viernes, 1 de agosto de 2025

Inmigración

 

¿Ha renunciado la izquierda –lo que queda de ella– a su historia, su tradición, su cultura? Pues en buena parte sí. También en lo que hace a cuestiones relacionadas con la inmigración, tema del que se ha apropiado casi en exclusiva la extrema derecha.


Inmigración


José Manuel Rambla 

El Viejo Topo

31 julio, 2025

 


LA MIGRACIÓN Y LA BÚSQUEDA DEL “NOSOTROS” PERDIDO


José-Carlos Mainer, al estudiar la cultura española durante la transición, se imaginó con ironía a un historiador ingenuo del siglo XXII preguntándose si en la España de 1985 existían obreros, campesinos o clase media baja. Y es que, observando la producción cultural de la época, tan influenciada por el hedonismo posmoderno, ese investigador del futuro seguramente llegaría a la conclusión de que aquel país estaba poblado exclusivamente por “Hamlets pasivos y perplejos, obsesionados por el sexo y la inestabilidad afectiva, analizando eternamente sentimientos equívocos y sintiéndose ahítos de casi todo lo que le rodea”.

En efecto, mientras el país vivía inmerso durante los años 70, 80 y 90 en uno de los momentos de mayor conflicto social, con millones de obreros en huelga por reivindicaciones laborales, “reconversiones” industriales y huelgas generales, las clases trabajadoras desaparecían del imaginario de las novelas y películas españolas. En ellas, como mucho, había cabida para drogadictos y navajeros, los sectores más lumpen de las capas populares que venían a reconfortar al lector o al espectador de cine en su condición de “clase media”. 

Si la última película obrerista de la transición fue Numax presenta… (1979), el documental de Joaquín Jordá sobre la lucha de los trabajadores de la empresa Numax, la llegada al gobierno del primer partido con apellido “obrero” borrará la presencia de los trabajadores del imaginario colectivo. Habrá que esperar casi veinte años para volver encontrarnos en el cine con los derrotados proletarios de Los lunes al sol (2002) de Fernando León de Aranoa. Eso sí, solo podrán regresar desde la melancolía, como sombras del pasado, anulados como sujetos activos de la dinámica social.

Esta invisibilización no fue un proceso natural, regido por “neutrales” leyes socioeconómicas, sino un proyecto político. Margaret Thatcher lo expuso con total claridad en 1976 durante una reunión del Partido Conservador. Para la Dama de Hierro el problema no era que la sociedad estuviera dividida en clases. La auténtica amenaza, a su juicio, era que existiera el “sentimiento de clase”. De clase trabajadora, claro.

La gran derrotada de este borrado fue una izquierda que se queda sin historia, sin tradiciones y sin cultura propia. Para contrarrestar el vacío, los sectores progresistas han recurrido a un discurso identitario que desviaba el conflicto de la lucha de clases a una guerra cultural donde la derecha, y especialmente la extrema derecha, se mueven como pez en el agua. Un relato que, a menudo, incluso asume una visión reaccionaria de la clase trabajadora, a la que se concibe acríticamente como integrada por varones blancos, machistas, homófobos y racistas; obreros con mono azul industrial en fase de extinción y sociológicamente responsables del auge del posfascismo.

En realidad, esa mirada ignora la pluralidad que históricamente marca a la clase trabajadora desde su formación. Al mismo tiempo, politizaba ámbitos, como el sexo o el género, que hasta entonces habían pertenecido a la esfera privada de los individuos. Pero ese giro, sin duda necesario, se daba paradójicamente al mismo tiempo que se despolitizaba la esfera económica, reforzando así un capitalismo que se asumía como insuperable. Por ello, mientras hoy se espera que los sindicatos respalden la diversidad sexual, el movimiento LGTBQ+ no se siente interpelado, por ejemplo, por la reducción de la jornada laboral. Los sindicalistas tienen que estar en la movilización del 8 de Marzo o en la Marcha del Orgullo, pero se asume con naturalidad que el activista gay o la feminista se ausenten del 1 de Mayo.

Esa orfandad de historia y cultura compartida, con sus tensiones y contradicciones incluidas, nos permite comprender la tentación que una parte de esa izquierda siente por el adanismo. Pero, sobre todo, explica la dificultad que tiene hoy la izquierda para proyectar un nosotros, plural y colectivo, que englobe las esperanzas y luchas compartidas. Una carencia especialmente peligrosa, como hemos visto estos días de cacerías racistas y ofensivas antiinmigración de la ultraderecha.

El migrante tiene que dejar de presentarse como un pobre ser digno de conmiseración cristiana por el sufrimiento vivido en una patera, para asumirlo como lo que es: un trabajador más, como el resto de nosotros

Es significativo que a la hora de abordar el fenómeno migratorio las voces progresistas subrayen el enfoque humanitario y multicultural, obviando por completo la única característica que fusiona, al de fuera y al de dentro, en un nosotros común: la condición de trabajadores, con independencia de su procedencia, creencias, color de piel o situación administrativa. Es obvio que, a la vista de tragedias como las que se viven en el Mediterráneo, hay circunstancias que siguen haciendo imprescindible exigir el total respeto a los derechos humanos, sobre todo cuando vemos cómo día a día son más cuestionados por los gobiernos y los acuerdos de la Unión Europea. Pero mantener la imagen del migrante como víctima acaba consolidando un racismo humanitario y paternalista que lo infantiliza, lo convierte en dependiente perpetuo y lo mantiene en la otredad; un imaginario que, aunque invertido, tiene más en común con el discurso ultra de lo que parece.

Buena prueba de ello son algunos de los argumentos esgrimidos contra las deportaciones anunciadas por Vox. Especialmente esa réplica, aparentemente incuestionable, utilizada por voces progresistas en las redes sociales: si se deporta a 8 millones de migrantes, ¿quién trabajara en el campo, en el servicio doméstico y en el cuidado de “nuestros” mayores? El argumento es demoledor pues, en última instancia, justifica que, en pleno siglo XXI, haya colectivos de trabajadores en España a los que se puede someter a abusos insoportables. No importa que se explote a estos trabajadores, nos vienen a decir, siempre que se haga, eso sí, sin discriminarlos ni perseguirlos por su raza, creencia, género o inclinación sexual.

Por eso el reto de la inmigración no es su integración (¿qué es integrarse? ¿comer jamón? ¿ir a misa el domingo? ¿hacerse fallero en Valencia?) sino su inclusión en ese nosotros común. El migrante tiene que dejar de presentarse como un pobre ser digno de conmiseración cristiana por el sufrimiento vivido en una patera, para asumirlo como lo que es: un trabajador más, como el resto de nosotros, y como tal, con los mismos derechos. Uno más de los muchos y plurales compañeros que necesitamos en la lucha por unos trabajos dignos, una educación y una sanidad pública de calidad, un derecho de todos a la vivienda; el combate, en suma, por una sociedad más libre, justa, democrática e igualitaria.

Pero para ello, la izquierda debe creer firmemente en que ese nosotros existe. O al menos es posible.

Fuente: InfoLibre

 *++

No hay comentarios:

Publicar un comentario