Querido lector/a:
Si leyendo esto no se te remueven las tripas; si la indignación no te aumenta
la tensión; si no se te escapa alguna lágrima furtiva o al menos se te
enrojecen los ojos; si no desearías fulminar a tanto canalla, preocúpate: es
que estás muerto/a.
Del mar a la celda
Reyes Rigo
El Viejo Topo
3 noviembre, 2025
DEL MAR A LA
CELDA: TESTIMONIO DE UNA INTEGRANTE DE LA GLOBAL SUMUD FLOTILLA
Lo que me
ocurrió a mí es insignificante frente al sufrimiento del pueblo palestino.
Mientras yo fui detenida unos días, hay miles de palestinas y palestinos que
viven años —incluso toda una vida— en las cárceles de la ocupación, torturados,
humillados, privados de luz, de justicia y de esperanza. Mi experiencia es
apenas una grieta en un muro de injusticia y dolor. El énfasis está, y debe
estar, en Palestina: en su pueblo, en su dignidad, en su resistencia. ¡Viva Palestina Libre y Soberana desde el rio hasta el mar!
Miércoles 1 de
octubre
Esa noche,
nuestro barco el Adara fue interceptado por las fuerzas de
ocupación israelíes. Eran alrededor de las nueve de la noche cuando fuimos
abordados, secuestrados y llevados a Israhell sin nuestro consentimiento.
Jueves 2 de
octubre
Desembarcamos
en el puerto de Ashdod sobre las siete de la tarde. Nos llevaron a una
explanada que estaba perimetrada por rejas. Algunos estábamos sentados con la
cabeza agachada. A las personas más racializadas las obligaban a arrodillarse
con la cabeza hacia abajo. Vi a algunos participantes de cara a la pared,
enfrente de una gran bandera israelí. Hubo agresiones físicas: patadas, golpes,
aplastamientos de cabeza contra el suelo. Recuerdo cómo una compañera vio su
guitarra destrozada al ser lanzada contra la pared. A mí me dieron dos patadas
mientras permanecía sentada, y a un compañero lo castigaron simplemente por
«mirar».
Después nos
trasladaron a un edificio de la terminal portuaria, donde había máquinas de
inspección como las de los aeropuertos. Tras pasar por ellas, nos llevaron a
unos cubículos donde fuimos desnudadas y registradas. Luego nos condujeron a
unas mesas donde revisaban y registraban todo lo que había en nuestras
mochilas. En ese proceso, vi cómo arrojaban a una papelera común todas nuestras
pertenencias: medicinas de pacientes con enfermedades graves, ropa, botiquines,
objetos de aseo, linternas y, en mi caso, todo mi material de acupuntura.
Se nos hizo un
documento de detención y de ahí nos llevaron al lugar donde los abogados de
Adalah nos esperaban. A mí me tocó la mesa número 24, no me dejaron
ver a mi abogado, me negué a firmar cualquiera de los tres documentos que
me dieron. Fue en este lugar donde vi entrar al ministro Ben Gvir y pronunciar
amenazas directas asegurando de nos trataría como a terroristas.
Después de la
burocracia, nos quitaron los cordones de los zapatos y, a algunas personas, nos
vendaron los ojos antes de subirnos a una camioneta con pequeñas celdas
metálicas. Era ya de noche. El trayecto, que debía durar un par de horas, se
alargó durante toda la madrugada. Apenas había ventilación y el aire era
irrespirable. El espacio era tan estrecho que mis rodillas tocaban la puerta.
Permanecimos allí toda la noche, en lo que fue claramente un castigo
psicológico.
Viernes 3 de
octubre de 2025
Al amanecer
llegamos a la prisión de alta seguridad de Ketziot, en pleno desierto del
Negev. Nada más bajar, nos metieron en una jaula. Nos iban llamando de dos en
dos. En una mesa nos volvían a preguntar si queríamos firmar los papeles de
deportación y, después, nos conducían a una habitación donde nos obligaban a
quitarnos la ropa. Nos entregaron un uniforme de prisión: chándal gris,
camiseta blanca y chanclas.
A varias
compañeras musulmanas les prohibieron mantener su hijab, el pañuelo
que cubre el cabello. Lloraban, suplicaban respeto por su fe. Nadie las
escuchó. Algunas, desesperadas, se colocaron camisetas sobre la cabeza para
cubrirse.
Luego pasamos
por un supuesto «médico», que se negó a proporcionar medicación incluso
a compañeras con enfermedades crónicas.
A mí me
asignaron la celda número 1. Medía unos 20 metros cuadrados y tenía un pequeño
cubículo de un metro por uno con un lavabo y un váter. Todo estaba sucio, lleno
de hormigas e insectos. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones:
mensajes de presos palestinos que habían pasado por allí, con sus nombres,
procedencias y años de reclusión. Pudimos leerlos gracias a una compañera que
hablaba árabe.
Éramos catorce
mujeres en una celda para cinco. Una de ellas tenía cáncer; otras padecían
enfermedades crónicas. A todas se les negaron sus medicinas. A las que tenían
la menstruación también se les denegaron compresas. Recuerdo especialmente a
una chica con un sangrado hemorrágico: como no les proporcionaban compresas,
compañeras de celda se rompieron las mangas de sus camisetas para
improvisarlas.
Solo había dos
literas y una cama. Las demás dormíamos en el suelo. Pedimos colchonetas, pero
no las trajeron hasta el tercer día. La comida estaba podrida; nos negaron agua
embotellada y solo podíamos beber agua del grifo del lavabo, un líquido turbio
y marrón.
Durante la
noche, nos despertaban constantemente: linternas en los ojos, empujones,
insultos, portazos. A una compañera le rompieron un dedo del pie con un
portazo. Pedíamos medicación a gritos, pero nadie respondía.
El tercer día,
una de las compañeras —la que sufría una cardiopatía grave— se desmayó.
¡Estuvimos
gritando durante bastante tiempo «urgent medical assistance!», pidiendo
ayuda médica desesperadamente. Finalmente, el médico apareció y entregó
algunos medicamentos, aunque muchas siguieron sin recibir lo que necesitaban,
incluida la compañera con cáncer.
Sábado 4 de
octubre
Ese día, por la
mañana, nos sacaron de la celda a gritos y empujones a las de habla hispana.
Nos llevaron a otro módulo para comparecer ante un supuesto «juez» que debía
tomar declaración sobre lo ocurrido desde la intercepción. Había una traductora
presente.
Para el
traslado nos metieron en una furgoneta blindada sin ventanas, la calefacción al
máximo, pese a que estábamos en pleno desierto y el calor fuera ya era intenso.
Los chándales
que nos habían dado estaban forrados, diseñados para invierno, y dentro del
autobús el aire era irrespirable. Pedimos que bajaran la calefacción, pero nos
ignoraron completamente.
Esa misma tarde
nos volvieron a sacar de la celda, también a empujones, para ver al cónsul
español. Allí le informamos que iniciábamos una huelga de hambre.
La visita duró
menos de cinco minutos: un pelotón antidisturbios irrumpió de repente y, a
punta de metralleta, nos ordenaron que el encuentro había terminado.
Sacaron al
cónsul del brazo y dijeron que la reunión se daba por finalizada porque habíamos
cantado Free Palestine.
Domingo 5 de
octubre
Por la mañana,
nos permitieron ducharnos por primera vez desde nuestra llegada y salir al
patio durante apenas diez minutos. En el patio había un póster gigante con la
imagen de Gaza destruida y con unas letras que ponían: Nueva Gaza. Debajo había
una bandera muy grande de Israel.
También había
una pantalla donde había un video del 7 de octubre, el volumen estaba a tope.
Por la tarde volvimos
a ver al cónsul. La visita apenas duró diez minutos. Por la noche nos
trasladaron a la celda número 13, que estaba vacía y sin colchonetas. Tras
insistir y negociar con las guardias, conseguimos que tres de nosotras fuéramos
a buscar colchonetas a la celda 1.
En la tercera
ida y vuelta, cuando regresábamos con colchonetas, presencié una agresión: una
compañera estaba fuera de la celda, agarrada a los barrotes de la barandilla,
mientras varias guardias le daban patadas en los glúteos y la espalda. Instintivamente
solté las colchonetas y me lancé para cubrirla con mi cuerpo, intentando
protegerla. En ese momento nos golpearon, nos tiraron al suelo, nos arrastraron
del pelo y nos pusieron boca abajo. Todo ocurrió muy rápido.
Recuerdo que mi
compañera y yo les pedíamos que nos dejaran entrar por nuestro propio pie en la
celda, que no nos arrastraran. Finalmente lo hicimos así: entramos por nuestro
propio pie mientras las demás compañeras, desde dentro, presenciaban toda
la escena pues la puerta de la celda estaba abierta. Cerraron la celda de un
portazo y se marcharon.
Media hora
después, llegó un pelotón antidisturbios, acompañados también por perros. Nos
arrinconaron a todas contra una esquina de la celda y nos sacaron a la
compañera y a mí a punta de metralleta, nos esposaron de manos y pies y nos
condujeron a empujones, pellizcos y golpes, hasta una celda de aislamiento.
Alrededor de
medianoche vinieron a buscarme. Me llevaron frente a un grupo de policías que
me comunicaron formalmente que estaba detenida y que podía permanecer en
silencio. Me subieron a una furgoneta y me trasladaron a una comisaría en la
ciudad de Beer Sheva a unos 45 minutos de Ketziot. Allí me obligaron a
desnudarme y someterme a un registro completo, me tomaron las huellas digitales
y fotografías, y me encerraron en una celda donde pasé toda la noche.
Desde el
momento en que llegué pedí llamar al cónsul y a los abogados de Adalah, pero se
me negó. A la 1:30 de la madrugada apareció un abogado de oficio. Me explicó
que la policía no tenía intención de avisar ni al cónsul ni a mis abogados,
pero que él lo intentaría por la mañana.
Le conté lo
sucedido durante el incidente con las guardias. Me respondió que cuando se
marchara, me harían un interrogatorio y decidirían si me devolvían a Ketziot o
me llevaban ante un juez. Nada de eso ocurrió durante la noche. Permanecí
encerrada, sin información, sin contacto y completamente incomunicada.
Debo aclarar
que cada vez que me trasladaban de una celda a otra, me obligaban a desnudarme,
revisar todo mi cuerpo y el cabello de forma humillante y violenta, me
colocaban cuatro grilletes en los pies, cuatro en las manos y una cadena pesada
que los unía, al estilo Guantánamo –los grilletes estaban tan apretados que
paraban la circulación, hacían daño al andar y dejaban marcas profundas en la
piel. Los guardias siempre me empujaban o tiraban de mi para que me tropezara.
Entre las ocho
de la mañana y el mediodía, estuve encerrada en una celda con dos mujeres más:
una filipina y otra de origen africano. Esta última llevaba cinco días allí
desde su último juicio, desesperada, lloraba, pidiendo una manta o una
chaqueta. Nadie la atendía. El aire acondicionado estaba al mínimo, hacía un
frío insoportable. Me tuve que masajear brazos y piernas constantemente para
estimular la circulación y no entumecerme.
La celda medía
tres por tres metros, con un pequeño cubículo que tenía un inodoro –no había
papel higiénico– y un lavabo del que no salía agua. A lo largo de tres paredes
había un banco de hormigón de unos cuarenta centímetros de profundidad.
A mediodía, me
subieron a la sala de juicio. Me empujaron, insultaron y golpearon mientras me
conducían hasta allí. Nada más entrar, varios hombres sentados en los bancos
del fondo comenzaron a gritarme: «¡Terrorista! ¡Que te ejecuten! ¡Te queremos
muerta!»
Allí estaba el
abogado que había venido la noche anterior y la traductora que había visto en
la prisión de Ketziot. Sentado junto a mi abogado había un hombre con camisa
blanca, aparentemente una figura de poder político o institucional. Mi abogado
mantenía la cabeza gacha, visiblemente asustado. Aquel hombre lo intimidaba
abiertamente.
Cuando mi
abogado intentó acercarse a hablar conmigo, ese hombre se interpuso,
impidiéndolo, y me amenazó de muerte directamente. El juicio comenzó. La
acusación presentó los cargos, y la traductora no pudo asistirme adecuadamente
porque el mismo hombre se lo prohibió. El ambiente era de miedo extremo y
presión constante. Cuando fue el turno de mi abogado, el hombre de la camisa
blanca se colocó detrás de él, impidiéndole hablar y ejerciendo una
intimidación evidente, todo ante la mirada pasiva de la jueza.
El juicio
terminó y me devolvieron al mismo calabozo donde estaban las dos mujeres de
antes. Pasaron muchas horas. Finalmente, me sacaron de allí y me trasladaron a
la prisión de Oaly Kidar, un centro destinado principalmente a hombres
palestinos acusados de entrar «irregularmente». Allí había una pequeña
celda reservada para mujeres que esperaban ser trasladadas a una prisión femenina.
El trato fue extremadamente cruel. Los policías mostraban violencia, desprecio
y sadismo. Una vez más me obligaron a desnudarme, ponerme en cuclillas, ser
fotografiada y cacheada con brutalidad. Me llevaron a empujones por los
pasillos, mientras los guardias gritaban que yo había llegado con la flotilla
«para ayudar a Hamás», para que todos los presos escucharan. No me permitieron
llamar al cónsul o a los abogados de Adalah.
En la celda
había tres literas, todo estaba sucio, las literas estaban oxidadas y había
cucarachas e insectos que salían de dentro de las literas. Había una pequeña
ventana con barrotes que por fuera tenía una plancha metálica que impedía ver
la luz del día. Durante los cinco días que permanecí allí no vi la luz natural
ni se me permitió salir al patio. No recibí toalla, ni cepillo, ni pasta de
dientes hasta el cuarto día. Desde el día uno de octubre hasta que llegué a
España, llevé la misma ropa. No se me proporcionaron mudas limpias en ningún
momento. En la celda había dos mujeres israelíes: una estaba detenida por
vender marihuana y la otra por robar tarjetas de crédito y falsificar
pasaportes.
Miércoles 8 de
octubre
Ese día me
llamaron muy temprano por la mañana. Me dijeron que tenía juicio a las doce,
pero me sacaron de la celda alrededor de las seis y media. Me trasladaron en la
misma furgoneta con celdas al juzgado de Beer Sheva. Me metieron otra vez en el
calabozo, esta vez sola, hasta que me subieron al juicio.
Antes de subir
a la sala de juicio, uno de los policías se me acercó y me amenazó, diciéndome
que si hablaba con las cámaras lo pagaría caro. Yo no entendía a qué se
refería; no sabía de qué hablaba. Cuando entré en la sala no vi las cámaras.
Estaba confundida y asustada, buscando a alguien conocido. Solo reconocí al
cónsul, y fue entonces, en voz baja, cuando dije: «Me están amenazando de
muerte». Fue la frase que quedó registrada en el vídeo que después se difundió
por todas las televisiones del mundo.
Allí estaban,
por primera vez, mis abogados de Adalah, no los conocía, era la primera vez que
los veía, porque hasta ese momento no me habían permitido comunicarme con
ellos. Cuando reconocí que eran de Adalah, le tomé la mano a la abogada y le
conté, casi sin poder contenerme, todo lo que estaba viviendo: las amenazas de
muerte, el hombre que intimidaba a los abogados, la ausencia de traductora
oficial, el primer juicio sin garantías y la negativa a permitirme hablar con
ellos o con el cónsul.
Fue la primera
vez que tuve un juicio real, con representación legal y un mínimo de garantías.
También fue el primer momento en el que pude saber de qué se me acusaba
exactamente: según ellos, yo había provocado un altercado en el puerto de
Ashdod, me había mostrado agresiva y había creado una situación violenta.
También me acusaban de haber atacado a una guardia dentro de la celda y de
haberla mordido. Pedí a mis abogados que solicitaran las grabaciones de las
cámaras de seguridad, porque sabía que existían y demostrarían lo ocurrido. Ni
en el puerto de Ashdod se produjo ningún altercado, ni dentro de la celda
ocurrió lo que decían.
El juicio
terminó con la decisión de mantenerme detenida unos días más, hasta el viernes,
cuando se celebraría una nueva audiencia. El juez ordenó que se presentaran las
grabaciones de las cámaras. Mis abogados pidieron que me dejaran en libertad o,
al menos, que me trasladaran a la prisión donde estaban las demás mujeres de la
flotilla, pero no lo permitieron. Pasé muchas horas en los calabozos del
juzgado, hasta bien entrada la tarde.
Hacia las cinco
o seis de la tarde me llevaron de vuelta a la cárcel de Oaly Kidar.
Al llegar,
repitieron el mismo proceso de humillación. Antes de devolverme a la celda con
las otras dos mujeres, me mantuvieron durante varias horas en una jaula
metálica que estaba frente a las celdas de los hombres. La jaula era
estrechísima, no tendría más de setenta centímetros de profundidad y un metro y
medio de largo por dos metros de alto con un banco metálico roto. Me colocaron
allí, expuesta a la vista de todos los presos y de los guardias, que al pasar
se burlaban, me gritaban, me insultaban y algunos escupían. Algunos decían:
«¿Eres la otra Greta? ¿Vienes a ayudar a Hamás?».
Viernes 10 de
octubre
De madrugada,
hacia las dos de la mañana, vinieron a buscarme. Repitieron todo el protocolo:
desnudarme, registrarme, colocarme los grilletes en manos y pies, y me llevaron
en la misma furgoneta con celdas hasta la comisaría de Beer Sheva.
Allí me
interrogaron de nuevo, esta vez con un inspector distinto, y un traductor por
teléfono. El inspector me pidió que relatara otra vez lo sucedido. Cuando
terminé, me mostró un vídeo: era la grabación del incidente en la cárcel. Desde
el primer momento noté que el vídeo estaba cortado justo en las partes más
importantes. Las imágenes omitían la agresión, los golpes, los tirones de pelo,
las patadas. Tampoco se mostraba la llegada del pelotón antidisturbios. Todo lo
que probaba la agresión había sido eliminado. Solo se veía un círculo de
policías rodeándonos, se intuía que nosotras estábamos en el centro en el
suelo.
El inspector me
pidió que firmara la declaración, pero me negué porque estaba redactada en
hebreo. Poco después me llevaron de vuelta a Oaley Kidar No dormí en toda la
noche. A las seis y media de la mañana vinieron de nuevo a buscarme para
llevarme al juzgado de Beer Sheva, el juicio era a las doce. Antes de subir a
la sala, los policías volvieron a advertirme: «No hables a las cámaras.»
Cuando llegué,
estaban presentes mis abogados de Adalah y el cónsul. Me informaron que la
fiscalía proponía un acuerdo: si me declaraba culpable, quedaría libre de
inmediato y no tendría que volver a prisión. La condición era reconocer que
había mordido a una funcionaria y pagar una multa de 10.000 shekels. Les dije
que no aceptaba. Que no era verdad. Les conté que la noche anterior había visto
el vídeo en la comisaría y que no mostraba nada. Les pedí que exigieran que el
juez lo viera entero.
Finalmente,
tras largas negociaciones, se alcanzó un acuerdo: reconocer un supuesto
arañazo, pagar una multa de 4.000 shekels (unos 2.600 euros) y quedar en
libertad. Los últimos dos minutos de audiencia se me concedieron para que
pudiera relatar con mis propias palabras lo ocurrido durante el incidente,
también aproveche y expliqué las condiciones en las que nos mantenían en
Ketziot y Oaly Kidar: la falta de higiene, el agua contaminada, las
humillaciones, las agresiones y los constantes abusos, todo quedó recogido en
el acta judicial, dejando constancia oficial de lo que sucedió.
El juez declaró
que quedaba libre, sin ningún registro criminal, y que la multa correspondía
únicamente a los días de prisión, no a la presunta agresión. Se acordó que el
pago debía hacerse ese mismo día, ya que al siguiente era Sabbath.
La Global Sumud Flotilla pagó la multa el mismo viernes.
Con el tiempo
he comprendido que aquel juicio no fue realmente por una agresión —porque nunca
pudieron demostrarla—, sino por una necesidad política. Desde el
primer momento, cuando Ben Gvir anunció que nos tratarían como
terroristas, ya estaba decidida la narrativa: necesitaban un ejemplo, una pieza
que mostrar a su electorado para justificar la represión y reforzar su discurso
de fuerza.
Mi detención y
mi proceso judicial fueron parte de esa escenografía. Ser española también
pesó: España fue de los primeros gobiernos de occidente en reconocer
oficialmente al Estado palestino y en impulsar sanciones contra el gobierno
israelí. Convertirme en un caso visible servía, en parte, para enviar un
mensaje político de castigo y advertencia.
Tras el juicio
me devolvieron a Oaly Kidar. Allí me volvieron a meter en la jaula del pasillo,
enfrente de las celdas de los hombres. Cada vez que pasaba un guardia me
insultaba y denigraba. Ya entrada la noche, me llevaron a una furgoneta
policial y me metieron en una jaula pequeña entre el conductor y la parte
trasera. Detrás iban cuatro policías jóvenes (dos mujeres y dos hombres).
Pusieron la música a tope. Yo me encontraba mal. Tras dos horas y media
llegamos a Tel Aviv, cerca del aeropuerto, a un edificio de inmigración. Casi
no me tenía en pie, llevaba puestos los grilletes estilo Guantánamo durante
todo el día y no había bebido ni una gota de agua en 24 horas. Subimos a una
oficina y un señor, que dijo ser el jefe de inmigración, no me dejó llamar ni
al abogado ni al cónsul. Me preguntó qué llevábamos en los barcos; contesté que
medicinas, comida y comida para bebés. Él dijo que no era verdad. Me acusó de
ser de Hamás y amenazó con dejarme hasta dos meses en la cárcel por «entrada
ilegal».Me llevaron a otra cárcel. Se reían de mí, me gritaban, me hicieron
desnudarme, me cachearon otra vez, me tiraron del pelo y me pellizcaron.
Finalmente me vio un enfermero: la tensión estaba altísima (150 la baja y 197
la alta). Me llevaron a una celda, allí estaban seis mujeres de la segunda
flotilla. Sabían que quedaba una española de la flotilla anterior y estaban
dispuestas a quedarse hasta que me soltaran.
Sábado día 11
Ese sábado lo
pasamos entero dentro de la celda. No nos dejaron salir ni un momento al patio.
Yo seguía en huelga de hambre, muy debilitada y con la tensión alta. Las
compañeras empezaron a llamar a la puerta para pedir salir; aparecieron varios
guardias, como un pelotón, entraron gritando y empujaron a una de mis
compañeras. Pusieron bridas a todas (manos a la espalda) con muchísima fuerza.
A mí no me las pusieron porque me vieron tirada en el suelo, casi sin energía.
Estuvieron horas con las bridas. Yo me levanté como pude y les masajeaba las
muñecas para aliviar la presión. Toqué la puerta varias veces pidiendo ayuda
porque una se desvanecía, no hicieron ni caso.
Domingo día 12
Por la mañana
nos despertaron: nos íbamos. Nos devolvieron los pasaportes, nos metieron en
autobuses y nos llevaron a la frontera con Jordania. Cambiamos de autobús:
¡¡por fin libres y fuera de Israhell!! El trayecto duró unos 20 minutos. Nos
llevaron a un edificio cerca de la frontera, donde ya estaban cónsules y representantes
de distintos países.
La cónsul
española junto a tres funcionarios estaba allí. Nos trataron con mucha
humanidad y cariño. Éramos cuatro de la segunda flotilla, y yo. Me vio un
enfermero: tensión muy alta y azúcar muy bajo. Nos llevaron a comer y descansar
y nos dejaron sus teléfonos para que pudiéramos llamar a nuestros familiares.
Más tarde nos trasladaron a Ammán, por la noche tomamos el vuelo de regreso a
España. El lunes día 13 de octubre aterrizamos en Madrid.
Este relato no
es solo un relato de lo vivido, sino también un agradecimiento profundo a la
Global Sumud Flotilla por haber hecho posible una acción que recordó al mundo
que la solidaridad internacional es un acto de resistencia y que la libertad de
Palestina es una causa de toda la humanidad. Haber formado parte de la Global
Sumud Flotilla ha sido un honor y una experiencia que me acompañará siempre.
Me siento
profundamente agradecida por haber compartido este viaje con tantas compañeras
y compañeros comprometidos con la justicia y la dignidad del pueblo palestino.
También con los
miles, quizá millones de personas en todo el mundo que se movilizaron tras
nuestra detención: familiares, amistades, colectivos y voces anónimas que
pusieron presión, exigieron nuestra liberación y no dejaron que el silencio nos
cubriera. Agradezco igualmente a las compañeras y compañeros de la flotilla,
que tras regresar siguieron presionando para que me liberaran y me esperaron
para regresar juntas a casa. En todas ellas y ellos reconozco la fuerza de la
solidaridad que atraviesa fronteras y mantiene viva la esperanza de una
Palestina Libre.
Palma de
Mallorca 25 de octubre de 2025
Fuente: EspaiMARX

No hay comentarios:
Publicar un comentario