Los recientes ataques
aéreos estadounidenses en el Caribe y las amenazas militares contra Venezuela
son la continuación de décadas (o incluso siglos) de política estadounidense en
la región, no una desviación de la misma. La doctrina Monroe sigue vigente.
De Bagdad a Caracas
El Viejo Topo
27 octubre, 2025
DE BAGDAD A
CARACAS: UN MANUAL DE WASHINGTON SOBRE SANCIONES Y GUERRA
Durante las
últimas semanas, Washington ha intensificado
sus amenazas y hostilidades contra Venezuela, y el presidente
de los Estados Unidos, Donald Trump, ha confirmado abiertamente que ha
autorizado a la CIA a llevar a cabo acciones encubiertas contra el país. Estas
acciones son preocupantes y representan una grave intensificación de la campaña
bélica contra el país caribeño, además de confirmar lo que muchos
llevan años diciendo: que los Estados Unidos está muy interesado en lo que
ocurre en Venezuela y no temen utilizar todos los medios a su alcance para
imponer sus intereses.
“¿Alguien puede
creer realmente que la CIA no ha estado operando en Venezuela durante 60
años?”, preguntó el
presidente venezolano Nicolás Maduro, después de que Trump anunciara la
autorización de la actividad de la CIA en su país.
La respuesta,
cuando se analiza a través del registro histórico de dos siglos, confirma un
patrón de interferencia continua destinado a afirmar el dominio de los Estados
Unidos sobre todo el hemisferio. Las crecientes amenazas de guerra que emanan
de la administración Trump contra Caracas no representan una nueva política,
sino la culminación de un proyecto de cambio de régimen de larga data, que
guarda profundas y preocupantes similitudes con la campaña bélica contra Irak
de la administración Bush.
Washington
siempre ha visto a América Latina y el Caribe a través del prisma de la
Doctrina Monroe, reservando unilateralmente la región para el dominio
geopolítico estadounidense. Los últimos doscientos años confirman un patrón de
intervención agresiva y repetida. Entre los ejemplos recientes más notorios, en
los que la participación de los Estados Unidos abarcó el apoyo político, las
operaciones de inteligencia y la intervención militar directa, se encuentran el
golpe de Estado de 1954 contra Jacobo Arbenz en Guatemala, la invasión de la
República Dominicana en 1965 que frustró el regreso de un Gobierno progresista
liderado por Juan Bosch, el golpe de Estado de 1973 que desmanteló el proyecto
socialista de Salvador Allende en Chile, el complot de 1983 para derrocar al
Gobierno de Maurice Bishop y la invasión de Granada, y los repetidos derrocamientos
del presidente haitiano Jean-Bertrand Aristide en 1991 y 2004. El golpe de
Estado de 2009 en Honduras contra el gobierno de Mel Zelaya
continuó esta tradición.
Sin embargo,
Venezuela se ha convertido en el objetivo definitivo, enfrentándose a más
intentos de cambio de régimen respaldados por los Estados Unidos que cualquier
otro país latinoamericano en el último cuarto de siglo. La obsesión por
recuperar el control del país comenzó poco después de la elección de Hugo
Chávez en 1998, una victoria que supuso un cambio radical con respecto a las
políticas neoliberales patrocinadas por los Estados Unidos y el comienzo de un
período de grandes transformaciones, desde la reducción de la pobreza hasta la
integración regional, liderado por una ola de Gobiernos de izquierda en América
Latina. Washington apoyó activamente numerosos esfuerzos para derrocar a
Chávez, en particular un golpe
militar en 2002 que fue derrotado por un levantamiento popular
y el paralizante bloqueo petrolero de 2002-2003 destinado a cerrar la fuente de
ingresos más importante del país.
Tanto bajo el
mandato de George W. Bush como bajo el de Barack Obama, se destinaron millones
de dólares para impulsar a los grupos de derecha de Venezuela, a menudo
carentes de base social, a una confrontación directa con el Gobierno venezolano
mediante tácticas que iban desde complots de asesinato hasta acciones
terroristas. Esta fuente de financiación apoyó a grupos y líderes que, aunque
se presentaban como oposición democrática u organizaciones no gubernamentales,
han defendido constantemente la destitución violenta del Gobierno
democráticamente elegido del país. Una notable beneficiaria de los fondos
estadounidenses, María Corina Machado, la líder de extrema derecha que recientemente
recibió el Premio Nobel de la Paz, construyó su carrera política
sobre décadas de defensa de la intervención extranjera de los Estados Unidos e
Israel.
El patrón de
apoyo al cambio de régimen continuó tras la sospechosa muerte de Chávez en
2013, lo que llevó a muchos a preguntarse si se trataba de un complot de la
CIA. Tras la elección de Nicolás Maduro, la administración Obama respaldó una
violenta ola de protestas en 2014, denominada guarimbas, caracterizada por
linchamientos racistas de simpatizantes negros del Gobierno por parte de turbas
de extrema derecha. Maduro se enfrentó a otro período prolongado de protestas
violentas respaldadas por los Estados Unidos en 2017. Orlando Figuera, un
afrovenezolano de 21 años, fue atacado y
quemado vivo en Caracas por activistas de la oposición en mayo de 2017.
Se intensificó
el asedio económico
En 2015, el
presidente Obama intensificó la presión retórica y económica al declarar a
Venezuela una “amenaza extraordinaria e inusual para la seguridad nacional de
los Estados Unidos”. Esta acusación fue ampliamente reconocida como carente de
base factual y fue rechazada inicialmente incluso por algunos líderes de la
oposición venezolana. Sin embargo, la declaración proporcionó el pretexto legal
para la imposición de sanciones, que iniciaron el colapso de la industria
petrolera y devastaron la economía venezolana.
En el primer
año del mandato de Trump, los Estados Unidos impuso sanciones aún más duras,
dirigidas directamente al sector petrolero venezolano. Antes de las sanciones
de 2017, la disminución media mensual de la producción petrolera era de aproximadamente
el 1%. Tras la orden
ejecutiva de agosto de 2017 para bloquear el acceso de
Venezuela a los mercados financieros estadounidenses, la tasa de descenso se
disparó, cayendo a más del triple de la tasa anterior. Las sanciones de agosto
de 2019 crearon el marco “legal” para confiscar miles de millones en activos
extranjeros de Venezuela y, al apuntar específicamente a la empresa petrolera
estatal PDVSA y prohibir las exportaciones al mercado estadounidense, que
anteriormente absorbía más de un tercio del petróleo de Venezuela, provocaron
un impacto catastrófico.
La Oficina en
Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) documentó que estas sanciones
provocaron que el Estado venezolano perdiera entre 17.000 y 31.000 millones de
dólares en ingresos petroleros potenciales. Esta pérdida de divisas fuertes
redujo directamente la capacidad del Estado para importar alimentos, medicinas
y bienes esenciales, lo que aumentó las tasas de mortalidad y creó una
verdadera crisis humanitaria. La intensificación de las sanciones
estadounidenses, en particular las que comenzaron en 2017, contribuyeron a que
Venezuela experimentara la mayor contracción económica de la historia de
América Latina, con una reducción
estimada del 74,3% de su producto interno bruto entre 2014 y
2021.
El manual de
Irak, actualizado: las sanciones como guerra económica
La primera
administración Trump aplicó una política de “máxima presión” para derrocar a
Maduro, formalizando el objetivo de un cambio de régimen con una agresividad
sin precedentes. Además de la aplicación de sanciones petroleras punitivas, también
condujo al ridículo respaldo de la
autoproclamación de Juan Guaidó como presidente en enero de
2019. Esto también condujo al despliegue de buques de guerra estadounidenses y
a la designación del Gobierno de Maduro como entidad “narcoterrorista”,
haciéndose eco de los pretextos para la invasión de Irak en 2003. Esto culminó
con la posterior financiación de la Operación
Gideon, una ineficaz invasión marítima por parte de mercenarios
respaldados por los Estados Unidos en mayo de 2020, que ahora se recuerda como
la “bahía de los lechones”.
Las similitudes
retóricas entre las dos campañas son sorprendentes. En 2003, la administración
Bush justificó la guerra basándose en afirmaciones falsas sobre la posesión por
parte de Saddam Hussein de “armas de destrucción masiva” (ADM) y sus supuestos
vínculos con el terrorismo. De manera similar, la administración Trump ha
tratado de justificar la acción militar y encubierta en Venezuela invocando la
narrativa del “narcoterrorismo”. Ambos fueron intentos de
transformar un conflicto político en una amenaza de seguridad preventiva que
requería una respuesta militar.
Sin embargo, la
similitud más profunda radica en la estrategia de estrangulamiento económico
utilizada contra ambas naciones. Desde 1990 hasta la invasión de 2003, se
impusieron sanciones multilaterales exhaustivas a Irak, que devastaron a su
población civil sin lograr derrocar a Saddam Hussein. Estas medidas impusieron
severas restricciones a las exportaciones de petróleo de Irak y controlaron
estrictamente la importación de mercancías. El efecto fue una catástrofe
humanitaria: según algunos estudios, las sanciones contribuyeron a la muerte de
cientos de miles de niños menores de cinco años debido a la desnutrición y a la
falta de agua potable y medicinas. El exsubsecretario de las Naciones Unidas,
Denis Halliday, que dimitió en señal de protesta, calificó las sanciones de
“genocidas”. La brutalidad de esta política quedó resumida de forma infame por
la entonces embajadora de los Estados Unidos ante la ONU, Madeleine Albright,
quien, cuando se le preguntó si la muerte de medio millón de niños iraquíes
“merecía la pena”, respondió: “Creemos que el precio vale la pena”.
Las sanciones a
Venezuela, en particular las impuestas en 2019 contra la industria petrolera,
replicaron esta estrategia de castigo colectivo con una severidad inicial aún
mayor. A diferencia de Irak, que finalmente recibió cierto alivio a través del
Programa “Petróleo por Alimentos” administrado por la ONU (a pesar de los
esfuerzos de los Estados Unidos y Reino Unido por bloquear los suministros
humanitarios vitales bajo el pretexto del “doble uso”), el Gobierno venezolano
se vio inmediatamente privado de su principal fuente de divisas. El Centro de
Investigación Económica y Política (CEPR) argumentó que el carácter radical de
las sanciones de 2019 creó un embargo comercial casi total que posiblemente fue
“más draconiano” que las sanciones impuestas a Irak antes de la guerra,
señalando la ausencia de cualquier mecanismo humanitario comparable para
mitigar la pérdida de miles de millones en ingresos petroleros.
La hegemonía y
el desafío ideológico
El interés de
los Estados Unidos en Venezuela va más allá de simplemente tomar el control de
las mayores reservas de petróleo del mundo. El objetivo principal es ideológico
y político: derrocar a un
Gobierno independiente en Venezuela que ha sido tanto una
fuente de apoyo para otros gobiernos progresistas como un obstáculo para los
planes de los Estados Unidos de imponer gobiernos de extrema derecha en la
región. El Gobierno de Venezuela representa un nodo de resistencia, y su
derrocamiento reafirmaría el dominio de la política exterior estadounidense en
la región, enviando un mensaje claro a otras naciones que están considerando
trazar un rumbo político y económico independiente. Por lo tanto, la amenaza de
intervención no solo tiene que ver con la economía, sino con la defensa de la
integridad ideológica de la Doctrina Monroe en el siglo XXI.
La última ronda
de escalada de hostilidad hacia Venezuela bajo el mandato de Trump representa
una fase aguda y peligrosa, marcada por recientes ataques extrajudiciales en el
Caribe y amenazas explícitas de ataques terrestres. Hasta ahora, al menos 32
personas han muerto en al menos siete ataques de este tipo desde principios de
septiembre. Se ha confirmado que algunas de las víctimas eran ciudadanos de
Colombia y Trinidad y Tobago. La administración ha acusado a las víctimas de
ser “narcoterroristas” sin aportar pruebas concretas, mientras que sus familias
afirman que los fallecidos eran pescadores.
La campaña
contra Venezuela es, fundamentalmente, la continuación de un esfuerzo de dos
siglos por mantener el control imperial sobre la región. La loca e implacable
campaña de Trump para derrocar a Nicolás Maduro, como parte de una compulsión
histórica por afirmar su dominio, no solo mediante sanciones y apoyo a los
disturbios internos, sino ahora también mediante ejecuciones extrajudiciales en
el mar y amenazas de operaciones terrestres, ha llevado a la región al borde de
un conflicto masivo. Una guerra de este tipo no solo sería un desastre que
requeriría un vasto despliegue de tropas, sino que casi con toda seguridad
desestabilizaría toda América Latina y se extendería mucho más allá de las
fronteras de Venezuela. Sin embargo, la mayoría de los estadounidenses se han
mostrado en contra del uso de la fuerza militar para invadir Venezuela y se ha
presentado una resolución
bipartidista por parte del senador de California Adam Schiff y
el senador de Kentucky Rand Paul para impedir que Trump utilice la fuerza
contra Venezuela. Sin embargo, el control definitivo de esta peligrosa aventura
puede recaer aún en la ciudadanía estadounidense, que debe exigir transparencia
y el fin inmediato de la marcha hacia otra guerra desastrosa.
Fuente: Globetrotter y Peoples Dispatch
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