¿Ha renunciado la
izquierda –lo que queda de ella– a su historia, su tradición, su cultura? Pues
en buena parte sí. También en lo que hace a cuestiones relacionadas con la
inmigración, tema del que se ha apropiado casi en exclusiva la extrema derecha.
Inmigración
José Manuel Rambla
El Viejo Topo
31 julio, 2025
LA MIGRACIÓN Y LA BÚSQUEDA DEL “NOSOTROS” PERDIDO
José-Carlos
Mainer, al estudiar la cultura española durante la
transición, se imaginó con ironía a un historiador ingenuo del siglo XXII
preguntándose si en la España de 1985 existían obreros,
campesinos o clase media baja. Y es que, observando la producción cultural de
la época, tan influenciada por el hedonismo posmoderno, ese investigador del
futuro seguramente llegaría a la conclusión de que aquel país estaba poblado
exclusivamente por “Hamlets pasivos y perplejos, obsesionados por el
sexo y la inestabilidad afectiva, analizando eternamente sentimientos equívocos
y sintiéndose ahítos de casi todo lo que le rodea”.
En efecto,
mientras el país vivía inmerso durante los años 70, 80 y 90 en uno de
los momentos de mayor conflicto social, con millones de obreros en huelga
por reivindicaciones laborales, “reconversiones” industriales y huelgas
generales, las clases trabajadoras desaparecían del imaginario de
las novelas y películas españolas. En ellas, como mucho, había cabida para
drogadictos y navajeros, los sectores más lumpen de las capas
populares que venían a reconfortar al lector o al espectador de cine en su
condición de “clase media”.
Si la última película
obrerista de la transición fue Numax presenta… (1979), el
documental de Joaquín Jordá sobre la lucha de los trabajadores
de la empresa Numax, la llegada al gobierno del primer partido con
apellido “obrero” borrará la presencia de los trabajadores del
imaginario colectivo. Habrá que esperar casi veinte años para volver
encontrarnos en el cine con los derrotados proletarios de Los
lunes al sol (2002) de Fernando León de Aranoa. Eso
sí, solo podrán regresar desde la melancolía, como sombras del pasado, anulados
como sujetos activos de la dinámica social.
Esta invisibilización no
fue un proceso natural, regido por “neutrales” leyes socioeconómicas,
sino un proyecto político. Margaret Thatcher lo expuso con
total claridad en 1976 durante una reunión del Partido Conservador. Para
la Dama de Hierro el problema no era que la sociedad estuviera
dividida en clases. La auténtica amenaza, a su juicio, era que existiera
el “sentimiento de clase”. De clase trabajadora, claro.
La gran
derrotada de este borrado fue una izquierda que se queda sin historia,
sin tradiciones y sin cultura propia. Para contrarrestar el vacío, los
sectores progresistas han recurrido a un discurso identitario que desviaba el
conflicto de la lucha de clases a una guerra cultural donde la derecha, y
especialmente la extrema derecha, se mueven como pez en el agua. Un relato que,
a menudo, incluso asume una visión reaccionaria de la clase trabajadora,
a la que se concibe acríticamente como integrada por varones blancos,
machistas, homófobos y racistas; obreros con mono azul industrial en fase
de extinción y sociológicamente responsables del auge del posfascismo.
En realidad,
esa mirada ignora la pluralidad que históricamente marca a la
clase trabajadora desde su formación. Al mismo tiempo, politizaba ámbitos, como
el sexo o el género, que hasta entonces habían pertenecido a la
esfera privada de los individuos. Pero ese giro, sin duda necesario, se daba
paradójicamente al mismo tiempo que se despolitizaba la esfera económica,
reforzando así un capitalismo que se asumía como insuperable. Por ello,
mientras hoy se espera que los sindicatos respalden la diversidad sexual, el
movimiento LGTBQ+ no se siente interpelado, por ejemplo, por la
reducción de la jornada laboral. Los sindicalistas tienen que estar en
la movilización del 8 de Marzo o en la Marcha del
Orgullo, pero se asume con naturalidad que el activista gay o la feminista
se ausenten del 1 de Mayo.
Esa orfandad de
historia y cultura compartida, con sus tensiones y contradicciones incluidas,
nos permite comprender la tentación que una parte de esa izquierda siente por
el adanismo. Pero, sobre todo, explica la dificultad que
tiene hoy la izquierda para proyectar un nosotros, plural y
colectivo, que englobe las esperanzas y luchas compartidas. Una
carencia especialmente peligrosa, como hemos visto estos días de cacerías racistas y
ofensivas antiinmigración de la ultraderecha.
El migrante
tiene que dejar de presentarse como un pobre ser digno de conmiseración
cristiana por el sufrimiento vivido en una patera, para asumirlo como lo que
es: un trabajador más, como el resto de nosotros
Es
significativo que a la hora de abordar el fenómeno migratorio las voces
progresistas subrayen el enfoque humanitario y multicultural, obviando por
completo la única característica que fusiona, al de fuera y al de dentro, en un
nosotros común: la condición de trabajadores, con independencia de su
procedencia, creencias, color de piel o situación administrativa. Es
obvio que, a la vista de tragedias como las que se viven en el Mediterráneo,
hay circunstancias que siguen haciendo imprescindible exigir el total respeto a
los derechos humanos, sobre todo cuando vemos cómo día a día son más
cuestionados por los gobiernos y los acuerdos de la Unión Europea. Pero
mantener la imagen del migrante como víctima acaba
consolidando un racismo humanitario y paternalista que lo infantiliza, lo
convierte en dependiente perpetuo y lo mantiene en la otredad; un
imaginario que, aunque invertido, tiene más en común con el discurso ultra de
lo que parece.
Buena prueba de
ello son algunos de los argumentos esgrimidos contra las deportaciones
anunciadas por Vox. Especialmente esa réplica, aparentemente
incuestionable, utilizada por voces progresistas en las redes sociales: si se
deporta a 8 millones de migrantes, ¿quién trabajara en el campo, en
el servicio doméstico y en el cuidado de “nuestros” mayores? El argumento es
demoledor pues, en última instancia, justifica que, en pleno siglo XXI, haya
colectivos de trabajadores en España a los que se puede someter a abusos
insoportables. No importa que se explote a estos trabajadores, nos vienen a
decir, siempre que se haga, eso sí, sin discriminarlos ni perseguirlos
por su raza, creencia, género o inclinación sexual.
Por eso el
reto de la inmigración no es su integración (¿qué es integrarse?
¿comer jamón? ¿ir a misa el domingo? ¿hacerse fallero en Valencia?) sino su
inclusión en ese nosotros común. El migrante tiene que dejar
de presentarse como un pobre ser digno de conmiseración cristiana por el
sufrimiento vivido en una patera, para asumirlo como lo que es: un trabajador
más, como el resto de nosotros, y como tal, con los mismos derechos. Uno
más de los muchos y plurales compañeros que necesitamos en la lucha por unos
trabajos dignos, una educación y una sanidad pública de calidad, un
derecho de todos a la vivienda; el combate, en suma, por una sociedad más
libre, justa, democrática e igualitaria.
Pero para
ello, la izquierda debe creer firmemente en que ese nosotros existe. O
al menos es posible.
Fuente: InfoLibre
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