viernes, 11 de julio de 2025
El Pacto Verde ha fracasado
A pesar del enorme
gasto –680.000 millones de dólares entre 2021 y 2027, más de un tercio del
presupuesto de la UE–, el Pacto Verde ha obtenido resultados climáticos
insignificantes. Al mismo tiempo, las consecuencias sociales y económicas han
sido graves.
El Pacto Verde ha fracasado
El Viejo Topo
11 julio, 2025
En 2019, la
presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció el «Pacto
Verde» europeo. Describió el plan climático como un «momento histórico», una
transformación revolucionaria de la economía europea que conduciría a la
neutralidad en las emisiones de gases de efecto invernadero para 2050 y a
cambios en casi todos los sectores de la economía.
Pero cinco años
después, el Pacto Verde se está desmoronando. Lejos de trazar un camino hacia
el liderazgo climático, el Pacto Verde ha puesto de manifiesto las profundas
debilidades estructurales de la Unión Europea y su incapacidad para conciliar
las ambiciones medioambientales con las realidades económicas, democráticas y
geopolíticas.
En los últimos
dos años, la oposición al Pacto Verde se ha disparado, desde los agricultores,
los grupos industriales y los ciudadanos de a pie, hasta los partidos políticos
populistas e incluso el Partido Popular Europeo (PPE), el propio grupo político
de Von der Leyen. Las elecciones al Parlamento Europeo de 2024 vieron un auge
de la representación populista de derecha, unida en su crítica a la agenda
verde. Como resultado, la Comisión ha comenzado a dar marcha atrás, de forma
silenciosa pero decidida, en muchas de las disposiciones clave del Pacto Verde.
Entre los
recientes retrocesos se encuentran la suavización de las normas sobre seguridad
del suelo y de los productos químicos, la reasignación de los fondos climáticos
al gasto militar, la suavización de las medidas de protección de la
biodiversidad y la censura de la expresión «Pacto Verde» en los informes del
Parlamento. Incluso el objetivo de reducción de emisiones para 2040, anunciado
la semana pasada tras largos retrasos, incluye importantes lagunas y
exenciones, como permitir a los países de la UE cumplir los futuros objetivos
de emisiones mediante la compra de créditos de carbono a otros países. La señal
es clara: la supuesta «revolución verde» de Europa está en retroceso.
Aunque la
narrativa dominante culpa a los «negacionistas climáticos de extrema derecha» y
a los grupos de presión empresariales de descarrilar el Pacto Verde, esta
explicación es simplista y evasiva. La realidad más profunda es que el Pacto
Verde ha fracasado en sus propios términos: económica, ecológica y
políticamente.
A pesar del
enorme gasto –680 000 millones de dólares asignados entre
2021 y 2027, más de un tercio del presupuesto total de la Unión Europea–, el
Pacto Verde ha obtenido resultados climáticos insignificantes. Las emisiones de
la UE aumentaron en
el último trimestre de 2024 en comparación con 2023, y las reducciones a largo
plazo durante los últimos 15 años reflejan en gran medida el estancamiento
económico, los confinamientos por la pandemia y el impacto económico de la
guerra en Ucrania, y no los frutos de la política verde.
Al mismo
tiempo, las consecuencias sociales y económicas han sido graves. Los hogares,
los agricultores y las empresas han soportado la mayor parte del peso del
aumento de los precios de la energía, la inflación, los nuevos impuestos y las
cargas reglamentarias. Estas políticas pueden haber convenido a los tecnócratas
de Bruselas y a las ONG ecologistas, pero han alienado a la población en
general y han dañado la legitimidad de la Unión.
La raíz del
problema radica en el enfoque adoptado por el bloque. Mientras que Estados
Unidos y China han aplicado una política industrial verde mediante subvenciones
masivas, inversión pública e investigación y desarrollo específicos en sectores
estratégicos como los vehículos eléctricos, los paneles solares y las baterías,
el modelo de la Unión Europea se basa en impuestos punitivos y un exceso de
regulación.
Esta estrategia
estaba condenada al fracaso. La arquitectura fiscal del bloque, anclada en la
austeridad, las estrictas normas presupuestarias y un presupuesto común
ineficaz, impide el tipo de inversión ambiciosa necesaria para una verdadera
transformación ecológica. A diferencia de la Ley de Reducción de la Inflación
de Estados Unidos o del modelo de desarrollo impulsado por el Estado chino, la
Unión Europea carece tanto de las herramientas como de la flexibilidad
ideológica para aplicar una política industrial proactiva.
Las estrictas
normas de la Unión Europea en materia de ayudas estatales, su sesgo contra la
propiedad pública y su obsesión por la legislación en materia de competencia
obstaculizan sistemáticamente la reindustrialización verde a gran escala. El
resultado es una mezcla paradójica de hiperregulación y estrangulamiento
fiscal, que no estimula la innovación ni alivia los costes que soporta la
población. La fragmentación de la gobernanza, la inercia burocrática y el
dominio de tecnócratas no elegidos hacen que, incluso cuando existen fondos, la
ejecución sea lenta, descoordinada y propensa al fracaso.
Alemania, el
supuesto líder de la transición ecológica europea, es un ejemplo aleccionador.
La política de «Energiewende» del país, que consiste en pasar a la energía
eólica y solar y eliminar gradualmente la energía nuclear, ha costado cientos
de miles de millones de dólares. Sin embargo, los resultados han sido
decepcionantes. Entre 2002 y 2022, Alemania invirtió alrededor de 800.000
millones de dólares en su transición energética. Pero la mayor parte de los
beneficios de las energías renovables se vieron contrarrestados por el cierre
de centrales nucleares con cero emisiones. Según un estudio de 2024,
si Alemania hubiera mantenido y ampliado su capacidad nuclear, podría haber
logrado una reducción del 73 % de las emisiones -frente al modesto 25 %
alcanzado- a mitad de precio.
Uno de los
ejemplos más claros del carácter contraproducente del Pacto Verde se encuentra
en la agricultura. Se dijo a los agricultores que debían reducir el ganado,
recortar las emisiones y convertir la tierra en sumideros de
carbono. La lógica es tan simple como desconcertante: con las
tecnologías actuales, solo se puede llegar hasta cierto punto en la reducción
de las emisiones del sector agrícola. Por lo tanto, en lugar de incentivar la
innovación sostenible o apoyar a los pequeños productores, los responsables
políticos se centraron en reducir la producción agrícola en su conjunto.
Como era de
esperar, esto ha desencadenado protestas masivas. Las pequeñas explotaciones
agrícolas, que son más ecológicamente
sostenibles que la agroindustria industrial, están siendo
expulsadas por normas que aceleran la concentración de la tierra. El resultado
no es solo la devastación económica de las comunidades rurales, sino también un
retroceso ecológico, ya que las explotaciones más pequeñas son sustituidas por
otras más grandes e intensivas.
El hecho de que
estas políticas se hayan promovido bajo el pretexto del ecologismo pone de
manifiesto la ceguera tecnocrática e ideológica del aparato de la UE, un
sistema que pretende ser verde pero que acaba empoderando a la agroindustria
corporativa y castigando a quienes realmente cuidan la tierra.
La misma lógica
se aplica a la base industrial europea en general. En nombre de la
sostenibilidad, Bruselas ha impuesto nuevos costes a los productores europeos,
lo que les hace menos competitivos a nivel mundial e incentiva la importación
de productos más baratos y contaminantes del extranjero. Thyssenkrupp, uno de
los mayores fabricantes de acero de Europa, ya ha advertido del aumento de la
competencia asiática, que provocará recortes en la producción. No se trata solo
de un problema económico, sino también climático: Europa está externalizando
sus emisiones al desindustrializarse e importar productos con altas emisiones
de carbono de otros lugares.
Quizás el
episodio más revelador de esta historia sea la política energética de la Unión
Europea tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Tras optar por
desvincularse del gas barato ruso como parte de su apoyo a la guerra proxy de
la OTAN en Ucrania, Europa recurrió al gas natural licuado (GNL) procedente de
Estados Unidos y Qatar, un combustible que no solo es más caro, sino también
mucho más contaminante debido a las emisiones generadas por su transporte. Así,
de un plumazo, la Unión Europea ha conseguido socavar su propia industria,
aumentar los costes para los consumidores y aumentar las emisiones globales de
carbono. Es un ejemplo perfecto de cómo la ideología y la geopolítica pueden
combinarse para producir resultados desastrosos.
El defecto fundamental
de la Unión Europea no es que carezca de ambición climática –al menos sobre el
papel–, sino que carece de los instrumentos económicos y políticos para hacer
realidad esas ambiciones de forma coherente, democrática y socialmente justa.
Una mayor centralización, como sugiere Bruselas, no es la solución; de hecho,
es precisamente este modelo de elaboración de políticas vertical y uniforme lo
que ha provocado la reacción actual. Se necesita urgentemente un enfoque más
democrático, descentralizado y pragmático de la sostenibilidad. Pero el mayor
obstáculo para ello es la propia Unión Europea.
Fuente: Compactmag
Artículo
seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de
Salvador López Arnal.