martes, 4 de noviembre de 2025

Fascismo, deseo y revolución

 

En 2025 se cumplieron cien años del nacimiento de Deleuze, quien fallecería un 4 de noviembre. La publicación de El Anti-Edipo impactó de pleno en el pensamiento de izquierda, siendo quizás el primer pilar sobre el que se desarrollaría lo posmoderno.

TOPOEXPRESS

Fascismo, deseo y revolución

 

José M. Mariscal Cifuentes

El Viejo Topo

4 noviembre, 2025 



En el centenario de Gilles Deleuze

1

Deleuze entona el grito de Reich: “No, las masas no han sido engañadas, las masas desearon el fascismo”. Wilheim Reich no esperó, como Adorno y algún otro, a comprobar si era para tanto o convencidos, o esperanzados, de que aquello duraría poco. Al fin y al cabo, para quienes auparon a Hitler a la cancillería, se trataba de un arreglo temporal. En marzo del 33, apenas dos meses después de aquello, el discípulo que le salió marxista a Freud recoge sus bártulos y se larga dejando una nota: el fascismo no ha engañado a nadie.

Al año siguiente, durante el Congreso del partido nazi, Leni Riefenstahl documenta el hechizo, convierte a Nuremberg en un gran plató, controla la iluminación, los escenarios, los planos, luego el montaje. Pero en El triunfo de la voluntad no aparecen figurantes: las masas adoraban a Hitler. ¿Cómo pueden las masas desear su propia opresión? Reich recupera lo que ya La Boétie y Spinoza se preguntaron mucho antes del psicoanálisis, mucho antes del materialismo histórico.

El Anti-Edipo se afana en indagar el motivo por el que un individuo o un grupo desea su propia opresión. Para Deleuze, Reich acierta al romper con la “falsa conciencia”, conectando el deseo con las formaciones de poder. Aún hoy el alma bella se pregunta incómoda cómo es posible que las masas adoren a Trump, a Milei y sus respuestas son idénticas a la que Reich desmontó: es ignorancia, es falta de cultura, es demenciaIncluso hay a quien le basta con llamar gilipollas al obrero de derechas. No, dice Reich, el fascismo alemán triunfó porque resonó con deseos reprimidos de orden, autoridad y pureza. Pero Deleuze no se queda en señalar el acierto, sino que desborda los límites de las notas de Reich, y con ello los del propio psicoanálisis: El freudomarxista alemán permanece anclado en la visión individualista de la libido.

Anclaje (Verankerung) es la voz que Reich usa para describir cómo la represión sexual, instigada por la familia burguesa y su carácter autoritario, fija la sumisión en la psique y genera sujetos que transfieren su obediencia al estado fascista. Una energía libidinal reprimida que proyecta la angustia y señala la amenaza -marxista, judía- entonces, o musulmana, negra, feminista, homosexual, transgénero o lo que vaya valiendo-.

En Psicología de masas del fascismo, Reich plantea la conexión entre el deseo y el poder, pero sólo en el plano de los grandes conjuntos -el Estado, la Familia, la Clase-, soslayando los pequeños agujeros negros que atrapan el deseo. Para Deleuze la producción deseante está “antes de toda actualización en la división familiar de los sexos y de las personas, y antes de la división social del trabajo”, así como “invade las diversas formas de producción de goce y las estructuras para reprimirlas”.

Reich continua así en la estela representacional y privatizadora del deseo del psicoanálisis, sigue concibiendo al inconsciente como teatro y al deseo como carencia. Pero el inconsciente no es un teatro en el que comparezcan las fantasías y los conflictos familiares, ni el deseo un vacío a rellenar por la necesidad, sino que el inconsciente es un fábrica y el deseo es productor de realidad.

Junto a su crítica al familiarismo edípico del psicoanálisis, Deleuze señala la virtud de Freud en mostrar la esencia abstracta del deseo -como Marx mostró la de la riqueza-, desvinculándolo de todo objeto particular. No son las cualidades propias las que hacen deseable el objeto -ni las que le conceden su valor-, sino la carga, la inversión de deseo en el objeto, o en formaciones de poder: deseo de revolución, de servidumbre o de fascismo-. El Anti-Edipo denuncia la “concepción idealista del deseo” como carencia y muestra como aquel no procede de las necesidades, sino que son las necesidades las que derivan del deseo. La carencia o la falta alimenta el “miedo abyecto a carecer” que desembaraza a la vida del deseo y su potencia productiva. Deleuze -con Marx-, nos recuerda que “el deseo siempre se mantiene cerca de las condiciones de existencia objetiva” y, frente al marxismo “ortodoxo”, plantea una única producción, la producción social de la existencia, terminando así con la jerarquía estereotipada que mantiene “una infraestructura opaca frente a superestructuras sociales e ideológicas”. La operación consiste en  “introducir el deseo en el mecanismo, introducir la producción en el deseo” para que la teoría de cuenta de lo real.  En efecto, la crítica deleuzeana no se detiene en el psicoanálisis, sino que afecta gravemente a la gran codificación marxista-leninista, incapaz ésta de hacerse cargo de los fenómenos del deseo al alojarlo en la superestructura y ser tratado como “ideología”.

No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder que complican (con-plicare: pliegan juntos) al deseo y la estructura económica. Deleuze distinguirá el plano de los grandes conjuntos molares, de la dimensión molecular donde funciona, de forma previa a toda individuación o subjetivación, el inconsciente material y productivo. El orden molar, en el que Reich trabaja su crítica del fascismo, es el propio de la representación y los significantes, las interpretaciones y los discursos, el orden de las grandes máquinas sociales e institucionales donde se produce sentido.

Lo molar y lo molecular no se oponen sino que coexisten inseparablemente atravesando a toda sociedad y todo individuo. Toda política es macropolítica, pero a la par es también micropolítica: “un mundo de micropreceptos inconscientes, de afectos inconscientes, una micropolítica de la percepción, del afecto, de la conversación”, interacciones microscópicas que escapan a toda estructura: micromachismos, microfascismos, micropolíticas del deseo, microformaciones de poder, micro-Edipos.

El deseo no es esencialmente revolucionario o fascista, sino que produce realidad en función de su circulación, inversión y conexión en un agenciamiento, pasando siempre por “niveles moleculares, microformaciones que ya moldean las posturas, las actitudes, las percepciones, las anticipaciones, las semióticas…”.

Las masas desearon el fascismo, las “masas” como ejemplo deleuzeano de lo molecular y de su diferencia y complicación con lo molar -aquí, las clases-: “las clases están talladas en las masas, las cristalizan, y las masas no cesan de fluir, de escaparse de las clases”.

Asimismo, esta tensión entre lo molar y lo molecular, inefable para la tosca dialéctica del marxismo “ortodoxo”, sirve a Deleuze para distinguir al Estado totalitario del fascismo. El fascismo es antes un cuerpo canceroso que un organismo totalitario y su peligrosidad resulta de su potencia micropolítica o molecular como “movimiento de masa”. El Estado autoritario funciona en el orden molar deteniendo o ajustando el movimiento molecular, como un “modo especial de totalización y centralización” mientras que “el fascismo es inseparable de núcleos moleculares que pululan y saltan de un punto a otro, en interacción, antes de resonar todos juntos en el Estado nacionalsocialista”. Deleuze cita a Daniel Guerin, el anarquista queer francés que afirmó que si Hitler conquistó el Estado Mayor alemán, fue porque disponía previamente de micro-organizaciones que le proporcionaban “un medio incomparable, irreemplazable, para penetrar a todas las células de la sociedad”.

Para el fascismo no se trata, al contrario del totalitarismo, de controlar los efectos molares del devenir molecular, sino de colonizarlo micro-políticamente. Su funcionamiento se asemeja más a un hongo que a un virus, pues antes que aparecer infectando células sanas, incapaz de reproducirse por sí mismo, el fascismo produce esporas que se dispersan por el ambiente y germinan en la materia en descomposición. Los miedos cotidianos muestran la podredumbre molecular haciendo proliferar microagujeros negros como atractores de las contrafugas paranoicas que animan “todas las catexis conformistas, reaccionarias, fascistas”. Antes de “resonar” en el Estado, el fascismo es una ingeniería del deseo que alimenta las pasiones tristes.

Lo molecular se pliega incesantemente sobre lo molar: para lograr la “gran seguridad molar organizada”, nada más conveniente que la implantación de “toda una inseguridad molecular permanente”, un virtuosismo propiamente capitalista. Las inseguridades pululan en la trama de la precariedad laboral y vital, en la quiebra identitaria del Hombre-blanco-occidental-heterosexual y en el derrumbe de las aspiraciones pequeñoburguesas de capas medias en pleno proceso de desterritorialización. El miedo a que te ocupen la casa, el miedo a perder el trabajo, el miedo a no encontrarlo, el miedo del macho ante las identidades difusas, el miedo a la flacidez del gran falo del orden y la justicia. El miedo a los bárbaros, la fórmula favorita de los Ministerios de Interior.

2

En uno de los ensayos de Arte Duty Free, la filósofa y artista visual alemana Hito Steyerl nos pide que “hablemos de fascismo”. Steyerl se refería a los ataques de Oslo y Utoya, en los que el perpetrador logró aparecer más cerca de la demencia que del terror. Anders Breivik se presentó en Youtube como cazador de marxistas empuñando un fusil, en un video  sólo retirado al día siguiente de los ataques, pero eso no parecía convertirle en un fascista. Además, sólo se declaraba “conservador y cristiano” en su perfil de Facebook, con unos planteamientos homologables a los que por entonces entonaba el Tea Party, y se declaraba admirador de Geert Wilders, el líder fascista neerlandés del Partido de la Libertad. Dijeron que Breivik “estaba loco”, de nacionalismo supremacista, pero loco al fin y al cabo. También ahora el alma bella dice que Trump es un demente o un payaso, como Bukele o Milei, como Orban o Salvini, como Netanyahu o Abascal, dementes ellos y gilipollas quienes les votan. Y sin embargo, hay algo que le reconcome, que parece escaparse: un abismo cercano y terrible al cual el alma bella no está dispuesta a asomarse.

Hablemos de fascismo, dice Steyerl, pero no se trata sólo de que éste ocupe la conversación; de hecho se habla mucho de fascismo: qué es, quién es el fascista, explorando analogías o diferencias con el fascismo histórico y molar. Se trata mejor de una llamada a afrontarlo tal como aparece sin caer, como denunció Reich, en interpretaciones consoladoras. “Sí, lo digo en serio”, dice Steyerl, “no de la psicología del mal en cuanto tal. No sobre la locura o la fatalidad repentina e impredecible. Están tratando de evitar el tema. El tema es el fascismo”.

Cuando se dice que el fascismo fue derrotado y que sobre esa derrota se erigió la civilidad democrática conquistada al capitalismo tardío, su regreso es presentado como el fantasma que hay que conjurar a toda costa. La alarma antifascista podría no ser más que eso, un conjuro: “¡No pasarán!”. Y esto puede tener su utilidad para una reagrupación defensiva a nivel molar, pero sigue obviando las metamorfosis de la agencia del deseo y sigue evitando asomarse al abismo molecular que las nuevas formas de subjetivación abren en nuestro interior.  “Es muy fácil ser antifascista a nivel molar -se dice en Mil Mesetas– sin ver el fascista que uno mismo es, que uno mismo cultiva y alimenta, mima con moléculas personales y colectivas”.

Claro que asomarse a tal abismo no está exento de riesgos, como bien supo Pasolini en carne propia. Rojo y maricón, para unos, traidor y loco para otros, el poeta y cineasta italiano supo atisbar las metamorfosis moleculares que alimentaban una “segunda revolución capitalista”, un “neocapitalismo” que sigue produciendo nuevas mercancías, pero asentándose ahora sobre la producción de subjetividad, un modo de producción basado en la captura y encierro de las fuerzas vitales por el poder corruptor del consumo.

La sensibilidad molecular de Pasolini le permitió descubrir la emergencia de un fascismo alejado de los uniformes y la retórica, que se oculta bajo las prácticas cotidianas de la sociedad de consumo, que arrasa con la cultura obrera y campesina, que homologa al ser humano a través de la televisión y el lenguaje de la publicidad. Pasolini anuncia, hace medio siglo, un nuevo fascismo “americanamente pragmático” cuyo fin es “la reorganización brutalmente totalitaria del mundo”[1].

“Se está instalando un neofascismo en comparación con el cual el antiguo quedará reducido a una forma folklórica”, señala Deleuze poco después, insistiendo en su modo molecular de proliferación, una “organización coordinada de todos los pequeños miedos, las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos microfascistas encargados de sofocar el menor gesto, la menor cosa o la menor palabra discordante en nuestras calles, en nuestros barrios”.

Por su parte, Hito Steyerl apunta a una grieta en los modos en los que percibimos, que estaría inscrita en lo más profundo del tejido del fascismo contemporáneo. El fascismo busca “deshacerse de la representación completamente”, algo servido en bandeja por la actual crisis simultanea de la representación política y de la representación cultural:  abandono de la política como medio de organización de lo público -con la Unión Europea como instigadora, cómplice y ejecutora-, y sobreabundancia de imágenes ajenas al problema de la mímesis, haciendo y deshaciendo ellas mismas la realidad.

Efectivamente, el nivel molecular funciona con semióticas asignificantes que, como nos recuerda Lazzarato “no hacen discursos ni inventan historias”, conectan directamente con la máquina, sin que medie la representación del sujeto, produciendo operaciones, suscitando acciones. Los signos asignificantes actúan sobre las cosas y producen un sentido sin significado, un sentido operativo para una diagramática algorítmica.

A tenor de la capacidad anticipatoria mostrada por Deleuze en su Post-scriptum sobre las sociedades de control, no le sorprendería demasiado saber hasta qué punto el capitalismo ha explotado la condición del deseo, no como energía pulsional indiferenciada, sino como resultado de un montaje elaborado, de un “engineering de altas interacciones”. El sentido operativo de las semióticas asignificantes pasa hoy por la extracción máxima de plusvalía maquínica, mucho más allá de la fría plusvalía basada en el trabajo asalariado. Los flujos de deseo son encauzados algorítmicamente, diagramas de flujo que no juzgan nada, mera tecnología de producción de carencia. Instagram te dice lo que deseas y de lo que careces. Dividuos, fraccionados en mil datos comportamentales, rotos en mil afectos, hace tiempo que al capital le sobra cualquier deliberación “racional” por nuestra parte. Si Foucault planteaba la destrucción infinitesimal del cuerpo en los espectáculos punitivos de las sociedades de soberanía, hoy se hace espectáculo de la destrucción infinitesimal del alma.

La servidumbre maquínica como modo de funcionamiento molecular de la máquina capitalista es así funcional a la proliferación cancerosa del fascismo. Molecularmente, nada es explicable con la razón, ni siquiera con la razón “instrumental”. El fascismo es un modo determinado de agenciamiento del deseo, asentado sobre las pasiones tristes, aterrado y paranoico.

Pero la tecnología del deseo alcanza, ya no sólo a su codificación como carencia, no sólo al encauzamiento algorítmico de sus flujos moleculares, sino también a la posibilidad de su anulación: tecnología de la in-sensibilidad, de la catatonia generalizada, que no acciona tanto las pasiones tristes como que elimina todo poder querer. La seguridad social ya no sólo se basa en una micropolítica de la inseguridad, sino también de la insensibilidad. Benzodiazepinas para todes.

3

“Como tantos otros, nosotros anunciamos el desarrollo de un fascismo generalizado. Aún no ha hecho más que empezar”, dice Guattari en una entrevista junto a Deleuze poco después de que en la primavera de 1972 El anti-Edipo cayera como un “aerolito en el continente del saber y del mundo político”. Pero lejos de todo fatalismo, de todo nihilismo pasivo ante la quiebra de sentido de las esperanzas revolucionarias, este libro-arte-facto venía a sugerir el modo en que las fuerzas del deseo podrían fugarse de su encierro, esquivar los agujeros negros, ser nómadas. Guattari lo añade de inmediato: “o bien se construye una máquina revolucionaria capaz de hacerse cargo del deseo y de los fenómenos del deseo, o bien el deseo seguirá siendo manipulado por las fuerzas de opresión y represión y terminará amenazando, incluso desde el interior, a las propias máquinas revolucionarias.”

Desde entonces, las fuerzas de opresión han afinado, ciencia y técnica por medio, la manipulación del deseo, mientras “las máquinas revolucionarias” parecen haberse consumido en su incapacidad para hacerse cargo del mismo. Mientras volvían, les hemos guardado al fascismo sus armas; no sólo eso, las hemos pulido y les hemos explicado las mejoras, antes de entregárselas. Nos quedamos con lo que de útil resulta al capital la manipulación del deseo, y aun más, nos quedamos encerrados en un campo de juego delimitado por líneas trazadas con la ceniza de nuestros cuerpos. Desde entonces, la pasión resulta peligrosa, y el deseo no sólo vale, sino que se vuelve imprescindible. La tecnología política del cuerpo a la que aludía Foucault en Vigilar y castigar pasa hoy por una tecnología del deseo, inmediatamente política, que nos rompe el alma en mil pedazos.

De los tres adversarios señalados por Foucault que El anti-Edipo combate, el fascismo es el “estratégico”.  Y no solamente el fascismo histórico, el que supo movilizar el deseo de las masas, el que estetizó -hasta hoy- la política, sino también “el fascismo que reside en cada uno de nosotros, que invade nuestros espíritus y nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, y desear a quienes nos dominan y explotan”.

Los otros dos enemigos de El anti-Edipo quedan ligados al anti-fascismo molecular en forma de “compromiso táctico”; por una parte, “los burócratas de la revolución”, por otra “los lamentables técnicos del deseo”. Tras el reflujo de la explosiva ola deseante del ‘68, éstos últimos pasaron a ocupar, literalmente, los departamentos de marketing de la empresa, adoptando un enfoque científico que superaba con creces el propio del psicoanálisis o la semiología: la sociología, la psicología, la cibernética, la bioquímica o la neurología puestas al servicio de la obtención de la plusvalía maquínica, naturalizando “la ley binaria de la estructura y la falta”.

Por su parte, los burócratas de la revolución -“los ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, los funcionarios de la Verdad”- obtuvieron refugio en las cúpulas de las “máquinas revolucionarias” a la espera de tiempos mejores, atenazados por una concepción teleológica del proceso histórico, expectantes ante el pendulazo que tarde o temprano terminaría produciéndose. Hoy, “las máquinas revolucionarias” no sólo no constituyen ninguna amenaza: en vez de generar problemas su papel ha quedado reducido a plantear “mejores” soluciones, adoptando técnicas de agenciamiento del deseo, ahora “marketing político” -expresión que haría las delicias de Leni Riefenstahl-, y achacando a problemas-de-comunicación el que la revolución no prolifere. Mientras tanto, conviene cantar las alabanzas de la táctica y la estrategia en las preceptivas ceremonias de salvación y autoengaño. Se ama el poder mucho antes que a la revolución.

“¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno cree ser un militante revolucionario?” la pregunta foucaultiana ante el Anti-Edipo, convierte a éste en sus respuestas en una ética, una “guía para la vida cotidiana”:  despojar la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante, no enamorarse del poder o “No imagine que es necesario ser triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable”. En efecto, en el frontispicio del petrificado catecismo marxista-leninista figura no sólo la opacidad de la infraestructura, sino su seriedad de fría ciencia económica junto a la superestructura como cobijo de la ilusión óptica de la ideología y de los fenómenos del deseo. La genial parodia de Lubitsch en Ninotchka, sigue teniendo algo de verdad en la seriedad de Greta Garbo, en su anti-patía, en su incapacidad para hacerse cargo del deseo, en su gesto burocrático.

Deleuze vivifica viejas categorías y las rescata de su recaída en las “ciencias humanas”; tal es el caso del proletariado, que deja de ser una categoría zombificada de la economía política, para ser vivificada con la filosofía y constituirse en modelo de un devenir minoritario, en el que las definiciones no están basadas en esencias, sino en ritmos y en fuerzas, en maneras de ocupación del espacio-tiempo: “El proletariado no ocupaba el espacio-tiempo como la burguesía”.

Tal es la denuncia de Pasolini, la aculturación y la homologación de las capas populares en el tiempo del consumo, un tiempo estéril sin la gracia campesina, un espacio yermo. Por eso tildaba de superficial el antifascismo que se limita a combatir símbolos del pasado, mientras ignoraba, e ignora, la instalación de una servidumbre molecular, cotidiana y maquínica, en la consumación del sueño interclasista.

El antifascismo “militante” se equivoca al combatir a su enemigo en el orden molar, en el orden de las razones y los argumentos, en el orden del significante. Por ello tiende a tildar de loco o enajenado al fascista, señalando la irracionalidad de sus discursos y prácticas desde no se sabe muy bien qué noción de razón, a no ser que sea aquella que ha acompañado a la máquina capitalista “civilizada”. Se equivocan quienes explican el fascismo con la locura o la ignorancia, y mucho más quienes pretenden extirparlo practicando un exorcismo a las capas populares con el agua bendita de los discursos bienintencionados. Porque la locura y la irracionalidad son las marcas de la máquina capitalista, una máquina que funciona estropeándose, añadiendo nuevos axiomas tras cada avería, llamando a cada crisis oportunidad y provocando que tras cada explosión del deseo, vuelva Edipo a poner orden en el pueblo ingobernable.

Hace falta una semiótica antes que una semiología; una etología antes que una antropología; un diagrama antes que un programa. Se trata de construir vacuolas de resistencia en agenciamientos creadores, de encauzar las fuerzas del deseo en los encuentros alegres, aquellos que con Spinoza aumentan nuestra potencia de actuar, de afectar y de ser afectado. “El lazo entre deseo y realidad es lo que posee fuerza revolucionaria, y no su huida hacia formas de la representación”. Hace falta eliminar con paciencia los micro-agujeros negros de la paranoia fascista, hace falta una sabiduría sensible dedicada a liberar las fuerzas vitales y afectivas de la jaula del Hombre.

Las citas están extraídas de:

Deleuze, Gilles. La isla desierta y otros textos: textos y entrevistas (1953-1974). Valencia: Pre-Textos, 2005.

Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos, 2010.

El Anti Edipo: capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Paidós, 1985.

Dosse, François. Gilles Deleuze y Félix Guattari: biografía cruzada. México: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Lazzarato, Maurizio. Signos y máquinas: el capitalismo y la producción de subjetividad. Madrid: Enclave de Libros, 2020.

Pasolini, Pier Paolo. Escritos corsarios. Barcelona: Seix Barral, 2009.

Steyerl, Hito. Arte duty free. Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2018.

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