lunes, 11 de agosto de 2025

MARCELO COLUSSI. No hay que olvidarse de la Unión Soviética

 

MARCELO COLUSSI. No hay que olvidarse de la Unión Soviética

 

Insurgente.org / 11.08.2025

 


 

Logros históricos de la Unión Soviética

El actual presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, alguien que ocupó puestos importantes en el gobierno como cuadro formado en la ortodoxia marxista de antaño, ahora como mandatario de un país capitalista pudo decir que “Olvidarse de la Unión Soviética es no tener corazón; pero querer volver a ella es no tener cabeza”. Un asesor del Kremlin, el más grande multimillonario de la Rusia actual, Vladimir Potanin (24.2 mil millones de dólares según Forbes en 2025), presidente de Norilsk Nickel -la mayor productora mundial de níquel y paladio-, perteneciente al círculo cercano del mandatario, le dice al oído, “No podemos volver a 1917, experimentaríamos consecuencias durante décadas”. Pero ¿hay que desechar esa historia entonces, o revisarla? ¿Olvidarla completamente, o aprender de ella?

Ante la caída de la Unión Soviética en 1991, y la consecuente desaparición del socialismo real en Europa del Este, el capitalismo occidental cantó victoria. De ahí la emblemática frase de Francis Fukuyama, proferida como grito de guerra, de “fin de la historia y de las ideologías”. Contemporánea a esa caída, en el otro gran país socialista, la República Popular China, se daba también un proceso de cambio -inspirado en la perestroika soviética- que ponía al gigante asiático en la vía de una economía de mercado. La igualmente emblemática frase del líder chino Deng Xiaoping parecía dejarlo claro: “No importa el color del gato, sino que cace ratones”, expresión traducida incorrectamente en Occidente, tergiversando su auténtico sentido, pues siempre se omite algo fundamental en lo dicho por Deng: “pero sus ojos siempre tienen que ser rojos”. (不管猫是什么颜色,只要它能抓老鼠,它的眼睛一定是红色的)

Para la interpretación hecha por la derecha de todos los países, la cual recorrió el mundo y pasó a ser, de alguna manera, la lectura oficial de ambos importantísimos fenómenos, las cosas estaban claras: el modelo socialista no prosperaba, y la única manera de sacar de la pobreza y el estancamiento a las poblaciones era la vía capitalista. Parecía que la apertura china y la catastrófica caída del primer Estado obrero y campesino lo dejaban en evidencia. Lo cierto es que hoy, a décadas de esos grandes acontecimientos, el capitalismo no resolvió en absoluto esos históricos problemas de la humanidad (hambre, desprotección, guerras, diferencias económico-sociales irritantes, migraciones imparables, catástrofe ecológica producto del inducido consumismo voraz a través de la obsolescencia programa, auge imparable de los negocios más infames y destructivos: armas y consumo de drogas ilegales, banalidad cultural llevada a sus extremos, fomento del individualismo hedonista) sino que, por el contrario, ha tensado la situación a punto de ponernos ante una virtual Tercera Guerra Mundial, que no estalla con el uso de armamento atómico, pero que es casi igualmente destructiva. El socialismo, si bien es cierto que no está en auge, no ha desaparecido como alternativa, como algo superador a lo que hoy se ofrece como la panacea del mundo. La vía china, aun siendo un capitalismo de Estado, o un confuso “socialismo de mercado” -para mucha izquierda fuertemente criticada-, presenta logros inconmensurablemente más grandes que los que obtiene cualquier país capitalista, no solo por su crecimiento económico exponencial, sino por el nivel de satisfacción que va alcanzando su numerosa población (cero hambre, cero analfabetismo, cero homeless, acceso gratuito a la más alta educación, potencia en alternativas viables al cambio climático). No olvidar que este actual complejo modelo de “socialismo a la china” está inspirado en una aguda y profunda mirada a la perestroika soviética, y a toda la historia de siete décadas de socialismo -imperfecto, sin dudas, pero socialismo al fin-.

De ahí que hay que volver a esa primera gran experiencia iniciada en 1917 en la Rusia zarista, no para desconocerla olímpicamente como pide ese asesor de Putin -y a quien parece que el presidente escucha con atención-, ni para negarla de cuajo, como sucede con buena parte de la izquierda actual. En todo caso, es necesario revisar con ojos críticos qué pasó allí, rescatando lo bueno -¡espectacularmente bueno!- que hubo en sus albores, y analizando el porqué de la posterior burocratización y la aparición de un fenómeno -muy criticable, por cierto- como el estalinismo.

Está claro que la historia humana se hace a los golpes, con avances y retrocesos. Nunca hay paraísos, ni podrá haberlos porque eso no está en nuestra esencia, pero visto el curso de estos dos millones y medio de años que lleva nuestra especie desde el primer homínido que descendió de un árbol, se irguió perdiendo la cola y empezó a trabajar industriosamente labrando una primera piedra hasta el presente, encontramos que hay una ininterrumpida búsqueda de mejora en la calidad de vida. En la humanidad actual sigue habiendo hambruna, si bien existe ya la posibilidad de alimentar de modo satisfactorio a toda la población mundial; si ello no ocurre y se desperdicia comida (40% se deja perder), es porque en el capitalismo vigente se botan alimentos para no perder ganancias empresariales. El descollante desarrollo de la robótica y la inteligencia artificial podría permitirnos trabajar menos y dedicarnos más al ocio creativo, pero la realidad nos muestra todo lo contrario. Podría tener todo el mundo acceso a dignos satisfactores básicos, pero la realidad capitalista muestra que solo al 15% de la humanidad le toca esa fortuna, mientras el otro 85% pasa indecibles penurias. Si en la Rusia bolchevique de 1917 y esos primeros años se comenzó a construir algo distinto al capitalismo, ¿qué pasó que no prosperó, cayendo finalmente?

La derecha lee el fenómeno en términos de demostración de la inaplicabilidad del socialismo. En la izquierda debemos promover otra visión: ¿fue culpa del estalinismo? ¿Por qué surgió algo como el estalinismo entonces? ¿Es posible el socialismo triunfante en un solo país? ¿Hay que ver la historia como pasos balbuceantes, y entender esa primera revolución socialista como solo un primer momento, preparatorio de lo que podremos hacer parir en un futuro? ¿Nos quedamos con una lectura pesimista de lo acontecido? ¿Le damos algún crédito a lo que se construyó en la Unión Soviética, o es todo desechable?

La primera experiencia socialista de la historia inobjetablemente alcanzó éxitos inigualables: salario mínimo y digno para toda la clase trabajadora, descanso semanal remunerado, vacaciones pagas, licencia por maternidad, transporte público de alta calidad subvencionado (el metro de Moscú se considera una gran obra de arte, única en su tipo en todo el mundo), calefacción hogareña subvencionada, vivienda digna asegurada para toda la población, cero inflación, electrificación de todo el país y un enorme parque industrial, granjas agrícolo-ganaderas comunitarias de muy alta productividad, educación gratuita, laica y obligatoria para toda la población, alfabetización del 100% de sus habitantes, universidades e institutos de investigación del más alto prestigio a nivel mundial, salud de alta calidad gratuita para toda la población, completa erradicación de la desnutrición, plena igualdad de derechos para hombres y mujeres, voto femenino, derecho de aborto (primer país del mundo en tenerlo), divorcio legalizado, derogación de la normativa zarista que prohibía la homosexualidad, avances científico-técnicos portentosos (primer satélite artificial de la historia, primer ser humano en el espacio -primero un hombre después una mujer-, desarrollo de la energía nuclear civil -con la creación del Tokamak -acrónimo ruso que significa “cámara toroidal con bobinas magnéticas”- en los años 1950 como primer paso hacia la producción de energía limpia e infinita a partir de la fusión nuclear, avance continuado por la ciencia de distintos países, estando la China hoy ya a punto de conseguir ese maravilloso portento-, tecnologías metalúrgicas de avanzada, grandes logros en biotecnología -por eso se pudo llegar a la vacuna Sputnik V contra el virus que provocó la pandemia de Covid-19, más efectiva que las occidentales-, caucho sintético, telefonía móvil -en 1950 Leonid Kupriyanovich fue su precursor con un primer modelo, replicado luego en Estados Unidos-, poder popular real a través del desarrollo de democracia directa con implementación de los soviets (consejos obrero-campesinos y de soldados, similares a las juntas locales de gobierno actuales del zapatismo), fabuloso fomento del arte y la cultura.

Sin dudas, el momento que comenzó a vivir la humanidad con ese extraordinario cambio abierto en 1917 no dejó aspecto sin conmocionar. Ante todo ello, en la Rusia bolchevique de los inicios una de las nuevas expectativas que se abrieron, entre tantas otras, fue poder crear una nueva matriz ideológico-cultural donde la cría humana se humanice de otra forma: no para la competencia sino para la solidaridad. Es decir: para que se críe en el marco de otros valores -el posteriormente preconizado “hombre nuevo del socialismo”-. Lo cual llevó a pensar en un nuevo orden familiar -nuestra matriz social originaria-, distinto al que conocemos hoy día (familia patriarcal, monogámica, heteronormativa), y del que en aquellos momentos hubo ya interesantes tanteos. Concibiéndose la idea -totalmente revolucionaria- de que los hijos son de la comunidad, creándose así un esquema nuevo, en 1918 decía la revolucionaria y feminista Alejandra Kollontai: “El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva forma de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los niños de la gran familia proletaria. En vez del matrimonio indisoluble, basado en la servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y en sus obligaciones.” Ahí estuvo el germen de un nuevo sujeto, aún no conseguido en ningún lugar, pero hacia donde debemos apuntar.

En 1917 se disparó la creatividad, fue un momento de liberación, una explosión de cosas nuevas. Incluso el psicoanálisis -toda una revolución en el campo de las ideas, abriendo una nueva ética- llegó a la Rusia revolucionaria, siendo bendecido por Trotsky. “La primera escuela de educación inicial infantil con una pedagogía psicoanalítica fue fundada en Moscú en 1921 por la psicoanalista Vera Schmidt” (informa Christian Dunker), la cual creó una metodología totalmente innovadora, rompiendo viejas tradiciones.

Definitivamente, en la Unión Soviética de los primeros años se abrió un momento nuevo en la historia de la humanidad, en todo sentido; no puede olvidarse que se dio ahí un cambio revolucionario, no solo en lo económico-social sino también en las artes, en la poesía, el cine, la literatura, la danza y el teatro. Cambios que aún hoy nos producen grandes beneficios, como el famoso “método de las acciones físicas”, del dramaturgo Konstantin Stanislavski, instituido en todo el planeta como el principal método de actuación para teatro y para el cine, constituido sobre las bases conceptuales del marxismo. O como lo legado por el cineasta Serguéi Eisenstein, considerado uno de los más grandes directores de la historia, quien con su innovadora técnica de montaje sirvió de inspiración para el cine posterior de todo el mundo, dejándonos clásicos de la cinematografía que aún hoy nos sorprenden por su audacia artística y profundidad conceptual, como “El acorazado Potemkin” y “Octubre”.

Todo eso no debe olvidarse. Como tampoco puede olvidarse que la Unión Soviética puso el cuerpo (27 millones de muertos y 75% de toda su infraestructura destruida) para detener al nazismo, siendo la verdadera ganadora de la Segunda Guerra Mundial; ni debe olvidarse que el primer Estado obrero y campesino, durante años, apoyó las luchas revolucionarias en distintas partes del mundo: Asia, África, Latinoamérica, con insumos militares en muchos casos, con obras de infraestructura, con acciones políticas o preparando a miles de cuadros militantes de esas regiones. No debe dejarse de considerar tampoco que mucha, por no decir muy buena parte de esa militancia se formó, en sus propios países, con los manuales soviéticos (Konstantinov, Riazánov, Yudin, Kuusinen, Rozental, Mitin, Rumiántsev o sus equivalentes nacionales: Sánchez Vázquez, de la Uz, de algún modo Mandel o Politzer), concebidos no para intelectuales de alto calibre, para una educación universitaria de excelencia, sino como textos de difusión para trabajadores muy poco letrados. Por supuesto que vale la crítica al esquematismo que presentaban (por ejemplo: los modos de producción en la historia se simplifican para tener una breve síntesis de comunismo primitivo, modo de producción despótico-tributario, esclavismo, feudalismo, capitalismo y socialismo, preámbulo del comunismo científico), dando una imagen bastante rígida de los complejísimos procesos históricos. O explicando la dialéctica hegeliana -algo realmente muy enrevesado- con una presentación escolar muy simplificada: tesis, antítesis y síntesis. O incluso generando esa artificiosa e inexistente separación entre materialismo histórico y dialéctico. De todos modos, convengamos que es muy poca la gente en la izquierda que realmente hurgó en todos los textos de Marx, leyéndolos ampliamente, incluso en su lengua materna, el alemán -por aquello de traduttoretraditore– dado que ahora es bastante fácil hablar de los “cuestionables manuales” …, luego de haberlos utilizado grandemente, o habiéndose apropiado de esa lectura simplificada.

La Revolución bolchevique alentó luchas en todas partes del mundo; por eso ahora, ante su caída en 1991, la política revolucionaria del resto del globo quedó dañada, no encontrando aún, ni el campo popular ni las izquierdas, los caminos correctos a transitar en la búsqueda del socialismo, de opciones claramente anticapitalistas. Perdido el referente, marchamos un poco en tinieblas. De ahí que, para algunos, la propuesta de los actuales BRICS+ puede ser un camino a recorrer (debate que no nos toca en este sencillo texto, pero debe darse).

Lo acontecido en octubre de 1917 en la Rusia zarista abrió un mundo nuevo, cargado de esperanza, mostrando una senda promisoria. Pero algo sucedió luego que esa experiencia revolucionaria no se solidificó y aumentó como proyecto transformador; por diversos motivos fue entrando en una suerte de adormecimiento, de lentificación, y los fabulosos cambios de los inicios, con energía desbordante y bríos renovadores, fueron dando lugar a procesos de acomodamiento, de rutina gris, de empantanamiento. Los impetuosos ánimos de los primeros tiempos, con Lenin y Trotsky a la cabeza, lentamente devinieron acostumbramiento. El decidido y abierto apoyo para promover la revolución mundial (quizá único camino real para establecer el socialismo) se trocó en “coexistencia pacífica” con el archirrival Estados Unidos, buscando un equilibrio que permitiera cierta tranquilidad a lo interno. En ese proceso de fosilización paulatina en que se fue entrando, Stalin llegó a declarar que en la Unión Soviética se había llegado al final de la lucha de clases, pues éstas ya no existían. A partir de 1936 paulatinamente se fue abandonando toda labor de edición de los textos inéditos de Marx, con lo que el llamado “marxismo soviético” se terminó convirtiendo en un dogma bastante cerrado, refractario a cualquier novedad teórica o cuestionadora, más cercano a una religión que a una actitud crítica, científica. La propuesta de Marx de “crítica implacable de todo lo existente” desapareció, reemplazándose por esos manuales a los que aludíamos, que introducían en el estudio del materialismo histórico a alguien con poca o ninguna preparación académica, pero que también fomentaban el esquematismo, la ortodoxia.

Ese empantanamiento de la dinámica revolucionaria siguió profundizándose, y pese a distintas medidas correctivas que se fueron tomando a lo largo de los años, la savia transformadora de los inicios se esfumó. Una pesada burocracia -la Nomenklatura– terminó constituyéndose en una nueva clase social, una casta acomodada, y como todo proceso que se institucionaliza, se tornó conservador. El socialismo inicial, con Lenin en la conducción del proceso, dio lugar a un capitalismo de Estado crecientemente conservador. O, si se prefiere, cada vez más antisocialista. Tan es así que, para el período final de la URSS, durante la perestroika -que, como se ha dicho, devino catastroika en 1989- tanto Gorbachov como cuadros del Partido Comunista pudieron decir (citamos a Valeri Ivanovich Boldin, un cuadro del PCUS) que “ser un comunista hoy significa, ante todo, ser consistentemente democrático y poner los valores humanos universales por encima de cualquier cosa”, incluso sobre el concepto de lucha de clases. Para los últimos años de la perestroika impulsada por Gorbachov, el capitalismo ya había hecho su entrada triunfal, terminando con un golpe de Estado -nada distinto al de Pinochet en Chile contra Salvador Allende- que puso a Boris Yeltsin en el poder, un pro-occidental declarado, anticomunista.

La caída de lo construido en siete décadas fue estrepitosa; la unión de las 15 repúblicas se deshizo, y Rusia -el principal Estado de la URSS- entró en marasmo, mostrando una drástica disminución de su PBI de más del 40% (caída brutal nunca vista en ninguna otra crisis en ningún país). El socialismo existente -capitalismo de Estado, o intento de planificación con visos socialistas- fue reemplazado crudamente por un capitalismo mafioso que permitió que muchos cuadros de la Nomenklatura, formados en el más rancio marxismo-leninismo, pasaran a ser rápidamente grandes magnates: alrededor de 120 millonarios -como el caso del citado Potanin-, ex cuadros del Partido Comunista, que manejan hoy el 70% de la economía nacional a partir de concesiones gubernamentales, en general envueltas en hechos de corrupción, que refuerzan los nexos entre gobierno y nuevo empresariado.

¿Qué pasó? ¿Qué lecciones podemos extraer de todo esto?

Como mínimo debemos apuntar dos causas: 1) la dificultad (¿imposibilidad?) de desarrollar el socialismo en un solo país, y 2) la enorme dificultad de construir el “hombre nuevo”.

Socialismo en un solo país

Todas las experiencias socialistas que hemos conocido durante el siglo XX (rusa, china, vietnamita, coreana, cubana, nicaragüense, socialismo africano, socialismo árabe, Afganistán y quizá alguna más que involuntariamente omito -no entran ahí las naciones de Europa del Este, dado que esos no fueron auténticos procesos revolucionarios populares sino imposiciones de Moscú-) resultaron cruel, sanguinariamente atacadas por el mundo capitalista. Esto no lo explica todo, pero si todas con el tiempo dieron marcha atrás o vieron sumamente lentificada la construcción de esa sociedad post capitalista anhelada, he ahí, en esa agresión, la base fundamental desde donde debe partir cualquier análisis. “El bloqueo no es todo, pero el bloqueo afecta todo, tiene un carácter genocida, criminal y oportunista”, dijo acertadamente Julio Carranza refiriéndose al caso cubanoNingún país del feudalismo europeo que edificó su nuevo modo de producción capitalista sobre los restos de las monarquías y la nobleza medievales (Inglaterra, Francia, Alemania, Flandes, Italia, Suiza), sufrió los virulentos ataques que hoy día sí recibieron las experiencias socialistas. Vivir y crecer bajo asedio, soportando ataques militares, complots, bloqueos, bombardeos mediáticos, los más diversos mecanismos de destrucción y un largo y criminal etcétera, se hace imposible. Las 400,000 toneladas de napalm y 72 millones de litros de agente naranja vertidos sobre Vietnam, los 62 años de implacable bloqueo contra Cuba, la creación de Al Qaeda para frenar la revolución afgana, la invasión nazi lanzada contra la Unión Soviética -financiada en un primer momento por las potencias capitalistas- y el proyecto, nunca llevado a cabo finalmente, de lanzar 90 bombas atómicas sobre otras tantas ciudades soviéticas luego de las detonaciones en Japón -lo cual motivó la desenfrenada carrera armamentística jugando a la ruleta rusa con la energía nuclear que tuvo en vilo a la humanidad por décadas-, el asesinato de líderes revolucionarios del socialismo africano (Patrice Lumumba, Thomas Sankara, Mohamed Khadaffi), la implacable Contra nicaragüense armada y entrenada por la CIA, la injerencia solapada o abierta que las potencias capitalistas ejercieron sobre los nuevos Estados que abrazaban el socialismo -intervención armada en Grenada, todos los golpes de Estado surgidos en Latinoamérica o África cuando se prendían alarmas en el imperialismo-, todo eso es una realidad innegable. Si algo -o mucho- se pudo construir pese a eso, no debe dejar de reconocerse que se hizo bajo fuego, en las peores condiciones, en economía de guerra.

Todo ello forzó, necesariamente, en todas las experiencias por igual, a cerrarse, a desarrollar una cultura militarizada con un fuerte control de los nuevos Estados que peleaban denodadamente contra la contrarrevolución, tanto interna -las clases antes dominantes que se resisten a ceder su lugar de privilegio- como contra la agresión externa. El nuevo discurso ideológico (socialista) se tuvo que imponer casi a la fuerza, sin dudas contrariando el extendido sentido común, la matriz ideológico-cultural dominante, que no es precisamente crítica, de izquierda, que repite los valores tradicionales, siempre conservadores.

Sin dudas con las enormes dificultades prácticas del caso -eso nos evidencia a sangre y fuego la experiencia histórica-, puede ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar al gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo grupo gobernante con un planteo de izquierda -tal como ha pasado varias veces en la historia: Rusia, China, Cuba, etc.-, pero eso no significa necesariamente una radical transformación en términos de relaciones de fuerza como clase de los trabajadores y oprimidos: los vestigios capitalistas perduran, y la contrarrevolución no descansa ni un minuto. Además, dado el grado de complejidad en el proceso de globalización y la interdependencia de todo el planeta hoy, es imposible construir una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. O, al menos, muy pocos países pueden caminar esa senda en estos momentos, quizá solo dos, dado su gigantismo en todo sentido: Rusia, que ya lo hizo y no pudo continuar -al menos de momento; quizá pronto vuelva a hacerlo- y China, que lo está haciendo, con un modelo que no es el espejo donde pueden mirarse convencidas las grandes mayorías populares, pero que a los 1,400 millones de chinas y chinos les está dando resultado. ¿Puede repetir el milagro del gigante asiático algún pequeño país africano, o latinoamericano? O incluso, ¿le sería posible eso a una potencia capitalista europea? Todo indica que no. El poder y control del imperialismo estadounidense, aunque hoy en descenso, sigue siendo monumental. Las 800 bases militares diseminadas por toda la faz de la Tierra para eso están.

Todas estas primeras balbuceantes experiencias demuestran que se pueden construir interesantes experimentos. Pero el socialismo “puro” (¿cuál será?) no es, y dado lo anteriormente expuesto, no puede ser más que un acercamiento a algo nuevo: socialismo de mercado con control del Estado dirigido con principios marxistas, con una mucho mayor equitativa repartición de la renta nacional. Tal vez hay que partir de esa base: dado el ataque que siempre se sufre, un planteo anticapitalista logra construir una isla de algo nuevo, pero que presenta aún numerosos -numerosísimos- elementos capitalistas. Son pasos en la historia, y quizá hay que partir de eso. La sociedad perfecta no la hay, ni la podrá haber nunca. Lo humano no es perfecto. El comunismo -si alguna vez se llega- no promete un paraíso; es la esperanza de un mundo más equilibrado, con más justicia. De todos modos, las experiencias socialistas habidas dejan ver que sí es posible algo superador de esta infamia actual que se llama capitalismo.

Federico Engels, en sus “Principios del comunismo” de 1847 -que sirvieron como inspiración para el Manifiesto de 1848- expresaba: “¿Es posible esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo terrestre (…) que cada uno depende de lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países.” Sin dudas, esta es una pregunta que recorre toda la historia del socialismo.

En el XIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética -PCUS-, en 1925, Stalin presentó la tesis del “socialismo en un solo país”, que luego se convertiría en doctrina oficial de la nación, considerando que ese sería el gran aporte del proletariado soviético a la revolución mundial. Su rival teórico y político, León Trotsky, se oponía férreamente a esta concepción, considerando que el socialismo en un solo país era incompatible con las ideas originales de Marx y Engels, por lo que llamaba a la “revolución permanente”, buscando globalizar el proceso soviético, única garantía para la posibilidad de afianzar una sociedad socialista. La experiencia muestra que edificar y consolidar el socialismo avanzando hacia el comunismo -sociedad sin clases sociales- en un único territorio, es un imposible. Los ejemplos que pueden rescatarse -cada uno con sus particularidades, luces y sombras- lo evidencian. Se logran, como lo vemos con la Unión Soviética, grandes pasos, pero se hace dificilísimo mantenerlos. ¿Podrá China llegar a ser la potencia que busca con su modelo de “socialismo a la china” para el 2049? Quizá. Pero no es el espejo donde se puede ver la clase trabajadora mundial. ¿Podrán Cuba o Vietnam, por ejemplo, o Burkina Faso, con sus actuales modelos socialistas, seguir resistiendo y crecer significativamente, evitando los embates del imperialismo? Está por verse, pero sabemos que es difícil (en Cuba, lamentablemente, ya se puede hablar de incipientes clases sociales diferenciadas a las que llevó el inmoral bloqueo, aunque el esfuerzo gubernamental sigue firme en la construcción del socialismo). China, con su fabuloso crecimiento que beneficia a toda la población, sigue manteniendo explotación laboral, y la clase adinerada del país, aunque controlada férreamente por el Partido Comunista, se vanagloria de su riqueza, exhibiendo sus Rolls Royce y Ferraris. Eso no es el socialismo todavía.

El intento de la perestroika fue una jugada para impulsar un avance en la economía soviética que iba quedado retrasada en relación al capitalismo occidental. La apelación a mecanismos de mercado terminó yéndose de las manos, y lo que en China, algunos años después, permitió un descomunal desarrollo económico -léase: socialismo de mercado-, en la Unión Soviética significó su desaparición. El capitalismo de Estado que pudo implementarse -con rigurosos planes quinquenales- no pudo seguir el ritmo de la acumulación capitalista de las potencias occidentales, fundamentalmente de Estados Unidos. La Guerra Fría con sus descomunales gastos -riquezas para el complejo militar-industrial estadounidense, inversión perdida en un planteo socialista- terminó por ahogar el experimento soviético. La introducción de un “socialismo de mercado” durante la perestroika de Gorbachov -reedición de la Nueva Política Económica, (en ruso: Nóvaya Ekonomícheskaya Polítika, abreviado como NEP) aprobada en el X Congreso del Partido Comunista Ruso el 14 de marzo de 1921, que permitió mecanismos de mercado- no ayudó al solventar los problemas de la economía. Pero ello dejó ver no solo la dificultad de implementar el socialismo en un solo país sino una carencia que se marcó como tendencia desde 1924 en adelante, con la llegada de Iósef Stalin al mando: la enorme dificultad de construir el “hombre nuevo”.

Hacia el “hombre nuevo” del socialismo

El sujeto “normal” en una sociedad clasista basada en la inconmovible idea de propiedad privada (a lo que se anudan otras características que le son funcionales, como el patriarcado, el racismo, el verticalismo en el ejercicio del poder), es lo que prima en prácticamente la totalidad del planeta. Salvo contadas excepciones de sociedades pre agrarias sin estratificaciones de clase ni producción excedente -no más de 200 grupos humanos de cazadores-recolectores, en general ubicados en selvas tropicales, ya “contaminados” en alguna medida por la civilización capitalista global pese a su aislamiento- los valores clasistas atraviesan toda la humanidad. La noción de “éxito” social está indisolublemente amarrada a la de posesión de bienes materiales. Articulándose a ello, el machismo y la discriminación de lo diverso (etnia, opción sexual, procedencia geográfica) marcan la cabeza de prácticamente la totalidad de los 8,200 millones de seres humanos que hoy hollamos el planeta.

Todo eso determina la modalidad dominante en izquierdas y derechas. No puede decirse que las grandes masas son “de derecha”; en todo caso, trabajan y pasan la vida sin la posibilidad de cuestionarse cosas, porque el sistema las prepara para eso: “Que la información destinada al público en general sea anestesiada de cualquier contenido subversivo. Transmitiremos masivamente (…) estúpidos entretenimientos, siempre halagando el instinto emocional”, decía en la década de los 50 del pasado siglo el ideólogo Günter Anders. En otros términos: que la gente no piense, que no se le ocurra ir más allá del sistema, lo cual, en definitiva, significa que, aún sin saberlo, sea de derecha. Es decir: no crítica, no cuestionadora. Que trabaje, acepte su ubicación social, no proteste, consuma mucho, vote cada vez que debe votar -si vive en ese engendro que se llama “democracia de mercado”-, que reproduzca sin chistar lo que se considera normal y no piense -ahí están las redes sociales y medios de comunicación en general adormeciéndonos con los “estúpidos entretenimientos” que reclama la derecha en el poder-. Ser de izquierda, en esa lógica, es ser algo así como un “desadaptado”. Y la gente que, en general en sus juventudes, se acerca a un planteamiento de izquierda -es decir: cuestionando la adaptada “normalidad” en que vive- ya trae consigo toda esa carga que lo ha formado como sujeto. Por tanto, aún sin saberlo, repetirá los patrones en que se formó: clasismo, racismo, patriarcado, homofobia. Despojarse de eso -que es lo que nos da identidad- es un gran esfuerzo. Conocer el ideario socialista, leer a los clásicos del marxismo y plantearse un mundo post capitalista -encomiable, definitivamente- se hace sobre la base de lo que somos, de los patrones en que hemos sido formados. La experiencia de estos primeros pasos socialistas que podemos estudiar nos muestra que todo eso persiste. La idea de “superioridad”, la fascinación por el poder, todo eso que podemos entender como “lastres”, no desparecen ni por decreto ni por actos de buena voluntad.

Ello se hizo evidente en todas las experiencias socialistas conocidas. En Europa del Este donde, como se dijo más arriba, no se dieron procesos revolucionarios populares, sino que se impusieron gobiernos con organización administrativa pro Moscú, terminados los mismos la población rápidamente volvió a su “normalidad”: repitiendo los modelos capitalistas, desarrollando actitudes racistas y xenofóbicas, adorando embelesada los oropeles del consumismo occidental (ahí, justamente, es donde más surgen propuestas neonazis). En las otras experiencias, las que realmente nos interesan acá, vemos que también, con más rapidez o lentitud, esos valores clasistas no se extinguen. Por el contrario, ante una posibilidad que se abre, retornan. Y lo hacen con mucha fuerza, con virulencia.

¿Se puede decir entonces que “el socialismo fracasa”? No, de ninguna manera. Por todo lo dicho más arriba vemos que logra avances sociales, humanos, éticos, que ningún país capitalista consigue. Solo para graficarlo con un par de ejemplos: Nicaragua, al momento de la revolución en 1979, tenía casi el 90% de analfabetismo, y la población rural no tenía documento de identidad; eso cambió radicalmente, a punto que la UNESCO, pocos años después de iniciada la Revolución, felicitó al país por su erradicación del analfabetismo. En Burkina Faso, hasta 1983 -año de su revolución socialista- las mujeres estaban sometidas al arreglo de matrimonios y a la ablación clitoridiana. Con el proceso iniciado eso quedó prohibido. En Cuba, un lupanar de lujo para ciudadanos estadounidenses hasta 1959, con la llegada del socialismo, y pese al inmisericorde bloqueo, fue el único país del Tercer Mundo que pudo desarrollar una vacuna efectiva contra el Covid-19. Ejemplos así, abundan. Las potencias noratlánticas (Estados Unidos y Europa Occidental) son lo que son -dueñas del globo terráqueo o, al menos, pretenden serlo- porque tienen siglos de acumulación originada a partir de la rapiña de siglos anteriores, la que continúa al día de hoy. “Sin África, Francia no tendría historia en el siglo XXI”, dijo sin ninguna vergüenza el presidente ¿socialista? francés François Mitterrand, en abierta alusión a los recursos que rapiña la metrópoli en sus ex colonias (ahora neocolonias): el uranio de Nigeria, el petróleo de Gabón y Costa de Marfil, el gas de Argelia, el oro de Mali y Burkina Faso. Solo a título de desgarrador ejemplo: la “culta y refinada” sede de la UNESCO, en Europa, genera casi el 70% de su electricidad a partir del uranio nigeriano, que roba descaradamente con contratos leoninos, mientras que en ese país -hasta antes de la revolución socialista que está teniendo lugar en la región del Sahel en este momento- no llegaba al 15% la población que contaba con energía eléctrica.

El socialismo no fracasa. Tener centros comerciales repletos de mercaderías, automóviles lujosos en las calles y ropa exquisita de marcas carísimas en las fiestas de lujo de esas potencias capitalistas, no es demostrativo en absoluto de la victoria del mercado. La honesta declaración de Mitterrand no deja lugar a dudas: para que haya algunos millonarios debe haber muchísimos desamparados.

¿Qué pasa entonces que todas las experiencias socialistas se empantanan, pierden el aliento de sus inicios -véase la actual Nicaragua, por ejemplo-, terminan teniendo burocracias acomodadas (la Nomenklatura, o similares en las distintas latitudes), se va extinguiendo el poder popular, la democracia real de base? Los planes quinquenales definitivamente dieron resultado: ahí está la URSS para demostrarlo, o China: de países agrarios, semifeudales, de atrasado desarrollo industrial, pasaron a ser potencias científico-técnicas de vanguardia. Si bien hoy en la República Popular China existe el emprendimiento privado, grandes empresas capitalistas multinacionales que extraen plusvalía de trabajadores chinos repatriando sus ganancias, hay un planteo socialista y nacional encabezado por un férreo Partido Comunista que conduce el Estado hacia metas post capitalistas, ya pensando en el siglo XXII. ¿Capitalismo de Estado? Sí, igual que lo que implementaron los bolcheviques con Lenin a la cabeza -como medida temporal- en 1921. ¿Por qué apareció la perestroika casi 70 años después? Porque los valores capitalistas nunca habían terminado de desaparecer.

Eso refuerza el debate sobre la dificultad (¿imposibilidad?) del socialismo en un solo país, dado que, por más grande, llenos de recursos, poblado e industrial y militarmente desarrollado que esté, no deja de ser una isla en un mar bravío de capitalistas, siempre al acecho para derrotarlos. Eso pasó con la URSS, eso está pasando con China (aunque en este caso más porque está destronando al actual centro imperial que por su mensaje político-ideológico). A ello se suma la tremendamente compleja tarea de cambiar esos valores heredados, milenarios por otra parte. Es más fácil que retorne el nazismo en Alemania Oriental luego de la caída del Muro de Berlín a que se profundice el socialismo pro soviético. Es más fácil -producto de la monstruosa manipulación a la que estamos sometidos- que la población vote por sus verdugos de ultraderecha -lo que está pasando ahora en tantos países, solo Milei o Trump para dar un ejemplo- a que las poblaciones se organicen para la revolución obrero-campesina.

La perestroika soviética intentó limpiar -u oficializar- lo que ya era un secreto a voces en la unión: la economía subterránea ocupaba ya un importante porcentaje del PBI, no menos del 20% de la riqueza producida. En una lectura crítica, sin dudas objetiva y bien balanceada del proceso, Henrique Canary pudo expresar que “Una dirección que representaba los intereses de una burocracia naciente había tomado el poder, eliminado físicamente a la vieja guardia bolchevique e implantado un régimen contrarrevolucionario basado en la teoría del socialismo en un solo país. Para ello, la democracia obrera en los soviets y el Partido Bolchevique había sido anulada en favor de un régimen tiránico que perseguía no sólo a los opositores, sino incluso a sus fundadores y partidarios más leales.” A lo que habría que agregar: burocracia que se beneficiaba de esa economía en negro, tomando más de lo debido de la renta nacional por “dirigir” con vocabulario marxista esa “revolución”. La pregunta es entonces: ¿por qué tienden a aparecer siempre esas burocracias acomodadas, con muchos más beneficios que el habitante común, con mucho mayores cuotas de poder, a veces sumamente autoritarias y alejadas de las necesidades populares, repitiendo los patrones de la clase a la que se desalojó del gobierno?

Porque los seres humanos que las conforman están muy lejos de ser ese “hombre nuevo” que se predica, que se busca con anhelo. Crear un sujeto nuevo libre de todos esos ancestrales valores es algo muy, infinitamente complejo, que no se logra en unas pocas generaciones. Las nociones antes mencionadas de superioridad, poder, meritocracia, patriarcado, el sentirse “más” que otro, la arrogancia sobre el que se sale de la norma y el regodeo del que tiene sobre el que no tiene, están tan arraigadas que los esfuerzos por transformarlas deberán impulsarse por muchísimos años. El capitalismo, desde sus albores en el siglo XIII con los primeros bancos en la Liga de Hansen, lleva ya no menos de 35 generaciones; y estas nociones de “mejores” y “vulgares”, de “poseedores” y “desposeídos”, son largamente milenarias, desde la acumulación primera con la agricultura. Un par de generaciones, como puede haber transcurrido en la Unión Soviética, pese a los honestos mecanismos solidarios implementados -jornadas de trabajo voluntario, subbotniks (“limpieza del sábado”) -“Días en que la gente salía a limpiar sus patios y calles: plantaba árboles, recogía basura y limpiaba parques, lo cual no se percibía como un trabajo sino como parte de una causa común, lo que contribuía a fortalecer el sentido de colectivismo y cohesión. No era solo una obligación, sino una parte importante de la vida”, como nos informa Alexéi Kuklev-, la idea de la camarada Kollontai de implementar esa nueva familia (lo cual de momento quedó en proyecto prometedor nunca implementado)-, evidentemente no alcanzó a crear el “hombre nuevo”. Los actuales millonarios rusos salieron del pueblo, formados en la ortodoxia marxista, seguramente habiendo participado en esos subbotniks. La actual organización de base sin estratificaciones sociales que muestra el zapatismo en Chiapas -“Somos todos y todas iguales, no hay jefes ni superiores”- demuestran que sí, evidentemente, es posible aspirar a algo nuevo (comunismo de base, como pasa en los escasos pueblos neolíticos que por allí sobreviven, o como pasó en la Comuna de París, en los primeros soviets, en tantas experiencias de poder popular real, las asambleas populares en Cuba, en las Comunas bolivarianas de Venezuela -olvidadas por el gobierno-, en las las Comunidades de Población en Resistencia -CPR- en Guatemala). Pero su construcción demandará muchísimo más tiempo que un par de décadas. Aquel germen de nueva familia pensada en los inicios de la Revolución de Octubre debe recordarse siempre: “El cariño estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los niños de la gran familia proletaria”; he ahí, probablemente, el camino hacia ese “ser humano nuevo” (olvidemos lo de “hombre” -al menos en idioma español- como sinónimo de humanidad, pues se filtra ahí -sin saberlo- nuestro ancestral machismo patriarcal.

Entonces ¿estamos condenados a repetir indefinidamente esos valores? ¡De ninguna manera! No hay condena alguna. Hay, simplemente, el peso monumental de la historia. Como dijo Romina de la Roca: “En general los ciudadanos de a pie estamos más cerca de Homero Simpson que del Che Guevara”, afirmación que suscribo en primera persona, porque en ese espejo me veo, mal que me pese. Somos -o mejor dicho: la historia, el peso social, nuestra humanización realizada por otros humanos similares, nos hace- repetidores de ese modelo, con pocas posibilidades de salirnos del molde. La gente que lleva adelante un proceso revolucionario tiene en su ADN social-ético mucho más de Homero que del Che. Un dirigente comunista no deja de ser portador de esa carga (por eso puede aparecer un millonario ostentoso en la Rusia capitalista pidiendo no volver a 1917, o en la China actual, con vehículos de lujo, o un dirigente sindical puede ser cooptado por el capital y se transforma en asiduo defensor de una traidora aristocracia obrera, o un comandante guerrillero -en algunos casos- no deja de ser egocéntrico y mujeriego repitiendo lo que fue su formación, un funcionario de gobierno de un país socialista olvida aquello de cobrar no más de dos salarios de un trabajador común, tal como sucedió en la emblemática Comuna de París de 1871, en la que abrevó Marx para formular su teoría de “dictadura del proletariado”), un cuadro sandinista comprometido con la revolución de 1979 -cuando realmente había revolución en curso- acapara bienes con voracidad en la “piñata” que siguió a la derrota electoral de 1990, un cuadro del PSUV de la Venezuela Bolivariana -donde nunca hubo un planteo verdaderamente socialista de fondo, pero sí un proceso interesante de reformas- termina siendo miembro de una arribista boliburguesía exhibiendo sus Rolex porque, en realidad, nunca dejó de moverse con valores capitalistas, y los problemas, luchas y codazos en las izquierdas por personalismos y egolatrías varias son moneda corriente, aunque se busque hacer lo contrario (de la derecha, por supuesto, no puede esperarse otra cosa -ahí están las guerras para evidenciarlo-, pero ¿en la izquierda?) Un encendido discurso antiimperialista vociferado en una tribuna pública no alcanza a ser socialismo. Un dirigente comunista de Italia, al saber que su hija noviaba con un siciliano, exclamó alarmado: “¿¡Con un africano, nena!?”, y un dirigente de la República Española, comunista hasta los huesos, era ferviente amante de la tauromaquia, a la que defendía con argumentos varios. ¿Hasta dónde podemos desembarazarnos de todo eso?

Conclusión

Definitivamente, vemos que no hay vacuna contra todo lo anterior. Vacuna totalmente efectiva, queremos decir. Porque eso está siempre presente, es la madera, el ADN socio-cultural que nos constituye, y de eso partimos. Los revolucionarios -si es que los hay: “Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos”, dijo el Che Guevara, no olvidarlo- son gente que no tienen garantizada la perfección, la ética inquebrantable. Pero ¿acaso existe eso? Existen injusticias, y existen pueblos que se levantan contra las mismas. Nadie dijo que de ahí saldrán paraísos. “Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse en una pintada callejera durante la Guerra Civil Española.

Las revoluciones socialistas acontecidas -igual que las juntas de gobierno local del movimiento zapatista de la actualidad- muestran que sí es posible comenzar a edificar un mundo nuevo. Que eso va a tomar tiempo, y que muy probablemente ese socialismo “puro” que se puede haber pedido en algún momento va a demorarse mucho, es lo que la experiencia muestra. O quizá, más con los pies sobre la tierra, habrá que reconocer que no hay, ni puede haber pureza incontaminada. Hay procesos, siempre complejos, no faltos de equívocos, contradictorios a veces, pero que buscan un nuevo norte. Al mismo tiempo esa experiencia deja claro también que sí, definitivamente, se puede generar una sociedad no basada en la idea de “ciudadanos de primera” y “los otros”, aunque hoy la tendencia dominante nos hace pensar en que vamos hacia un así llamado tecnofeudalismo. Lo que sucedió en la Rusia zarista de 1917 y esos primeros años deja ver que sí es posible algo nuevo. Contrario a lo que le recomiendan a Putin: ¡no hay que olvidarse de la Unión Soviética! ¡Hay que volver a ese momento fundacional! Pero también debe considerarse que construir una alternativa socialista en un solo país con la gente que viene de los siglos de capitalismo a cuesta, da como resultado algo imperfecto, lleno de “vicios”, incómodo quizá, aunque eso representa, sin la menor duda, un punto de partida espectacular para avanzar hacia algo más.: ¿la sociedad comunista sin clases sociales?

Si algo podemos sacar como conclusión de todo esto es que el paraíso no existe, pero sí es posible construir algo nuevo, distinto al capitalismo. Por tanto, volvamos a ese momento fundacional de 1917. Hoy día un internauta ruso (o rusa, no sabemos) que firma como “Partisano Mundial”, pudo escribir en las redes sociales: “La catástrofe continúa en la Rusia actual. No hay debates ideológicos ni visiones de futuro en el centro de las búsquedas político-sociales e intelectuales. Todo eso está desierto. El pragmatismo y el día a día han absorbido el pensamiento. Es evidente que en América Latina personas cultas, científicos, escritores y políticos se esfuerzan por desarrollar una base ideológica para construir un nuevo futuro. ¡Por ahora, lamentablemente estamos desarmados!” Entonces: ¡armémonos! Aprendamos de la experiencia y sigamos trabajando para ese nuevo mundo. Que sea muy dificultoso el camino no significa, en modo alguno, que sea imposible. Como se leyó en alguna pintada del Mayo Francés: “Seamos realistas: ¡pidamos lo imposible!

Marcelo Colussi 

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