Rebelion
23/09/2025
Fuentes: Acción
Cooperativa - Imagen: Sur global. El bloque cobra mayor protagonismo en el
nuevo sistema internacional multipolar.
A punto de
cumplirse ocho meses de la juramentación de Donald Trump como presidente de los
Estados Unidos el balance de su gestión es deficitario. Sus bravuconadas de
campaña y en la noche misma en la que asumió la primera magistratura se
desvanecieron con el paso del tiempo. Sus disparates, desde la pretensión de
anexar a Canadá como estado número 51 de la Unión Americana hasta la compra
coercitiva de Groenlandia se convirtieron en divertidos memes para consumo del
gran público pero, además, indispusieron a Washington con dos países de
excepcional importancia en el tablero geopolítico estadounidense. Canadá y
Estados Unidos comparten la frontera más larga del mundo: 8.991 kilómetros y,
además, es la más segura cuando se la compara con la más corta pero mucho más
turbulenta frontera de 3.150 kilómetros que separa a este país de México.
Podríamos agregar, siguiendo un notable texto del dominicano Juan Bosch, al
Caribe como la tercera frontera imperial, cuna de múltiples desafíos y
conflictos desde hace más de un siglo.
Gracias a la
incontinencia verbal de Trump, las actitudes amigables que los canadienses
tenían en relación con su vecino cambiaron radicalmente. Una reciente encuesta
del prestigioso Pew Research Center halló que ahora el 59% de los encuestados
consideraban a Estados Unidos como la mayor amenaza a su país contra el 17% que
señalaba a China y el 11% a Rusia, lo que configura un giro de ciento ochenta
grados en el clima de opinión imperante por décadas en Canadá. Otro tanto puede
decirse con relación a la airada respuesta del Gobierno de Dinamarca, por
décadas uno de los más estrechos aliados de Washington en la Unión Europea y la
OTAN, y el firme rechazo de las autoridades de Groenlandia, un territorio
autónomo pero perteneciente al reino de Dinamarca, cuyo gobernante también
criticó acerbamente el comentario del mandatario estadounidense.
No corrió mejor
suerte la fanfarronada de Trump de poner fin a la guerra de Ucrania en 24 horas
o de retomar el control del Canal de Panamá en cuestión de días. En este caso
se anotó una pequeña victoria al lograr que el sumiso presidente de ese país,
José Raúl Mulino, autorizara el retorno de una módica fuerza militar
estadounidense a tres cuarteles preexistentes en el territorio panameño, pero
el asunto está lejos de haber sorteado los problemas legales que entraña tal
autorización y que podrían llegar a anularla. Esta parcial capitulación ante la
prepotencia estadounidense tuvo como contrapartida una brutal campaña para
destruir al SUNTRAC, el principal –y más combativo– sindicato de Panamá que
nuclea a trabajadores de la construcción e industrias afines, interviniendo las
cuentas bancarias de la organización, persiguiendo a sus dirigentes y
reprimiendo las protestas callejeras que se suceden casi a diario.
La «desoccidentalización»
Estas actitudes e iniciativas de Trump hablan con elocuencia de la
desesperación de la clase dominante estadounidense por restaurar
la perdida supremacía internacional que gozaran durante más de medio siglo
a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Tanto republicanos
como demócratas se resisten a admitir que el sistema internacional cambió y que
lo hizo de modo radical e irreversible. Las placas tectónicas que sostenían la
antigua estructura de poder mundial se movieron en una dirección contraria a
Occidente, y por ende a su líder, Estados Unidos. De ahí la importancia que ha
venido adquiriendo la expresión «desoccidentalización» a la hora de
caracterizar los cambiantes procesos internacionales en curso. En el último
cuarto de siglo las llamadas «economías emergentes» han logrado éxitos
extraordinarios: China, India, Vietnam, Indonesia, Turquía, Tailandia y
Paquistán se unen a Japón y Corea del Sur para constituir en el Pacífico un
nuevo centro de gravedad de la economía mundial, al cual hay que sumar la
renacida Rusia de Vladímir Putin. De hecho, el PIB combinado de los cinco
países que constituyen el núcleo original de los BRICS –Brasil, Rusia, India,
China y Sudáfrica– ya es más grande que el del otrora dominante G7 que agrupa a
Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y Japón.
Un sur global
empoderado económica pero también política y diplomáticamente, y dueño de un
formidable poderío militar, se erige como un obstáculo insalvable a las
ambiciones restauradoras del imperio americano. En otras palabras: el
multipolarismo llegó para quedarse. Esta frustración ha alimentado la
bravuconería del ocupante de la Casa Blanca, un multimillonario caprichoso y
acostumbrado a salirse con la suya a cualquier precio. Este rasgo, poco
aconsejable para el sutil manejo de las relaciones internacionales, se ve
agravado por la generalizada percepción existente dentro de Estados Unidos
acerca de la baja calidad del equipo de secretarios, asesores y consultores del
presidente, seleccionados más por su lealtad para con el líder que por su
competencia en los asuntos de su incumbencia. Un historiador de los gabinetes
presidenciales de Estados Unidos, Steve Corbin, comentó hace unos pocos días
que el de Trump 2.0 es el segundo peor
gabinete de la historia de Estados Unidos. En los primeros 220 días
de la administración tuvo una rotación en 13 puestos clave de su gabinete, en
medio de un verdadero caos decisional: incertidumbre en las prioridades y las
opciones, un comportamiento errático y autoritario del presidente, súbitos
cambios de rumbo (por ejemplo, en el tema de los aranceles) y un número
récord de 192 órdenes ejecutivas, 47 memorandos y 79 proclamaciones presentadas
por el magnate neoyorquino desde que juró como presidente. Bajo estas
condiciones, a las que se suman los graves enfrentamientos internos entre
algunas de las figuras de más peso en el entorno presidencial (el caso de Elon
Musk dista de ser el único) se torna imposible la elaboración de una política
exterior que permita la adopción de una estrategia adecuada para enfrentar los
desafíos que plantea el nuevo sistema internacional multipolar. El peligro que
entraña esta situación es la tentación de resolverla apelando a la vía militar,
sobre todo en lo que los estrategas estadounidenses denominan el «hemisferio
occidental», es decir, Latinoamérica y el Caribe. El despliegue militar de la
Marina de Guerra de Estados Unidos en el Caribe y la declarada intención de
atacar a Venezuela es una de las probables, y desgraciadas, consecuencias de
este lento pero inexorable ocaso del viejo orden unipolar y las ilusiones de
que este siglo sería «el siglo americano» en el cual Washington dominaría sin
contrapesos después de la implosión de la URSS.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante
una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para
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