Argentina: el espejismo de la
estabilidad
Rebelion
22/09/2025
Fuentes: El
tábano economista
Deuda y vaciamiento de la democracia argentina en la era del FMI (El Tábano
Economista)
La economía
argentina contemporánea se asemeja a una meticulosa puesta en escena teatral,
donde el decorado de una supuesta normalización macroeconómica intenta ocultar
los cimientos podridos sobre los que se erige. El Gobierno nacional, en un
estado de extrema fragilidad política tras el veredicto contundente de las
urnas en la provincia de Buenos Aires, se aferra a un relato de éxito que la
realidad material se encarga de desmentir a diario.
A medida que el
modelo exhibe sus grietas, un nerviosismo particular comienza a recorrer los
pasillos de las corporaciones y los directorios de las grandes empresas. Se
trata de un malestar paradójico. Por un lado, los sectores concentrados de la
economía –especialmente el sector financiero, el agroexportador y las grandes
empresas de energía– registran utilidades extraordinarias. Sus negocios, en el
corto plazo, son excelentes. Sin embargo, esta misma elite detecta con pánico
la falta de un marco político estable que garantice la continuidad de
este rumbo más allá de la coyuntura inmediata y, como resulta crucial, más allá
de la figura misma del presidente Javier Milei.
La idea de
garantizar la continuidad del rumbo económico aún a costa de la caída del
Gobierno que lo impulsa no es nueva en la historia argentina; es, de hecho,
un leitmotiv de nuestra dependencia. El establishment económico
ha demostrado históricamente una flexibilidad admirable en cuanto a las formas
políticas, siempre y cuando el contenido económico se mantenga incólume. La última
dictadura cívico-militar, el menemismo, el macrismo e incluso el albertismo han
sido, en distintos grados, alternativas admisibles para las elites. Lo que
estas experiencias tienen en común es que, en su momento, fueron funcionales a
la imposición de un orden macroeconómico específico, basado en la primacía
financiera, y la subordinación al capital global.
La gran
innovación –o victoria– del establishment en el ciclo actual ha sido la
internalización, por parte de una porción significativa de la clase política
tradicional y de amplios sectores sociales, de ciertos dogmas como si fueran
verdades técnicas incuestionables, despojándolos de su profundo contenido
político y social. El equilibrio fiscal a cualquier costo es
el emblema de este éxito.
Lo que en
cualquier manual serio de economía es un instrumento de política coyuntural –y
potencialmente recesivo– se ha convertido en un fetiche, en un sinónimo de
«buena gestión» per se, divorciado por completo de sus efectos sobre el nivel
de actividad, el empleo y el bienestar social. Esta aceptación acrítica del
ajuste como única ortodoxia posible es el cordón umbilical que permite imaginar
una transición «ordenada»: se puede cambiar a los actores en el escenario,
siempre y cuando no alteren el guion escrito por los acreedores
internacionales.
En este
contexto, el análisis del Instituto de
Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) resulta luminoso al
señalar que la proscripción judicial de Cristina Fernández de Kirchner
trasciende por completo una mera pulseada política o un caso aislado de lawfare.
Representa la necesidad estructural de disciplinar judicialmente a todo el
sistema político tradicional. Cuando un modelo económico es incapaz de generar
consenso social, de construir legitimidad a través de resultados que beneficien
a las mayorías, y se sostiene únicamente en base a una frágil coalición de
intereses concentrados y represión del descontento, el mecanismo de la
competencia electoral se vuelve un riesgo inmanejable.
La democracia,
en su sentido sustantivo de soberanía popular para decidir el rumbo económico,
es un estorbo. Por lo tanto, es imperioso deslegitimar, judicializar y, de ser
posible, proscribir a cualquier fuerza opositora que, incluso de manera tibia,
represente una amenaza a la «hoja de ruta». No se persigue a Cristina Fernández
por sus supuestos delitos, sino por lo que representa. El
disciplinamiento se convierte así en la condición sine qua non para
la continuidad del programa de ajuste, una garantía de que, gane quien gane las
elecciones, las políticas centrales no variarán.
Como lo expone
con agudeza el doctor en ciencias sociales Alejandro Horowicz, esto explica la
paradoja de una «transición controlada». La oposición política, en su conjunto,
carece no solo de un modelo alternativo coherente, sino incluso de un conjunto
mínimo de medidas de política económica que se desmarquen del dogma imperante.
Su crítica es a menudo vacía, se centra en los «modales» y la «forma» del
Gobierno de Milei, pero no en el fondo de su programa. ¿El resultado? Una
lógica perversa pero impecable: cuando nadie en el arco opositor tiene una
alternativa real, todos, en esencia, terminan suscribiendo el mismo
programa, el dictado por el Fondo Monetario Internacional. La política
se reduce a una mera gestión de la austeridad con distintos estilos.
Dependiendo de
la velocidad a la que se degrade el modelo –una variable que hoy parece
acelerarse–, las elites ya están preparando sus planes B. Estas alternativas no
representan una ruptura, sino una «recarga» del mismo programa, pero con una
cara más presentable y modales menos agresivos. La economía, en este esquema,
deja de ser una ciencia para transformarse en el arte de las apariencias.
Por lo tanto,
se puede activar un «reset» del Gobierno. Se puede forzar una salida
anticipada a través de una asamblea legislativa o de una compleja coalición de
gobernadores. Pero las alternativas admisibles dentro de este juego son únicamente
aquellas que no alteren un ápice el orden macroeconómico impuesto.
Para
desentrañar la perversidad de este consenso social en torno al equilibrio
fiscal en un país con el 50% de su población en la pobreza, es necesario
realizar un desvío por la teoría económica clásica, específicamente por la obra
de John Maynard Keynes. En 1919, Keynes escribió «Las consecuencias
económicas de la paz» movido por la indignación. Había participado como
representante del Tesoro británico en las negociaciones del Tratado de
Versalles y renunció ante la imposibilidad de hacer entrar en razón a los
vencedores de la Primera Guerra Mundial, que impusieron a Alemania reparaciones
de una magnitud astronómica y mecánicamente imposibles de pagar. La vigencia de
su análisis para la Argentina de hoy no es una mera analogía; es un espejo casi
perfecto.
Keynes desnudó
la lógica simple pero mortal de una deuda denominada en moneda extranjera y el
problema de la transferencia interna. Un país que le debe a otro –o al FMI– en
dólares, no puede pagarle imprimiendo pesos. Necesita conseguir dólares.
Solo hay tres formas realistas de hacerlo:
1. Exportar más de lo que se importa: generar
un superávit comercial vendiendo bienes, servicios o recursos naturales al
mundo.
2. Endeudarse más: pedir prestados nuevos dólares
para pagar los viejos dólares que se deben, una espiral piramidal que solo
posterga y agrava el problema.
3. Vender el patrimonio: enajenar
los activos nacionales –empresas públicas, recursos naturales, tierras– a
compradores extranjeros que paguen en divisas (el programa máximo de las
privatizaciones).
El núcleo de su
argumento, y lo que es absolutamente central para Argentina, es el problema de
la «transferencia», un proceso de doble conversión que implica dos
fases críticas y terriblemente dolorosas:
Fase 1: la transferencia interna (o El superávit fiscal macabro)
Antes de poder
comprar dólares, el Estado debe reunir una enorme cantidad de su moneda local
(pesos). Para juntar esos pesos, no tiene más remedio que:
– Aumentar impuestos y/o reducir el gasto
público de manera brutal. Esto es la austeridad. En el
caso argentino, la narrativa de la «presión tributaria alta» –promovida por las
elites– ha servido para descartar casi por completo la vía de aumentar impuestos
a los sectores de mayor capacidad contributiva (renta financiera, grandes
fortunas, exportadores). Por lo tanto, el ajuste recae de manera abrumadora en
la segunda variable: el recorte del gasto.
Este esfuerzo
fiscal contractivo es el que crea el superávit primario: el
Gobierno, en pesos, recauda más de lo que gasta internamente. Pero este
superávit no es un signo de salud; es el síntoma de una hemorragia interna. Es
un «ahorro forzado» extraído de las entrañas de la economía doméstica. Para
lograrlo, el Gobierno:
– Elimina subsidios al transporte, la energía y
los servicios públicos. La nafta, el gas y la luz se vuelven artículos de lujo,
encareciendo toda la cadena de producción y el costo de vida.
– Recorta brutalmente los presupuestos de salud,
educación, ciencia y tecnología. Los hospitales públicos se quedan sin insumos,
las escuelas se caen a pedazos, los investigadores emigran.
– Congela pensiones y salarios de
estatales, que se desploman en términos reales frente a una inflación
galopante, profundizando la recesión al eliminar el poder de compra de la
población.
Fase 2: la transferencia externa (La conversión final)
Una vez que el
Estado ha logrado su «victoria» macabra –ha juntado miles de millones de pesos
empobreciendo a su población–, debe convertir esos pesos en dólares. Aquí surge
otro problema keynesiano: esa conversión masiva puede deprimir aún más el valor
de la moneda local, si las elites exportan y necesitan un tipo de cambio
devaluado, generando más inflación y haciendo, paradójicamente, que cada vez se
necesiten más pesos para comprar la misma cantidad de dólares. Finalmente, con
los dólares comprados gracias a un sistema extraccionista de exportaciones
privadas, el Gobierno realiza el pago puntual a sus acreedores internacionales.
El FMI, los
mercados financieros y los editorialistas del establishment felicitan al
Gobierno por su «disciplina fiscal» y su «compromiso con los compromisos». Es
la consagración de la apariencia. Keynes argumentaría, hoy como ayer, que este
esfuerzo no solo es moralmente obsceno en un país con índices de pobreza
récord, sino que es económicamente insostenible. Una población empobrecida y
una economía devastada no pueden generar la riqueza real necesaria para pagar
la deuda en el futuro. El superávit se logra no porque la economía sea más
eficiente y pujante, sino porque se ha empobrecido a su gente hasta el hueso.
El experimento
económico en curso en la Argentina va mucho más allá de un simple plan de
ajuste. Es parte de una ofensiva estratégica de mayor alcance cuyo objetivo
final es el vaciamiento definitivo de la democracia. En este nuevo
régimen, la soberanía popular queda confinada a elegir cada cuatro años entre
gestiones tecnocráticas que varían en su estilo, pero no en su sustancia, todas
ellas comprometidas con la misma hoja de ruta predefinida por los acreedores y
los grupos de poder económico. Las elecciones se convierten en meros mecanismos
de validación residual de una arquitectura de poder que se decide en otra
parte.
Lo más
llamativo, y quizás lo más trágico, es el grado en el que este relato ha sido
internalizado. La obsesión por el equilibrio fiscal como un fin en sí mismo,
desconectado de cualquier consideración sobre el desarrollo, el empleo o la
justicia social, es el triunfo supremo de la apariencia sobre la sustancia. Es
la victoria de una elite que ha logrado que se naturalice como sentido común
que el bienestar de los mercados de deuda es infinitamente más importante que
el bienestar de la mitad de la población que está bajo la línea de pobreza.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/09/21/argentina-el-espejismo-de-la-estabilidad/
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