¿Cuánto tiempo
lleva Israel asesinando a civiles inocentes sin que nuestro Occidente colectivo
supuestamente defensor de los derechos humanos decida poner coto a la masacre?
¿Qué dirá la Historia de los que asisten impávidos al genocidio?
Los (auto)elegidos
El Viejo Topo
20 julio, 2025
Hay asuntos en que la ironía, tan útil en la crítica política como
ejercicio de distanciamiento psicológico para evitar que la indignación ante el
hecho criticado amargue al propio crítico, puede parecer frivolidad. Tal es el
caso de la incalificable y aparentemente interminable cadena de crímenes
perpetrados por lo que oficialmente se conoce como Estado de Israel pero seguramente,
en aras de no pervertir sin remedio la noción de Estado, habría que denominar
con más propiedad «entidad sionista» (sin el inmerecido adorno de unas
iniciales mayúsculas).
Un total (oficialmente registrado) de más de 56.000 muertos civiles a manos
del ejército israelí no parece ser suficiente para que la mayoría de la
población de ese país sienta un mínimo de horror, vergüenza o cualquier mínimo
atisbo de compasión que lleve a esa gente a discrepar, siquiera levemente, de
la política genocida de su gobierno. No, por supuesto. Y quien tenga algo que
objetar al respecto es porque es un antisemita empedernido y un negacionista
del Holocausto, amén, claro está, de cómplice de los «terroristas» de Hamás,
ese grupo armado (inicialmente apoyado por el propio Israel para debilitar a la
OLP) que básicamente ―con ocasionales acciones que sí podrían calificarse de
terroristas― se dedica a luchar contra los militares que amparan y protegen a
unos colonos armados hasta los dientes que durante años han venido robando
tierras palestinas.
Ante semejante espectáculo de masiva ceguera moral voluntaria, ¿qué cabría
reprochar a quienes se nieguen a mostrar públicamente compasión por los escasos
(o eso dice el propio gobierno sionista) civiles muertos en los bombardeos con
misiles iraníes lanzados en respuesta a una flagrante agresión previa,
altamente destructiva, de Israel contra Irán en medio, para más inri, de un
proceso de negociación?
Hasta el «loco» imperialista Trump ha demostrado tener más sentido común y
contención que el gobierno presidido por un delincuente (violador de la propia
legalidad israelí) llamado Benjamín Netanyahu, personaje que ha llevado a un
economista del prestigio de Jeffrey Sachs, nada izquierdista el hombre, por
cierto, a escribir: «¡Detened a Netanyahu antes de que nos mate a todos!» En
efecto, el juego del gobierno sionista, consistente en obligar a los Estados
Unidos a meterse de lleno en una guerra contra Irán para defender a Israel de
la más que justificada represalia del Estado persa, empezó a parecerse
ominosamente, el pasado 13 de junio, a la cadena de apoyos respectivos al
Imperio Austrohúngaro y a Serbia que desembocó en la catástrofe de la Gran
Guerra, o Primera Guerra Mundial.
Y desde luego, si esperamos que la presunta máxima defensora de los
derechos humanos, esa sucursal de la OTAN llamada Unión Europea, haga algo para
detener al carnicero de Tel Aviv, mejor que busquemos un sillón bien cómodo.
Porque, aun reconociendo en una reciente reunión que en la intervención del
Tsahal en Gaza hay «indicios» de violación de los derechos humanos, ha decidido
no suspender los acuerdos comerciales preferenciales con Israel, pese a que
dichos acuerdos contienen una cláusula de suspensión en caso, precisamente, de
violación de derechos humanos.
En cambio, y por supuestísimo, sí que ha decidido atender la petición de
ese otro presidente de pacotilla que lleva un año ocupando ilegalmente el
cargo, el promotor de camisetas de estilo militar con manchas de sudor,
Volodymir Zelenski, y ha decretado aplicar un nuevo paquete de sanciones (el
18º) a Rusia. Que los muchachos del exhibicionista de Kiev hayan atacado uno de
los elementos de la tríada nuclear de Rusia, a riesgo de desencadenar una
respuesta de efectos demoledores para las poblaciones de los países implicados
en la operación (que, por supuesto, no se limitan a Ucrania) no parece importarle
demasiado a la prusiana de Bruselas casada con Pfizer.
Volviendo a los hijos de Sión y sus recurrentes campañas de terror bíblico,
cabe preguntarse cómo es posible que, a estas alturas del siglo XXI, una
humanidad que ha sido capaz de crear instrumentos legales para la protección de
los derechos humanos, que ha aprobado, y sigue atribuyéndoles vigencia, textos
como la Carta de las Naciones Unidas, donde queda solemnemente proscrita la
discriminación por motivos de credo religioso, siga tolerando y reconociendo
como legítima un entidad política que discrimina a sus miembros precisamente
por esos motivos. ¿Cómo es posible que dirigentes políticos que no dudarían en
responder afirmativamente a la pregunta de si se consideran herederos
intelectuales de la Ilustración no condenen sin paliativos una ideología
política que confiere derechos sobre tierras ajenas (la «Tierra Prometida») a
quienes invocan para ello un texto supuestamente sagrado que les atribuye la
condición de «pueblo elegido por Dios»?
Los sionistas, ocioso es decirlo, no han sido elegidos por ningún dios, aun
en el supuesto de que éste existiera. No, desde luego, como «pueblo». ¿Dónde
está la unidad étnica de semejante colectivo? ¿Alguien ha podido determinar
hasta dónde se extiende la «estirpe de David»? La mayoría de los estudiosos del
tema han llegado hace tiempo a la conclusión de que no hay continuidad étnica
alguna entre los israelitas del Antiguo Testamento y quienes hoy profesan la
religión mosaica. En todo caso, paradoja de las paradojas, si alguna población
del actual territorio de Israel tiene probabilidades de remontarse a los
pobladores de la época previa a la Diáspora, tales son los palestinos. En
efecto, sólo una minoría de los judíos del siglo II d. C. abandonó la luego
conocida como «Tierra Santa», tras las sucesivas derrotas de la rebelión contra
los romanos. ¿Qué fue de los que se quedaron? Lo más probable: que muchos de
ellos acabaran convirtiéndose al cristianismo o al Islam, las religiones
predominantes en los palestinos actuales, que serían, por tanto, los verdaderos
descendientes de los judíos que no se exiliaron. La expansión, pues, del
judaísmo en la Baja Antigüedad y en la Edad Media fue en su mayoría debida a
procesos de conversión, no a la simple reproducción. Basta ver los rasgos
inequívocamente anglosajones de tantos judíos estadounidenses y de tantos
israelíes de hoy, aspecto físico que, sintomáticamente, abunda tanto más cuanto
más elevada es la clase social correspondiente.
Habiendo trabajado en la Secretaría de las Naciones Unidas y habiendo
conocido de primera mano las tropelías sistemáticamente cometidas por el Estado
que más resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad ha
ignorado e incumplido, me he preguntado muchas veces por qué no se expulsa a Israel
de ese foro, dado su reiterado incumplimiento de las obligaciones impuestas por
la Carta. La respuesta que en algún caso se me ha dado es que «más vale
tenerlos dentro para controlarlos mejor». ¿Controlarlos? Sin comentarios…
Todo el mundo sabe que el derecho internacional es más un desiderátum, una
idea reguladora, que un marco efectivo de ordenación de la conducta de los
Estados. Pero la tolerancia continua de actuaciones sistemáticas contra
derecho, como son tantas de las realizadas por Israel, lleva a la
deslegitimación total de ese mínimo marco y a la anomia más absoluta. ¿Con qué
autoridad se podrá entonces condenar las acciones abusivas de cualquier otro
Estado? Viene aquí a cuento la alegoría de la cesta de manzanas, donde lo que
se transmite de unas a otras no es precisamente lo sano, sino lo podrido.
Pese a la repugnante complicidad con la política israelí de tantas
instancias de poder, parece evidente que el desprestigio de Israel a los ojos
de la gente corriente crece de día en día (y crecería más de no ser por la
frenética actividad de los lobbies sionistas y su capacidad financiera para
comprar creadores de opinión). Ante espectáculos como el asesinato continuado,
por disparos o por inanición, de gazatíes de todas las edades, es inevitable que
a muchos, al pensar en los actuales dirigentes de Israel y la cobarde violencia
por ellos desatada, nos vengan a la mente típicos calificativos insultantes
basados en comparaciones con animales, como «ratas», «alimañas» o «sabandijas».
Pero vamos a abstenernos de usarlos, por respeto… a las ratas, las alimañas y
las sabandijas.
Fuente: Crónica
Política
No hay comentarios:
Publicar un comentario