domingo, 20 de julio de 2025

Los (auto)elegidos

 

¿Cuánto tiempo lleva Israel asesinando a civiles inocentes sin que nuestro Occidente colectivo supuestamente defensor de los derechos humanos decida poner coto a la masacre? ¿Qué dirá la Historia de los que asisten impávidos al genocidio?


Los (auto)elegidos


Miguel Candel

El Viejo Topo

20 julio, 2025 


Hay asuntos en que la ironía, tan útil en la crítica política como ejercicio de distanciamiento psicológico para evitar que la indignación ante el hecho criticado amargue al propio crítico, puede parecer frivolidad. Tal es el caso de la incalificable y aparentemente interminable cadena de crímenes perpetrados por lo que oficialmente se conoce como Estado de Israel pero seguramente, en aras de no pervertir sin remedio la noción de Estado, habría que denominar con más propiedad «entidad sionista» (sin el inmerecido adorno de unas iniciales mayúsculas).

Un total (oficialmente registrado) de más de 56.000 muertos civiles a manos del ejército israelí no parece ser suficiente para que la mayoría de la población de ese país sienta un mínimo de horror, vergüenza o cualquier mínimo atisbo de compasión que lleve a esa gente a discrepar, siquiera levemente, de la política genocida de su gobierno. No, por supuesto. Y quien tenga algo que objetar al respecto es porque es un antisemita empedernido y un negacionista del Holocausto, amén, claro está, de cómplice de los «terroristas» de Hamás, ese grupo armado (inicialmente apoyado por el propio Israel para debilitar a la OLP) que básicamente ―con ocasionales acciones que sí podrían calificarse de terroristas― se dedica a luchar contra los militares que amparan y protegen a unos colonos armados hasta los dientes que durante años han venido robando tierras palestinas.

Ante semejante espectáculo de masiva ceguera moral voluntaria, ¿qué cabría reprochar a quienes se nieguen a mostrar públicamente compasión por los escasos (o eso dice el propio gobierno sionista) civiles muertos en los bombardeos con misiles iraníes lanzados en respuesta a una flagrante agresión previa, altamente destructiva, de Israel contra Irán en medio, para más inri, de un proceso de negociación?

Hasta el «loco» imperialista Trump ha demostrado tener más sentido común y contención que el gobierno presidido por un delincuente (violador de la propia legalidad israelí) llamado Benjamín Netanyahu, personaje que ha llevado a un economista del prestigio de Jeffrey Sachs, nada izquierdista el hombre, por cierto, a escribir: «¡Detened a Netanyahu antes de que nos mate a todos!» En efecto, el juego del gobierno sionista, consistente en obligar a los Estados Unidos a meterse de lleno en una guerra contra Irán para defender a Israel de la más que justificada represalia del Estado persa, empezó a parecerse ominosamente, el pasado 13 de junio, a la cadena de apoyos respectivos al Imperio Austrohúngaro y a Serbia que desembocó en la catástrofe de la Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial.

Y desde luego, si esperamos que la presunta máxima defensora de los derechos humanos, esa sucursal de la OTAN llamada Unión Europea, haga algo para detener al carnicero de Tel Aviv, mejor que busquemos un sillón bien cómodo. Porque, aun reconociendo en una reciente reunión que en la intervención del Tsahal en Gaza hay «indicios» de violación de los derechos humanos, ha decidido no suspender los acuerdos comerciales preferenciales con Israel, pese a que dichos acuerdos contienen una cláusula de suspensión en caso, precisamente, de violación de derechos humanos.

En cambio, y por supuestísimo, sí que ha decidido atender la petición de ese otro presidente de pacotilla que lleva un año ocupando ilegalmente el cargo, el promotor de camisetas de estilo militar con manchas de sudor, Volodymir Zelenski, y ha decretado aplicar un nuevo paquete de sanciones (el 18º) a Rusia. Que los muchachos del exhibicionista de Kiev hayan atacado uno de los elementos de la tríada nuclear de Rusia, a riesgo de desencadenar una respuesta de efectos demoledores para las poblaciones de los países implicados en la operación (que, por supuesto, no se limitan a Ucrania) no parece importarle demasiado a la prusiana de Bruselas casada con Pfizer.

Volviendo a los hijos de Sión y sus recurrentes campañas de terror bíblico, cabe preguntarse cómo es posible que, a estas alturas del siglo XXI, una humanidad que ha sido capaz de crear instrumentos legales para la protección de los derechos humanos, que ha aprobado, y sigue atribuyéndoles vigencia, textos como la Carta de las Naciones Unidas, donde queda solemnemente proscrita la discriminación por motivos de credo religioso, siga tolerando y reconociendo como legítima un entidad política que discrimina a sus miembros precisamente por esos motivos. ¿Cómo es posible que dirigentes políticos que no dudarían en responder afirmativamente a la pregunta de si se consideran herederos intelectuales de la Ilustración no condenen sin paliativos una ideología política que confiere derechos sobre tierras ajenas (la «Tierra Prometida») a quienes invocan para ello un texto supuestamente sagrado que les atribuye la condición de «pueblo elegido por Dios»?

Los sionistas, ocioso es decirlo, no han sido elegidos por ningún dios, aun en el supuesto de que éste existiera. No, desde luego, como «pueblo». ¿Dónde está la unidad étnica de semejante colectivo? ¿Alguien ha podido determinar hasta dónde se extiende la «estirpe de David»? La mayoría de los estudiosos del tema han llegado hace tiempo a la conclusión de que no hay continuidad étnica alguna entre los israelitas del Antiguo Testamento y quienes hoy profesan la religión mosaica. En todo caso, paradoja de las paradojas, si alguna población del actual territorio de Israel tiene probabilidades de remontarse a los pobladores de la época previa a la Diáspora, tales son los palestinos. En efecto, sólo una minoría de los judíos del siglo II d. C. abandonó la luego conocida como «Tierra Santa», tras las sucesivas derrotas de la rebelión contra los romanos. ¿Qué fue de los que se quedaron? Lo más probable: que muchos de ellos acabaran convirtiéndose al cristianismo o al Islam, las religiones predominantes en los palestinos actuales, que serían, por tanto, los verdaderos descendientes de los judíos que no se exiliaron. La expansión, pues, del judaísmo en la Baja Antigüedad y en la Edad Media fue en su mayoría debida a procesos de conversión, no a la simple reproducción. Basta ver los rasgos inequívocamente anglosajones de tantos judíos estadounidenses y de tantos israelíes de hoy, aspecto físico que, sintomáticamente, abunda tanto más cuanto más elevada es la clase social correspondiente.

Habiendo trabajado en la Secretaría de las Naciones Unidas y habiendo conocido de primera mano las tropelías sistemáticamente cometidas por el Estado que más resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad ha ignorado e incumplido, me he preguntado muchas veces por qué no se expulsa a Israel de ese foro, dado su reiterado incumplimiento de las obligaciones impuestas por la Carta. La respuesta que en algún caso se me ha dado es que «más vale tenerlos dentro para controlarlos mejor». ¿Controlarlos? Sin comentarios…

Todo el mundo sabe que el derecho internacional es más un desiderátum, una idea reguladora, que un marco efectivo de ordenación de la conducta de los Estados. Pero la tolerancia continua de actuaciones sistemáticas contra derecho, como son tantas de las realizadas por Israel, lleva a la deslegitimación total de ese mínimo marco y a la anomia más absoluta. ¿Con qué autoridad se podrá entonces condenar las acciones abusivas de cualquier otro Estado? Viene aquí a cuento la alegoría de la cesta de manzanas, donde lo que se transmite de unas a otras no es precisamente lo sano, sino lo podrido.

Pese a la repugnante complicidad con la política israelí de tantas instancias de poder, parece evidente que el desprestigio de Israel a los ojos de la gente corriente crece de día en día (y crecería más de no ser por la frenética actividad de los lobbies sionistas y su capacidad financiera para comprar creadores de opinión). Ante espectáculos como el asesinato continuado, por disparos o por inanición, de gazatíes de todas las edades, es inevitable que a muchos, al pensar en los actuales dirigentes de Israel y la cobarde violencia por ellos desatada, nos vengan a la mente típicos calificativos insultantes basados en comparaciones con animales, como «ratas», «alimañas» o «sabandijas». Pero vamos a abstenernos de usarlos, por respeto… a las ratas, las alimañas y las sabandijas.

Fuente: Crónica Política

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