jueves, 25 de septiembre de 2025

¿Es independiente el BCE?

 

Gustavo Petro en Naciones Unidas denunció las políticas de Donald Trump, el genocidio en Gaza y la crisis climática. Os compartimos dos intervenciones clave: su discurso en la Asamblea General y su participación en el diálogo sobre financiación climática.


¿Es independiente el BCE?

 

 

Thomas Fazi

El Viejo Topo

25 septiembre, 2025 



EL MITO DE LA INDEPENDENCIA DEL BANCO CENTRAL: BURÓCRATAS NO ELEGIDOS DIRIGEN LAS ECONOMÍAS OCCIDENTALES

Stephen Miran, uno de los principales asesores económicos de Donald Trump, se sentó hace unos días ante el Comité Bancario del Senado para testificar sobre su nominación a la poderosa Junta de la Reserva Federal. La implacable campaña del presidente para doblegar a su voluntad al banco central más influyente del mundo está cobrando impulso.

Durante años, Trump criticó al presidente de la Fed, Jerome Powell, calificándolo de «imbécil» y «mula obstinada» por negarse a recortar los tipos de interés cuando se le ordenaba. Pero ahora la retórica se ha convertido en acción, y Trump ha despedido a la gobernadora Lisa Cook por acusaciones de fraude hipotecario. Entra en escena Miran, un acólito que ha defendido públicamente el derecho del presidente a destituir a los gobernadores de la Fed a su antojo, pero que prometió en su testimonio escrito defender la preciada independencia de la Fed.

Este dramático enfrentamiento ha provocado un escalofrío familiar en los pasillos de las finanzas mundiales: la independencia de los bancos centrales, nos dicen, está gravemente amenazada. Los guardianes de la ortodoxia económica –desde los gobernadores de los bancos centrales hasta los economistas y expertos más destacados– están haciendo sonar las alarmas, advirtiendo que el control político de la política monetaria sería un «peligro muy grave» para la economía mundial y «socavaría los cimientos mismos de nuestra democracia». Este ha sido el mantra dominante durante los últimos 40 años. El discurso es claro: los bancos centrales independientes son baluartes tecnocráticos contra los caprichos populistas y cortoplacistas de los políticos, y su autonomía es sinónimo de estabilidad económica y salud democrática.

El concepto de independencia del banco central surgió a raíz de la crisis de estanflación de los años setenta. Según los economistas de la Escuela de Chicago, no se podía confiar en políticos miopes y ávidos de votos para manejar las riendas de la política monetaria: se verían tentados de estimular la economía con tipos bajos antes de las elecciones, arriesgándose a una inflación a largo plazo a cambio de ganancias a corto plazo. La solución era entregar las llaves de la economía a un grupo de expertos supuestamente apolíticos y neutrales, tecnócratas inmunes a las presiones electorales que pudieran tomar las decisiones difíciles y necesarias para la salud a largo plazo de la economía.

Esta idea se institucionalizó a nivel mundial en los años ochenta y noventa. Países como el Reino Unido, Canadá y Suecia concedieron a sus bancos centrales independencia legal. La culminación de este movimiento fue la creación del Banco Central Europeo en 1998, diseñado desde cero para ser ferozmente independiente y centrado exclusivamente en la estabilidad de los precios. Hasta el día de hoy, sigue siendo un dogma incuestionable. Como declaró a principios de este año la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, «la independencia es fundamental para ganar la lucha contra la inflación y lograr un crecimiento económico estable a largo plazo». Cualquier amenaza a la misma se considera una herejía económica. Pero este dogma se derrumba al examinarlo.

La refutación más convincente al pánico es también la más simple: el mito de la independencia siempre fue solo eso, un mito. Como señaló el economista James Galbraith, los registros históricos muestran que, desde su creación, la Fed ha sido una criatura del Estado. Creada por el Congreso en 1913, sus poderes son otorgados, limitados y revisados a través de la legislación. La Ley Humphrey-Hawkins de 1978 también la sometió al escrutinio periódico del Congreso. En otras palabras, el Congreso siempre ha tenido la autoridad última. Nombra a los dirigentes de la Fed y, lo que es más importante, tiene la facultad legal de exigir cambios en la política, una amenaza que ejerció en 1982. El propio expresidente de la Fed, Ben Bernanke, admitió en una ocasión que «la Fed hará lo que el Congreso le diga que haga». Por lo tanto, el debate no debería centrarse en defender una ficción, sino en decidir ante quién debe responder la Fed: el ejecutivo —como querría Trump—, el legislativo o, idealmente, el público.

Además, a nivel práctico y operativo, los bancos centrales no pueden ser totalmente independientes del Tesoro. Las funciones de ambos deben coordinarse estrechamente a diario para garantizar que se puedan cumplir los objetivos políticos de cada uno. Son dos alas del mismo organismo gubernamental, no entidades separadas. Este es el caso en la mayoría de los países occidentales: un antiguo gobernador del Banco de la Reserva de Australia, por ejemplo, señaló en 1994 que la legislación de la mayoría de las democracias permite al gobierno electo prevalecer sobre el Banco Central. En otras palabras, la independencia siempre fue condicional, una ilusión cuidadosamente gestionada. La única excepción real es el Banco Central Europeo, un punto al que volveremos más adelante.

La independencia de los bancos centrales puede ser una ilusión, pero es una ilusión que ha resultado extraordinariamente útil para las élites. Ha sido una de las herramientas neoliberales más poderosas para despolitizar medidas económicas impopulares, como la austeridad o los tipos de interés elevados, permitiendo a los gobiernos elegidos desviar la responsabilidad hacia organismos «externos», como las oficinas presupuestarias, o hacia bancos centrales «independientes», por políticas que ellos mismos apoyaban pero temían que vender al público.

En Gran Bretaña y en otros lugares, se acusa una vez más a los gobiernos de «gastar en exceso» y se dice a los ciudadanos que el aumento del déficit y el rendimiento de los bonos no dejan otra opción que recortar el gasto o subir los impuestos, e incluso, en algunos casos, considerar un rescate del FMI. Pero esto es otro mito más: aunque los déficits fiscales suelen estar vinculados a la emisión de bonos –lo que aparentemente da a los mercados privados influencia sobre los gobiernos–, en realidad los bancos centrales siempre pueden intervenir (y lo hacen), comprando ellos mismos bonos y fijando los rendimientos a su antojo. El verdadero problema radica en las estructuras contables deliberadamente opacas que ocultan este hecho, perpetuando la ilusión de una disciplina de mercado que en realidad no existe.

No es de extrañar que la clase dirigente esté entrando en pánico, ya que las acciones de Trump corren el riesgo de dejar al descubierto su cínica artimaña. Sobre todo porque la era de la supuesta independencia de los bancos centrales ha sido un desfile de fracasos catastróficos. Estos expertos tecnócratas no supieron predecir la crisis financiera de 2008. A continuación, pasaron una década sin conseguir reactivar la inflación hasta sus objetivos. Y a partir de 2020, fracasaron estrepitosamente al no ver la llegada de la oleada inflacionista, respondiendo con el ciclo de subida de tipos más agresivo en décadas, sin conseguir reducir la inflación.

Esto no se debe solo a que los bancos centrales privilegiaran políticas que beneficiaban al sector financiero a expensas de la economía real. En última instancia, es porque se ha exagerado su poder para dirigir la economía. En el pasado, la Reserva Federal podía influir en la economía a través de los bancos comerciales. Hoy en día, la banca en la sombra y los mercados de capitales globales eclipsan sus herramientas tradicionales, por no mencionar el hecho de que los verdaderos motores de la inflación, la oferta y la demanda, escapan en gran medida al control de los bancos centrales. Galbraith lo expresó sin rodeos: «Hace cincuenta años, las acciones de la Reserva Federal importaban. Hoy en día, no». Sus políticas a menudo no han hecho más que exacerbar la desigualdad y alimentar las burbujas financieras, lo que demuestra que su experiencia tecnocrática es una sombra del poder que se les atribuye.

En cualquier caso, incluso si fuera posible una verdadera independencia, sería profundamente indeseable, ya que la institución no tendría que rendir cuentas a nadie. Basta con fijarse en el único banco central importante diseñado para ser totalmente independiente de las instituciones democráticas: el Banco Central Europeo. Mientras que en los países emisores de moneda, el banco central depende efectivamente del gobierno o de las instituciones representativas, esa relación se invierte en la zona del euro, donde los gobiernos dependen de su banco central.

A raíz de la crisis financiera, el BCE se reveló como un actor brutalmente político. En 2011, obligó a Silvio Berlusconi a dejar el cargo en favor del no elegido Mario Monti, al provocar efectivamente una crisis fiscal al suspender las compras de bonos italianos por parte del banco central. Luego, en 2015, cerró arbitrariamente el sistema bancario griego para obligar a un gobierno elegido a aceptar la austeridad.

En resumen, al adoptar el euro, los países europeos no solo cedieron el control de su política monetaria a una autoridad supranacional –una medida sin precedentes en la historia monetaria–, sino que lo cedieron a una autoridad con una agenda socioeconómica clara e impulsada por la élite. Esto pone de relieve la realidad de un banco central que es verdaderamente independiente de los mecanismos democráticos.

Pero ni siquiera los gobiernos emisores de moneda son inmunes. El destino de la primera ministra británica, Liz Truss, es un claro ejemplo. La narrativa dominante es que los «mercados» la castigaron por un presupuesto irresponsable. La realidad, como señaló Narayana Kocherlakota, expresidente de la Reserva Federal de Minneapolis, es que «los mercados no derrocaron a Truss, lo hizo el Banco de Inglaterra». Al igual que Trump, el verdadero pecado de Truss fue desafiar la narrativa ortodoxa y cuestionar las competencias del Banco, no sus políticas económicas, ciertamente cuestionables.

Una de sus primeras medidas fue destituir al máximo responsable del Tesoro, símbolo del conservadurismo fiscal y la deferencia hacia el banco central. En respuesta, el Banco de Inglaterra, al negarse deliberadamente a calmar rápidamente la turbulencia del mercado, orquestó eficazmente su caída. Truss, por supuesto, es responsable de no haber plantado cara al banco central y de no haber insistido en que este se adaptara a la política del ejecutivo elegido. Fue una dura lección sobre cómo el mito de la independencia permite a instituciones que no rinden cuentas vetar la plataforma de un gobierno elegido.

El verdadero debate que deberíamos tener, entonces, no es sobre la preservación de un mito, sino sobre el rediseño del sistema para lograr una verdadera responsabilidad democrática. La llegada de la flexibilización cuantitativa demostró lo que los críticos siempre habían dicho: el dinero se crea de la nada. La pregunta urgente es quién controla ese proceso y con qué propósito. Lo ideal sería que el banco central y el tesoro se consolidaran formalmente. No hay ninguna razón técnica para que una parte del Estado «preste» a otra.

Esto pondría fin a la confusión, haría que la política macroeconómica fuera plenamente responsable ante los votantes y reorientaría nuestros esfuerzos hacia las políticas que realmente importan: las estrategias fiscales, industriales y de inversión. Las implicaciones son especialmente graves para los países de la zona del euro: la única forma de restablecer una verdadera responsabilidad democrática es abandonar la moneda única y recuperar la soberanía económica. Hasta que no rompamos el mito de la independencia del banco central, seguiremos atrapados en un sistema en el que el poder económico se ejerce sin responsabilidad, un sistema que no solo es ineficaz, sino que corroe la propia democracia.

Fuente: Unherd

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