marx, leyéndolos ampliamente, incluso en su lengua
materna, el alemán -por aquello de traduttore, traditore– dado que ahora es bastante fácil hablar de
los “cuestionables manuales” …, luego de haberlos utilizado grandemente, o
habiéndose apropiado de esa lectura simplificada.
La
Revolución bolchevique alentó luchas en todas partes del mundo; por eso ahora,
ante su caída en 1991, la política revolucionaria del resto del globo quedó
dañada, no encontrando aún, ni el campo popular ni las izquierdas, los caminos
correctos a transitar en la búsqueda del socialismo, de opciones claramente
anticapitalistas. Perdido el referente, marchamos un poco en tinieblas. De ahí
que, para algunos, la propuesta de los actuales BRICS+ puede
ser un camino a recorrer (debate que no nos toca en este sencillo texto, pero
debe darse).
Lo
acontecido en octubre de 1917 en la Rusia zarista abrió un mundo nuevo, cargado
de esperanza, mostrando una senda promisoria. Pero algo sucedió luego que esa
experiencia revolucionaria no se solidificó y aumentó como proyecto
transformador; por diversos motivos fue entrando en una suerte de
adormecimiento, de lentificación, y los fabulosos cambios de los inicios, con
energía desbordante y bríos renovadores, fueron dando lugar a procesos de
acomodamiento, de rutina gris, de empantanamiento. Los impetuosos ánimos de los
primeros tiempos, con Lenin y Trotsky a la cabeza, lentamente devinieron
acostumbramiento. El decidido y abierto apoyo para promover la revolución
mundial (quizá único camino real para establecer el socialismo) se trocó en
“coexistencia pacífica” con el archirrival Estados Unidos, buscando un
equilibrio que permitiera cierta tranquilidad a lo interno. En ese proceso de
fosilización paulatina en que se fue entrando, Stalin llegó a declarar que en
la Unión Soviética se había llegado al final de la lucha de clases,
pues éstas ya no existían. A partir de 1936 paulatinamente se fue abandonando
toda labor de edición de los textos inéditos de Marx, con lo que el llamado
“marxismo soviético” se terminó convirtiendo en un dogma bastante cerrado,
refractario a cualquier novedad teórica o cuestionadora, más cercano a una
religión que a una actitud crítica, científica. La propuesta de Marx de “crítica implacable de todo lo existente” desapareció,
reemplazándose por esos manuales a los que aludíamos, que introducían en el
estudio del materialismo histórico a alguien con poca o ninguna preparación
académica, pero que también fomentaban el esquematismo, la ortodoxia.
Ese
empantanamiento de la dinámica revolucionaria siguió profundizándose, y pese a
distintas medidas correctivas que se fueron tomando a lo largo de los años, la
savia transformadora de los inicios se esfumó. Una pesada burocracia -la Nomenklatura– terminó constituyéndose en una nueva
clase social, una casta acomodada, y como todo proceso que se institucionaliza,
se tornó conservador. El socialismo inicial, con Lenin en la conducción del
proceso, dio lugar a un capitalismo de Estado crecientemente conservador. O, si
se prefiere, cada vez más antisocialista. Tan
es así que, para el período final de la URSS, durante la perestroika -que, como
se ha dicho, devino catastroika en
1989- tanto Gorbachov como cuadros del Partido Comunista pudieron decir
(citamos a Valeri Ivanovich Boldin, un cuadro del PCUS) que “ser un comunista hoy significa, ante todo, ser
consistentemente democrático y poner los valores humanos universales por encima
de cualquier cosa”, incluso sobre el concepto de lucha de clases. Para los últimos años de la
perestroika impulsada por Gorbachov, el capitalismo ya había hecho su entrada
triunfal, terminando con un golpe de Estado -nada distinto al de Pinochet en
Chile contra Salvador Allende- que puso a Boris Yeltsin en el poder, un
pro-occidental declarado, anticomunista.
La
caída de lo construido en siete décadas fue estrepitosa; la unión de las 15
repúblicas se deshizo, y Rusia -el principal Estado de la URSS- entró en
marasmo, mostrando una drástica disminución de su PBI de más del 40% (caída
brutal nunca vista en ninguna otra crisis en ningún país). El socialismo
existente -capitalismo de Estado, o intento de planificación con visos
socialistas- fue reemplazado crudamente por un capitalismo
mafioso que permitió que muchos cuadros de la Nomenklatura,
formados en el más rancio marxismo-leninismo, pasaran a ser rápidamente grandes
magnates: alrededor de 120 millonarios -como el caso del citado Potanin-, ex
cuadros del Partido Comunista, que manejan hoy el 70% de la economía nacional a
partir de concesiones gubernamentales, en general envueltas en hechos de
corrupción, que refuerzan los nexos entre gobierno y nuevo empresariado.
¿Qué
pasó? ¿Qué lecciones podemos extraer de todo esto?
Como mínimo debemos
apuntar dos causas: 1) la dificultad (¿imposibilidad?) de desarrollar el
socialismo en un solo país, y 2) la enorme dificultad de construir el “hombre
nuevo”.
Socialismo
en un solo país
Todas
las experiencias socialistas que hemos conocido durante el siglo XX (rusa,
china, vietnamita, coreana, cubana, nicaragüense, socialismo africano,
socialismo árabe, Afganistán y quizá alguna más que involuntariamente omito -no
entran ahí las naciones de Europa del Este, dado que esos no fueron auténticos
procesos revolucionarios populares sino imposiciones de Moscú-) resultaron
cruel, sanguinariamente atacadas por el mundo capitalista. Esto no lo explica
todo, pero si todas con el tiempo dieron marcha atrás o vieron sumamente
lentificada la construcción de esa sociedad post capitalista anhelada, he ahí,
en esa agresión, la base fundamental desde donde debe partir cualquier
análisis. “El bloqueo no es todo, pero el bloqueo afecta todo, tiene un
carácter genocida, criminal y oportunista”, dijo acertadamente Julio
Carranza refiriéndose al caso cubano. Ningún país
del feudalismo europeo que edificó su nuevo modo de producción capitalista
sobre los restos de las monarquías y la nobleza medievales (Inglaterra,
Francia, Alemania, Flandes, Italia, Suiza), sufrió los virulentos ataques que
hoy día sí recibieron las experiencias socialistas. Vivir y crecer bajo asedio,
soportando ataques militares, complots, bloqueos, bombardeos mediáticos, los
más diversos mecanismos de destrucción y un largo y criminal etcétera, se hace imposible. Las 400,000 toneladas de napalm y 72
millones de litros de agente naranja vertidos sobre Vietnam, los 62 años de
implacable bloqueo contra Cuba, la creación de Al Qaeda para frenar la
revolución afgana, la invasión nazi lanzada contra la Unión Soviética
-financiada en un primer momento por las potencias capitalistas- y el proyecto,
nunca llevado a cabo finalmente, de lanzar 90 bombas atómicas sobre otras
tantas ciudades soviéticas luego de las detonaciones en Japón -lo cual motivó
la desenfrenada carrera armamentística jugando a la ruleta rusa con la energía
nuclear que tuvo en vilo a la humanidad por décadas-, el asesinato de líderes
revolucionarios del socialismo africano (Patrice Lumumba, Thomas Sankara,
Mohamed Khadaffi), la implacable Contra nicaragüense armada y entrenada por la
CIA, la injerencia solapada o abierta que las potencias capitalistas ejercieron
sobre los nuevos Estados que abrazaban el socialismo -intervención armada en
Grenada, todos los golpes de Estado surgidos en Latinoamérica o África cuando
se prendían alarmas en el imperialismo-, todo eso es una realidad innegable. Si
algo -o mucho- se pudo construir pese a eso, no debe dejar de reconocerse que
se hizo bajo fuego, en las peores condiciones, en economía de guerra.
Todo ello forzó,
necesariamente, en todas las experiencias por igual, a cerrarse, a desarrollar
una cultura militarizada con un fuerte control de los nuevos Estados que
peleaban denodadamente contra la contrarrevolución, tanto interna -las clases
antes dominantes que se resisten a ceder su lugar de privilegio- como contra la
agresión externa. El nuevo discurso ideológico (socialista) se tuvo que imponer
casi a la fuerza, sin dudas contrariando el extendido sentido común, la matriz
ideológico-cultural dominante, que no es precisamente crítica, de izquierda, que
repite los valores tradicionales, siempre conservadores.
Sin
dudas con las enormes dificultades prácticas del caso -eso nos evidencia a
sangre y fuego la experiencia histórica-, puede ser factible tomar el poder a
nivel nacional, desplazar al gobierno de turno en forma revolucionaria y
establecerse como nuevo grupo gobernante con un planteo de izquierda -tal como
ha pasado varias veces en la historia: Rusia, China, Cuba, etc.-, pero eso no
significa necesariamente una radical transformación en términos de relaciones
de fuerza como clase de los trabajadores y oprimidos: los vestigios
capitalistas perduran, y la contrarrevolución no descansa ni un minuto. Además,
dado el grado de complejidad en el proceso de globalización y la
interdependencia de todo el planeta hoy, es imposible construir una isla de
socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. O, al
menos, muy pocos países pueden caminar esa senda en estos momentos, quizá solo
dos, dado su gigantismo en todo sentido: Rusia, que ya lo hizo y no pudo
continuar -al menos de momento; quizá pronto vuelva a hacerlo- y China, que lo
está haciendo, con un modelo que no es el espejo donde pueden mirarse
convencidas las grandes mayorías populares, pero que a los 1,400 millones de
chinas y chinos les está dando resultado. ¿Puede repetir el milagro del gigante
asiático algún pequeño país africano, o latinoamericano? O incluso, ¿le sería
posible eso a una potencia capitalista europea? Todo indica que no. El poder y
control del imperialismo estadounidense, aunque hoy en descenso, sigue siendo
monumental. Las 800 bases militares diseminadas por toda la faz de la Tierra
para eso están.
Todas
estas primeras balbuceantes experiencias demuestran que se pueden construir
interesantes experimentos. Pero el socialismo “puro” (¿cuál será?) no es, y
dado lo anteriormente expuesto, no puede ser más que un acercamiento a algo
nuevo: socialismo de mercado con control del Estado dirigido con principios
marxistas, con una mucho mayor equitativa repartición de la renta nacional. Tal
vez hay que partir de esa base: dado el ataque que siempre se sufre, un planteo
anticapitalista logra construir una isla de algo nuevo, pero que presenta aún
numerosos -numerosísimos- elementos capitalistas. Son pasos en la historia, y
quizá hay que partir de eso. La sociedad perfecta no la hay, ni la podrá haber
nunca. Lo humano no es perfecto. El comunismo -si alguna vez se llega- no
promete un paraíso; es la esperanza de un mundo más equilibrado, con más
justicia. De todos modos, las experiencias socialistas habidas dejan ver
que sí es posible algo superador de esta infamia
actual que se llama capitalismo.
Federico
Engels, en sus “Principios del comunismo” de 1847 -que sirvieron como
inspiración para el Manifiesto de 1848- expresaba: “¿Es posible
esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el mercado
mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo
terrestre (…) que cada uno depende de
lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países el
desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el
proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la
lucha entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por
consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente
nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países.”
Sin dudas, esta es una pregunta que recorre toda la historia del socialismo.
En el
XIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética -PCUS-, en 1925,
Stalin presentó la tesis del “socialismo en un solo país”, que luego se
convertiría en doctrina oficial de la nación, considerando que ese sería el
gran aporte del proletariado soviético a la revolución mundial. Su rival
teórico y político, León Trotsky, se oponía férreamente a esta concepción,
considerando que el socialismo en un solo país era incompatible con las ideas
originales de Marx y Engels, por lo que llamaba a la “revolución permanente”,
buscando globalizar el proceso soviético, única garantía para la posibilidad de
afianzar una sociedad socialista. La experiencia muestra que edificar y
consolidar el socialismo avanzando hacia el comunismo -sociedad sin clases
sociales- en un único territorio, es un imposible. Los
ejemplos que pueden rescatarse -cada uno con sus particularidades, luces y
sombras- lo evidencian. Se logran, como lo vemos con la Unión Soviética,
grandes pasos, pero se hace dificilísimo mantenerlos. ¿Podrá China llegar a ser
la potencia que busca con su modelo de “socialismo a la china” para el 2049?
Quizá. Pero no es el espejo donde se puede ver la clase trabajadora mundial.
¿Podrán Cuba o Vietnam, por ejemplo, o Burkina Faso, con sus actuales modelos
socialistas, seguir resistiendo y crecer significativamente, evitando los
embates del imperialismo? Está por verse, pero sabemos que es difícil (en Cuba,
lamentablemente, ya se puede hablar de incipientes clases sociales
diferenciadas a las que llevó el inmoral bloqueo, aunque el esfuerzo
gubernamental sigue firme en la construcción del socialismo). China, con su
fabuloso crecimiento que beneficia a toda la población, sigue manteniendo
explotación laboral, y la clase adinerada del país, aunque controlada
férreamente por el Partido Comunista, se vanagloria de su riqueza, exhibiendo
sus Rolls Royce y Ferraris. Eso no es el socialismo todavía.
El
intento de la perestroika fue una jugada para impulsar un avance en la economía
soviética que iba quedado retrasada en relación al capitalismo occidental. La
apelación a mecanismos de mercado terminó yéndose de las manos, y lo que en
China, algunos años después, permitió un descomunal desarrollo económico
-léase: socialismo de mercado-, en la Unión Soviética significó su
desaparición. El capitalismo de Estado que pudo implementarse -con rigurosos
planes quinquenales- no pudo seguir el ritmo de la acumulación capitalista de
las potencias occidentales, fundamentalmente de Estados Unidos. La Guerra Fría
con sus descomunales gastos -riquezas para el complejo militar-industrial estadounidense,
inversión perdida en un planteo socialista- terminó por ahogar el experimento
soviético. La introducción de un “socialismo de mercado” durante la perestroika
de Gorbachov -reedición de la Nueva Política Económica, (en ruso: Nóvaya Ekonomícheskaya Polítika, abreviado como NEP)
aprobada en el X Congreso del Partido Comunista Ruso el 14 de marzo de 1921,
que permitió mecanismos de mercado- no ayudó al solventar los problemas de la
economía. Pero ello dejó ver no solo la dificultad de implementar el socialismo en un solo país sino una carencia que
se marcó como tendencia desde 1924 en adelante, con la llegada de Iósef Stalin
al mando: la enorme dificultad de construir el “hombre nuevo”.
Hacia
el “hombre nuevo” del socialismo
El sujeto “normal” en
una sociedad clasista basada en la inconmovible idea de propiedad privada (a lo
que se anudan otras características que le son funcionales, como el
patriarcado, el racismo, el verticalismo en el ejercicio del poder), es lo que
prima en prácticamente la totalidad del planeta. Salvo contadas excepciones de
sociedades pre agrarias sin estratificaciones de clase ni producción excedente
-no más de 200 grupos humanos de cazadores-recolectores, en general ubicados en
selvas tropicales, ya “contaminados” en alguna medida por la civilización
capitalista global pese a su aislamiento- los valores clasistas atraviesan toda
la humanidad. La noción de “éxito” social está indisolublemente amarrada a la
de posesión de bienes materiales. Articulándose a ello, el machismo y la discriminación
de lo diverso (etnia, opción sexual, procedencia geográfica) marcan la cabeza
de prácticamente la totalidad de los 8,200 millones de seres humanos que hoy
hollamos el planeta.
Todo
eso determina la modalidad dominante en izquierdas y derechas. No puede decirse
que las grandes masas son “de derecha”; en todo caso, trabajan y pasan la vida
sin la posibilidad de cuestionarse cosas, porque el sistema las prepara para
eso: “Que la información destinada al público en general sea anestesiada
de cualquier contenido subversivo. Transmitiremos masivamente (…) estúpidos entretenimientos, siempre halagando el instinto
emocional”, decía en la década de los 50 del pasado siglo el
ideólogo Günter Anders. En otros términos: que la gente no piense, que no se le
ocurra ir más allá del sistema, lo cual, en definitiva, significa que, aún sin
saberlo, sea de derecha. Es decir: no crítica, no cuestionadora.
Que trabaje, acepte su ubicación social, no proteste, consuma mucho, vote cada
vez que debe votar -si vive en ese engendro que se llama “democracia de
mercado”-, que reproduzca sin chistar lo que se considera normal y no piense
-ahí están las redes sociales y medios de comunicación en general
adormeciéndonos con los “estúpidos entretenimientos” que reclama la derecha en
el poder-. Ser de izquierda, en esa lógica, es ser algo así como un
“desadaptado”. Y la gente que, en general en sus juventudes, se acerca a un
planteamiento de izquierda -es decir: cuestionando la adaptada “normalidad” en
que vive- ya trae consigo toda esa carga que lo ha formado como sujeto. Por
tanto, aún sin saberlo, repetirá los patrones en que se formó: clasismo,
racismo, patriarcado, homofobia. Despojarse de eso -que es lo que nos da
identidad- es un gran esfuerzo. Conocer el ideario socialista, leer a los
clásicos del marxismo y plantearse un mundo post capitalista -encomiable,
definitivamente- se hace sobre la base de lo que somos, de los patrones en que
hemos sido formados. La experiencia de estos primeros pasos socialistas que
podemos estudiar nos muestra que todo eso persiste. La idea de “superioridad”,
la fascinación por el poder, todo eso que podemos entender como “lastres”, no
desparecen ni por decreto ni por actos de buena voluntad.
Ello
se hizo evidente en todas las experiencias socialistas conocidas. En Europa del
Este donde, como se dijo más arriba, no se dieron procesos revolucionarios
populares, sino que se impusieron gobiernos con organización administrativa pro
Moscú, terminados los mismos la población rápidamente volvió a su “normalidad”:
repitiendo los modelos capitalistas, desarrollando actitudes racistas y
xenofóbicas, adorando embelesada los oropeles del consumismo occidental (ahí,
justamente, es donde más surgen propuestas neonazis). En las otras
experiencias, las que realmente nos interesan acá, vemos que también, con más
rapidez o lentitud, esos valores clasistas no se extinguen. Por
el contrario, ante una posibilidad que se abre, retornan. Y lo hacen con mucha
fuerza, con virulencia.
¿Se
puede decir entonces que “el socialismo fracasa”? No, de ninguna manera. Por
todo lo dicho más arriba vemos que logra avances sociales, humanos, éticos, que
ningún país capitalista consigue. Solo para graficarlo con un par de ejemplos:
Nicaragua, al momento de la revolución en 1979, tenía casi el 90% de
analfabetismo, y la población rural no tenía documento de identidad; eso cambió
radicalmente, a punto que la UNESCO, pocos años después de iniciada la
Revolución, felicitó al país por su erradicación del analfabetismo. En Burkina
Faso, hasta 1983 -año de su revolución socialista- las mujeres estaban
sometidas al arreglo de matrimonios y a la ablación clitoridiana. Con el
proceso iniciado eso quedó prohibido. En Cuba, un lupanar de lujo para
ciudadanos estadounidenses hasta 1959, con la llegada del socialismo, y pese al
inmisericorde bloqueo, fue el único país del Tercer Mundo que pudo desarrollar
una vacuna efectiva contra el Covid-19. Ejemplos así, abundan. Las potencias
noratlánticas (Estados Unidos y Europa Occidental) son lo que son -dueñas del
globo terráqueo o, al menos, pretenden serlo- porque tienen siglos de
acumulación originada a partir de la rapiña de siglos anteriores, la que
continúa al día de hoy. “Sin África, Francia no tendría
historia en el siglo XXI”, dijo sin ninguna vergüenza el presidente
¿socialista? francés François Mitterrand, en abierta alusión a los recursos que
rapiña la metrópoli en sus ex colonias (ahora neocolonias): el uranio de
Nigeria, el petróleo de Gabón y Costa de Marfil, el gas de Argelia, el oro de
Mali y Burkina Faso. Solo a título de desgarrador ejemplo: la “culta y
refinada” sede de la UNESCO, en Europa, genera casi el 70% de su electricidad a
partir del uranio nigeriano, que roba descaradamente con contratos leoninos,
mientras que en ese país -hasta antes de la revolución socialista que está
teniendo lugar en la región del Sahel en este momento- no llegaba al 15% la
población que contaba con energía eléctrica.
El socialismo no
fracasa. Tener centros comerciales repletos de mercaderías, automóviles lujosos
en las calles y ropa exquisita de marcas carísimas en las fiestas de lujo de
esas potencias capitalistas, no es demostrativo en absoluto de la victoria del
mercado. La honesta declaración de Mitterrand no deja lugar a dudas: para que
haya algunos millonarios debe haber muchísimos desamparados.
¿Qué
pasa entonces que todas las experiencias socialistas se empantanan, pierden el
aliento de sus inicios -véase la actual Nicaragua, por ejemplo-, terminan
teniendo burocracias acomodadas (la Nomenklatura, o
similares en las distintas latitudes), se va extinguiendo el poder popular, la
democracia real de base? Los planes quinquenales definitivamente dieron
resultado: ahí está la URSS para demostrarlo, o China: de países agrarios,
semifeudales, de atrasado desarrollo industrial, pasaron a ser potencias
científico-técnicas de vanguardia. Si bien hoy en la República Popular China
existe el emprendimiento privado, grandes empresas capitalistas multinacionales
que extraen plusvalía de trabajadores chinos repatriando sus ganancias, hay un
planteo socialista y nacional encabezado por un férreo Partido Comunista que
conduce el Estado hacia metas post capitalistas, ya pensando en el siglo XXII.
¿Capitalismo de Estado? Sí, igual que lo que implementaron los bolcheviques con
Lenin a la cabeza -como medida temporal- en 1921. ¿Por qué apareció la
perestroika casi 70 años después? Porque los valores capitalistas
nunca habían terminado de desaparecer.
Eso refuerza el debate
sobre la dificultad (¿imposibilidad?) del socialismo en un solo país, dado que,
por más grande, llenos de recursos, poblado e industrial y militarmente
desarrollado que esté, no deja de ser una isla en un mar bravío de
capitalistas, siempre al acecho para derrotarlos. Eso pasó con la URSS, eso
está pasando con China (aunque en este caso más porque está destronando al
actual centro imperial que por su mensaje político-ideológico). A ello se suma
la tremendamente compleja tarea de cambiar esos valores heredados, milenarios
por otra parte. Es más fácil que retorne el nazismo en Alemania Oriental luego
de la caída del Muro de Berlín a que se profundice el socialismo pro soviético.
Es más fácil -producto de la monstruosa manipulación a la que estamos
sometidos- que la población vote por sus verdugos de ultraderecha -lo que está
pasando ahora en tantos países, solo Milei o Trump para dar un ejemplo- a que
las poblaciones se organicen para la revolución obrero-campesina.
La
perestroika soviética intentó limpiar -u oficializar- lo que ya era un secreto
a voces en la unión: la economía subterránea ocupaba ya un importante
porcentaje del PBI, no menos del 20% de la riqueza producida. En una lectura
crítica, sin dudas objetiva y bien balanceada del proceso, Henrique Canary pudo
expresar que “Una dirección que representaba los intereses de una burocracia
naciente había tomado el poder, eliminado físicamente a la vieja guardia
bolchevique e implantado un régimen contrarrevolucionario basado en la teoría
del socialismo en un solo país. Para ello, la democracia obrera en los soviets
y el Partido Bolchevique había sido anulada en favor de un régimen tiránico que
perseguía no sólo a los opositores, sino incluso a sus fundadores y partidarios
más leales.” A lo que habría que agregar: burocracia que se
beneficiaba de esa economía en negro, tomando más de lo debido de la renta
nacional por “dirigir” con vocabulario marxista esa “revolución”. La pregunta
es entonces: ¿por qué tienden a aparecer siempre esas burocracias acomodadas,
con muchos más beneficios que el habitante común, con mucho mayores cuotas de
poder, a veces sumamente autoritarias y alejadas de las necesidades populares,
repitiendo los patrones de la clase a la que se desalojó del gobierno?
Porque
los seres humanos que las conforman están muy lejos de ser ese “hombre nuevo”
que se predica, que se busca con anhelo. Crear un sujeto nuevo
libre de todos esos ancestrales valores es algo muy, infinitamente complejo,
que no se logra en unas pocas generaciones. Las nociones antes mencionadas de
superioridad, poder, meritocracia, patriarcado, el sentirse “más” que otro, la
arrogancia sobre el que se sale de la norma y el regodeo del que tiene sobre el
que no tiene, están tan arraigadas que los esfuerzos por transformarlas deberán
impulsarse por muchísimos años. El capitalismo,
desde sus albores en el siglo XIII con los primeros bancos en la Liga de
Hansen, lleva ya no menos de 35 generaciones; y estas nociones de “mejores” y
“vulgares”, de “poseedores” y “desposeídos”, son largamente milenarias, desde
la acumulación primera con la agricultura. Un par de generaciones, como puede
haber transcurrido en la Unión Soviética, pese a los honestos mecanismos
solidarios implementados -jornadas de trabajo voluntario, subbotniks (“limpieza del sábado”) -“Días en que la gente salía a limpiar sus patios y calles: plantaba
árboles, recogía basura y limpiaba parques, lo cual no se percibía como un
trabajo sino como parte de una causa común, lo que contribuía a fortalecer el
sentido de colectivismo y cohesión. No era solo una obligación, sino una parte
importante de la vida”, como nos informa Alexéi Kuklev-, la idea de
la camarada Kollontai de implementar esa nueva familia (lo cual de momento
quedó en proyecto prometedor nunca implementado)-, evidentemente no alcanzó a
crear el “hombre nuevo”. Los actuales millonarios rusos salieron del pueblo,
formados en la ortodoxia marxista, seguramente habiendo participado en
esos subbotniks. La actual organización de base sin
estratificaciones sociales que muestra el zapatismo en Chiapas -“Somos todos y todas iguales, no hay jefes ni superiores”-
demuestran que sí, evidentemente, es posible aspirar a algo nuevo (comunismo de
base, como pasa en los escasos pueblos neolíticos que por allí sobreviven, o
como pasó en la Comuna de París, en los primeros soviets, en tantas experiencias
de poder popular real, las asambleas populares en Cuba, en las Comunas
bolivarianas de Venezuela -olvidadas por el gobierno-, en las las Comunidades
de Población en Resistencia -CPR- en Guatemala).
Pero su construcción demandará muchísimo más tiempo que un par de décadas.
Aquel germen de nueva familia pensada en los inicios de la Revolución de
Octubre debe recordarse siempre: “El cariño estrecho y
exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a
todos los niños de la gran familia proletaria”; he ahí,
probablemente, el camino hacia ese “ser humano nuevo” (olvidemos lo de “hombre”
-al menos en idioma español- como sinónimo de humanidad, pues se filtra ahí
-sin saberlo- nuestro ancestral machismo patriarcal.
Entonces
¿estamos condenados a repetir indefinidamente esos valores? ¡De ninguna manera!
No hay condena alguna. Hay, simplemente, el peso monumental de la historia.
Como dijo Romina de la Roca: “En general los ciudadanos de a
pie estamos más cerca de Homero Simpson que del Che Guevara”,
afirmación que suscribo en primera persona, porque en ese espejo me veo, mal
que me pese. Somos -o mejor dicho: la historia, el peso social, nuestra
humanización realizada por otros humanos similares, nos hace- repetidores de
ese modelo, con pocas posibilidades de salirnos del molde. La gente que lleva
adelante un proceso revolucionario tiene en su ADN social-ético mucho más de Homero
que del Che. Un dirigente comunista no deja de ser portador de esa carga (por
eso puede aparecer un millonario ostentoso en la Rusia capitalista pidiendo no
volver a 1917, o en la China actual, con vehículos de lujo, o un dirigente
sindical puede ser cooptado por el capital y se transforma en asiduo defensor
de una traidora aristocracia obrera, o un comandante guerrillero -en algunos
casos- no deja de ser egocéntrico y mujeriego repitiendo lo que fue su
formación, un funcionario de gobierno de un país socialista olvida aquello de
cobrar no más de dos salarios de un trabajador común, tal como sucedió en la
emblemática Comuna de París de 1871, en la que abrevó Marx para formular su
teoría de “dictadura del proletariado”), un cuadro sandinista comprometido con
la revolución de 1979 -cuando realmente había revolución en curso- acapara
bienes con voracidad en la “piñata” que siguió a la derrota electoral de 1990,
un cuadro del PSUV de la Venezuela Bolivariana -donde nunca hubo un planteo
verdaderamente socialista de fondo, pero sí un proceso interesante de reformas-
termina siendo miembro de una arribista boliburguesía exhibiendo
sus Rolex porque, en realidad, nunca dejó de moverse con valores capitalistas,
y los problemas, luchas y codazos en las izquierdas por personalismos y
egolatrías varias son moneda corriente, aunque se busque hacer lo contrario (de
la derecha, por supuesto, no puede esperarse otra cosa -ahí están las guerras
para evidenciarlo-, pero ¿en la izquierda?) Un encendido discurso antiimperialista
vociferado en una tribuna pública no alcanza a ser socialismo. Un dirigente
comunista de Italia, al saber que su hija noviaba con un siciliano, exclamó
alarmado: “¿¡Con un africano, nena!?”, y un dirigente de la
República Española, comunista hasta los huesos, era ferviente amante de la
tauromaquia, a la que defendía con argumentos varios. ¿Hasta dónde podemos
desembarazarnos de todo eso?
Conclusión
Definitivamente,
vemos que no hay vacuna contra todo lo anterior. Vacuna totalmente efectiva,
queremos decir. Porque eso está siempre presente, es la madera, el ADN
socio-cultural que nos constituye, y de eso partimos. Los revolucionarios -si
es que los hay: “Los libertadores no existen. Son los pueblos
quienes se liberan a sí mismos”, dijo el Che Guevara, no olvidarlo-
son gente que no tienen garantizada la perfección, la ética inquebrantable.
Pero ¿acaso existe eso? Existen injusticias, y existen pueblos que se levantan
contra las mismas. Nadie dijo que de ahí saldrán paraísos. “Los pueblos no son
revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse
en una pintada callejera durante la Guerra Civil Española.
Las
revoluciones socialistas acontecidas -igual que las juntas de gobierno local
del movimiento zapatista de la actualidad- muestran que sí es posible comenzar
a edificar un mundo nuevo. Que eso va a tomar tiempo, y que muy probablemente
ese socialismo “puro” que se puede haber pedido en algún momento va a demorarse
mucho, es lo que la experiencia muestra. O quizá, más con los pies sobre la
tierra, habrá que reconocer que no hay, ni puede haber pureza incontaminada.
Hay procesos, siempre complejos, no faltos de equívocos, contradictorios a
veces, pero que buscan un nuevo norte. Al mismo tiempo esa experiencia deja
claro también que sí, definitivamente, se puede generar una sociedad no basada
en la idea de “ciudadanos de primera” y “los otros”, aunque hoy la tendencia
dominante nos hace pensar en que vamos hacia un así llamado tecnofeudalismo.
Lo que sucedió en la Rusia zarista de 1917 y esos primeros años deja ver
que sí es posible algo nuevo. Contrario a lo que le
recomiendan a Putin: ¡no hay que olvidarse de la Unión Soviética! ¡Hay que
volver a ese momento fundacional! Pero también debe considerarse que construir
una alternativa socialista en un solo país con la gente que viene de los siglos
de capitalismo a cuesta, da como resultado algo imperfecto, lleno de “vicios”,
incómodo quizá, aunque eso representa, sin la menor duda, un punto de partida
espectacular para avanzar hacia algo más.: ¿la sociedad comunista sin clases
sociales?
Si
algo podemos sacar como conclusión de todo esto es que el paraíso no existe,
pero sí es posible construir algo nuevo, distinto al capitalismo. Por tanto,
volvamos a ese momento fundacional de 1917. Hoy día un internauta ruso (o rusa,
no sabemos) que firma como “Partisano Mundial”, pudo escribir en las redes
sociales: “La catástrofe continúa en la Rusia actual. No hay debates
ideológicos ni visiones de futuro en el centro de las búsquedas
político-sociales e intelectuales. Todo eso está desierto. El pragmatismo y el
día a día han absorbido el pensamiento. Es evidente que en América Latina
personas cultas, científicos, escritores y políticos se esfuerzan por
desarrollar una base ideológica para construir un nuevo futuro. ¡Por ahora,
lamentablemente estamos desarmados!” Entonces: ¡armémonos!
Aprendamos de la experiencia y sigamos trabajando para ese nuevo mundo. Que sea
muy dificultoso el camino no significa, en modo alguno, que sea imposible. Como
se leyó en alguna pintada del Mayo Francés: “Seamos realistas: ¡pidamos lo
imposible!”
Marcelo
Colussi
CdF
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